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Energía nuclear
Una tragedia nuclear de 90 millones de galones
Artículo publicado originalmente en Beyond Nuclear International.
El 16 de julio de 1979 se produjo el peor vertido accidental de residuos radiactivos de la historia de Estados Unidos en la mina y fábrica de uranio de Church Rock. Mientras que el accidente de Three Mile Island (ese mismo año) es bien conocido, el enorme vertido radiactivo de Nuevo México se ha mantenido en silencio. Es el accidente nuclear estadounidense que casi nadie conoce.
Sólo 14 semanas después del accidente del reactor de Three Mile Island, y 34 años después de la prueba atómica Trinity, la pequeña comunidad de Church Rock, Nuevo México, se convirtió en el escenario de otra tragedia nuclear.
Noventa millones de galones de residuos radiactivos líquidos, y mil cien toneladas de residuos sólidos de molienda, irrumpieron a través de la pared rota de una presa en las instalaciones de procesamiento de uranio de Church Rock, creando una inundación de efluentes mortales que contaminaron permanentemente el río Puerco.
Nadie sabe exactamente cuánta radiactividad se liberó al aire durante el accidente de Three Mile Island. Los monitores del emplazamiento se desconectaron después de que sus mediciones de las emisiones radiactivas se salieran de la escala.
Noventa millones de galones de residuos radiactivos líquidos, y mil cien toneladas de residuos sólidos de molienda, irrumpieron a través de la pared rota de una presa en las instalaciones de procesamiento de uranio de Church Rock, creando una inundación de efluentes mortales que contaminaron permanentemente el río Puerco.
Pero el público estadounidense sabe aún menos sobre el vertido de Church Rock y, cinco semanas después de que ocurriera, el operador de la mina y la fábrica, United Nuclear Corporation (UNC), volvió a sus actividades como si nada hubiera pasado. Hoy en día, el accidente de Church Rock se considera probablemente el mayor vertido de contaminación radiactiva de la historia de Estados Unidos (aparte de las pruebas de la bomba atómica).
¿Por qué el vertido de Church Rock -que arrastró barrancos, contaminó los campos y los animales que pastaban en ellos y convirtió el agua potable en mortal- es tan anónimo en los anales de nuestra historia nuclear? Quizá la respuesta esté en dónde tuvo lugar y a quién afectó.
Church Rock era una pequeña comunidad agrícola de nativos americanos, principalmente navajos, que subsistían de la árida tierra del suroeste. Cerca de allí, varios cientos de millones de galones de residuos líquidos de uranio se encontraban en un estanque a la espera de que la evaporación dejara tras de sí residuos sólidos para su almacenamiento. En la mañana del 16 de julio de 1979, parte del muro de la presa se derrumbó, liberando una rugiente inundación de agua y lodo radiactivos.
Fue un fallo previsto y evitable. Pero nunca se tomaron medidas para evitar el desastre. El director general de la UNC, David Hann, en posteriores comparecencias ante el Congreso, describió el accidente como “un riesgo, y lo asumimos”. Varias agencias reguladoras estatales habían guardado silencio ante las advertencias del propio consultor de la UNC de que la presa, tal como estaba construida, era vulnerable.
Cuando se exigió a UNC que “limpiara” el desastre, la empresa sólo retiró el 1% de los residuos y líquidos vertidos. En las piscinas estancadas donde jugaban los niños se encontraron niveles de radiación entre 100 y 500 veces superiores a los naturales. Las ovejas y las cabras estaban demasiado contaminadas para comer. Se cerraron pozos y otras fuentes de agua potable.
Cuando se exigió a UNC que “limpiara” el desastre, la empresa sólo retiró el 1% de los residuos y líquidos vertidos. En las piscinas estancadas donde jugaban los niños se encontraron niveles de radiación entre 100 y 500 veces superiores a los naturales.
Sin embargo, el accidente se produjo “lejos de la civilización”, en una zona remota habitada posiblemente por la comunidad más pobre y marginada del país: los nativos americanos. Se acabaron las masacres y las mantas de viruela, pero otro acto deliberado de discriminación racial -la contaminación radiactiva evitable de la comunidad navajo y probablemente mucho más allá de ella- quedó impune y en gran medida sin denunciar.
Hoy en día, el accidente de Three Mile Island se recuerda, se señala y se alude, con razón, como un ejemplo más de los riesgos mortales de la energía nuclear. Equivocadamente, también se alude a él como el único gran accidente nuclear de este país. Rara vez se conoce o se señala el aniversario de Church Rock. Los efectos a largo plazo de este enorme nivel de contaminación radiactiva aún no son totalmente mensurables, dado que los efectos sobre la salud derivados de la exposición a la radiación pueden tardar décadas en aparecer y afectar a las generaciones futuras.
Las tierras de los nativos americanos del suroeste están plagadas de minas y plantas de procesamiento de uranio en desuso. Las comunidades han observado altos niveles de enfermedades renales y cánceres. Sin embargo, en la Nación Navajo sólo se ha realizado un estudio epidemiológico poblacional sobre los efectos en la salud asociados a la minería de uranio. Nunca se ha llevado a cabo ningún estudio sanitario en la zona de Church Rock.
En cambio, Uranium Resources Inc. (URI), que adquirió la propiedad de UNC, solicitó abrir una nueva mina de uranio por lixiviación in situ en Church Rock. Pero el permiso estatal de vertido de aguas subterráneas para el proyecto se canceló en marzo de 2016. Sin él, la mina no podía seguir adelante. Fue una victoria excepcional. Como dijo entonces Larry King, de Eastern Navajo Diné Against Uranium Mining, su pueblo “vive cada día con el legado medioambiental de la minería de uranio del pasado.”
Pero la cosa no había terminado. Una empresa canadiense, Laramide, adquirió URI. Se reanudarán las perforaciones exploratorias en Churck Rock y en Crownpoint, a sólo 50 km de Church Rock. El objetivo, dice Laramide, es “satisfacer los requisitos del Plan de Vertido de Aguas Subterráneas del Departamento de Medio Ambiente de Nuevo México, según los cuales Laramide debe demostrar en un entorno de laboratorio la capacidad, tras la lixiviación, de restaurar las aguas subterráneas del acuífero minero a un nivel aceptable”.
La historia parece repetirse.
Traducción de Raúl Sánchez Saura.