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Educación
Un deseo inconfesable: volver a pensar
De esto va la filosofía: de atreverse a tocar, de levantar y de sostener la mirada de quienes nos hablan, nos interpelan y nos transforman con la palabra y con el cuerpo que la encarna.
Llega el frío siberiano a Barcelona y un centenar de personas se reúnen en la caja negra de un teatro del Poblenou para escuchar una conversación de filosofía fuera de clase... La calle está en obras, el barrio en transformación, la semana bajo amenaza climática, y aún así el aforo del teatro se desborda. No hay función, hay conversación. No hay teatro, hay filosofía. No hay acción, tomamos la palabra. Cuerpo y palabra desafiando el guión.
Esta situación, vivida una tarde de enero en Barcelona en la Sala Beckett a propósito de mi último libro, Fuera de clase (Galaxia Gutenberg, 2016), se está repitiendo en muchos otros lugares: ateneos, librerías, centros cívicos, escuelas, clubs de lectura... Gente que se encuentra en torno a libros hasta ahora minoritarios y exclusivos; lectores sin currículum manoseando a Aritóteles o a Derrida; hombres, mujeres y niños jugando con conceptos hasta hace poco impronunciables; público anónimos interrogando a Judith Butler o a Rosi Braidotti... La red llorando la muerte de John Berger o de Zygmunt Bauman. Un deseo extraño, casi inconfesable, de empezar a pensar radicalmente lo que nos está pasando se contagia y expande.
Me encanta percibir la tensión emocional de este nuevo acercamiento a la filosofía: tiene algo de inconfesable, de aproximación a lo prohibido, de atrevimiento, de desacato a una autoridad que había impuesto el mensaje "esto no es para ti". Veo, en los cuerpos y en los rostros de mucha de la gente que se encuentra hoy en esta contrageografía filosófica, una expresión que transmite una satisfacción aún pudorosa: ¿así que yo también puedo? De la pregunta, casi siempre callada, se desprende una erotización, un despertar de ese deseo de saber lo que no se puede poseer pero sí experimentar y compartir. Como los cuerpos amados, como las miradas deseadas. Hay quien se atreve a acariciar, hay quien se atreve, ya, a levantar y sostener la mirada.
De esto va la filosofía: de atreverse a tocar, de levantar y de sostener la mirada de quienes nos hablan, nos interpelan y nos transforman con la palabra y con el cuerpo que la encarna. Y esto es precisamente lo que los monopolios del verbo siempre han neutralizado: los sacerdotes, los soberanos, el padre con su ley, la autoridad de referencia, los expertos, los evaluadores, los comentaristas, analistas y tertulianos, los índices de impacto... Cada tiempo y cada sociedad tiene sus censores, los garantes y los policías de lo que podemos ver, saber, pensar y vivir. Figuras que, a pesar de sus transformaciones a lo largo de la historia y de las sociedades, siempre transmiten la misma consigna: baja la mirada, acata la palabra, acalla las preguntas.
La filosofía es insolencia, desobediencia, desacato a la autoridad. Toda filosofía verdadera lo es, también la platónica, la aristotélica, la kantiana o la hegeliana. Porque aunque no sean filósofos que llamen a la insurrección, sus filosofías son radicales porque no aceptan premisas establecidas. Incluso el orden necesita fundarse siempre y de nuevo. Y eso implica que pueda ser contraargumentado. Quien expone sus premisas se expone a ser refutado. Quien comparte sus fundamentos abre la posibilidad de ser repensado, retomado, incluso demolido. Quien mira a la cara de quien le escucha o le lee, aunque sea siglos después, está dejando algo para volver a ser pensado por quien solo podrá recibirle mirándole a los ojos también, sosteniendo el reto de tener que volver a pensarlo todo, de nuevo, otra vez.
Ahí estamos, encendiendo cuerpos, miradas y palabras en una sociedad de discursos unidimensionales, de consignas rápidas, de mensajes planos. Contra los dogmas mediáticos, científicos, políticos y culturales. Contra los gurús que nos acomplejan y no nos dejan pensar, porque ya lo han pensado todo y lo han digerido por nosotros bajo la forma de recetas económicas, laborales, psicológicas, afectivas, culturales... Contra el hastío de saber siempre que todo está ya dicho. Porque no lo está. Nunca. Las palabras se gastan, pero tenemos el poder, esto sí que es un poder, de plantarlas de nuevo en nuestras tripas y cerebros, en nuestras lenguas y miradas, en nuestras manos y en nuestras pieles. Inconfesablemente nuestras.