Culturas
“¡Vendidos!”, la acusación que traumatizó a los músicos de la generación X en los años 90

El peaje que muchos artistas pagaron por intentar llegar al gran público y trabajar en mejores condiciones fue alto en la década de los 90. La “traición” manchaba su imagen y la valía de su creación era puesta en entredicho tras pasar a las filas del enemigo, las multinacionales. Hoy, sin embargo, la idea de “venderse” parece aceptada y ha perdido ese carácter peyorativo.
Cartel concierto Green Day
Una lona que anuncia un concierto de Green Day en un festival del próximo año 2024. David F. Sabadell (©)

Dos adjetivos relativos a su aspecto —gordo, calvo— y otro sobre su trabajo —vendido— son el peor recuerdo que el cantante del grupo estadounidense Bad Religion se llevó de su actuación en el festival Doctor Music, celebrado en julio de 1996 en los Pirineos. En el concierto, Greg Graffin escuchó pacientemente cómo un joven que subió al escenario le espetó eso en su cara, hasta que se hartó y le sacó por la fuerza al backstage. Seguramente, lo que más le molestó fue el tercer epíteto, el que hacía alusión a su integridad. “Vendido”. Lo peor que se le podía decir entonces a un músico criado en el punk y que había alcanzado cierta repercusión tras largos años de predicar en el desierto, labrándose un nombre mítico y respetado en esa escena, al menos hasta el fichaje por una multinacional. Así lo justificaba aquel chaval en 2019 en una entrevista en El Periódico de Catalunya: “Los más puristas pensábamos que había sido un error abandonar su discográfica de toda la vida, Epitaph, y firmar por Atlantic. Para mí, la sensación era una mezcla entre amor y traición”.

Bad Religion publicaron en 1994 a través de una multinacional su octavo disco, Stranger than fiction, después de haber desarrollado toda su carrera en una pequeña discográfica especializada en punk y creada en 1981 por su propio guitarrista, Brett Gurewitz. La “traición”, pues, había sido doble. Gurewitz, de hecho, abandonó el grupo ese mismo año 1994. Un tiempo después sus caminos volverían a encontrarse y hoy sigue siendo el guitarrista de Bad Religion y la banda aún publica sus discos en Epitaph, convertida de algún modo en la gran multinacional del punk tras el enorme éxito mundial del disco Smash de The Offspring que salió bajo su etiqueta en aquel 1994 en el que se volvió a hablar de punk.

Preguntado por si había tomado alguna decisión profesional que le hubiera hecho sentirse “vendido” o que le recordase ese insulto que lanzó a Graffin y a Bad Religion por fichar por una multinacional, un Aaron Romera ya maduro reconocía en la entrevista que sí y veía con otros ojos la decisión de los músicos al dar ese paso: “Ahora que tengo una hija y el dinero no sobra me arrepiento de haberme cerrado a esas oportunidades y no haber sabido jugar mejor mis cartas”. 


Según el periodista Chuck Klosterman, el concepto de “venderse” es el aspecto más noventero de los años 90 y algo que hizo mucho daño de manera inadvertida a la psique de la llamada generación X, compuesta por quienes nacieron entre 1965 y 1980, año arriba año abajo. En su ensayo Los noventa (Península, 2023) explica que “venderse” alude a que alguien compromete los valores que antes defendía a cambio de algo superficial, que suele ser dinero, pero no siempre. El problema de verdad, opina Klosterman, se produce cuando la persona comprometida sigue haciendo el mismo trabajo que hasta entonces, pero lo empaqueta de forma que sea más digerible para una audiencia menos exigente.

A grandes rasgos, venderse en el contexto de la producción cultural suponía dejar atrás unos modos de hacer que implican la autogestión del proceso creativo, el control total sobre la obra y su relación con el mundo —desde el precio de venta hasta los canales para su distribución—, y la expresión de una visión diferente de la vida, más o menos crítica, más o menos vehemente, más o menos explícita, a la que se ofrece desde los medios de comunicación masivos. La comunidad a la que apelaba el artista compartía sus miradas y espacios, diluyendo la frontera que suele separarlos y operando al margen del público mayoritario que consume otros productos culturales. Generalmente, las cifras de ventas y los resultados de explotación no contaban mucho para estos reductos que sobrevivían tratando de evitar las dinámicas habituales de las prácticas industriales capitalistas. O, siendo menos indulgente, aplicándolas a escala reducida. El conflicto estallaba precisamente cuando los creadores decidían escuchar los cantos de sirena —las ofertas con varios ceros procedentes de los despachos de las grandes corporaciones— que les prometían la oportunidad de trabajar en mejores condiciones y alcanzar mayor repercusión, poder llegar a otros públicos. Venderse, en una palabra, aunque el producto creado bajo esas nuevas circunstancias no difiriese sustancialmente del realizado previamente. “Como la intención importaba más que el resultado, el éxito del intento era casi irrelevante: venderse y fracasar no era ni mejor ni peor que venderse y triunfar”, considera Klosterman, quien entiende que el uso de esa palabra como insulto era universalmente conocido cuando The Who publicaron The Who sell out (The Who se vende) en 1967, y sitúa su zona cero en el día en que Bob Dylan tocó una guitarra eléctrica en el festival de folk de Newport, en 1965.

En su divertidísimo libro Estrategias sobrenaturales para montar un grupo de rock (Blackie Books, 2014), el músico y activista pop Ian Svenonius, a quien no se puede acusar de vendido pues sus bandas —memorables The Nation of Ulysses y Make Up— han operado desde la autonomía más estricta, abordó la cuestión escuchando la voz del fantasma de Brian Jones, fundador de los Rolling Stones, con quien contactó mediante una güija y le aseguró que “aunque actualmente a nadie le importe si los músicos se venden o no, una banda es el epítome de una estética determinada, y las alianzas caprichosas con acontecimientos, personas u organizaciones carcas —o, en otras palabras, entidades pragmáticas, económicamente viables, coherentes y por lo demás ‘socialmente normativas’— contaminarán inevitablemente su aura”. Esa polución es uno de los peajes que han de pagar, en forma de coste reputacional, quienes se atreven a tomar ese camino.

Para Klosterman, se trata de un concepto superado y difícil de entender en el siglo XXI: “En 2010 no era fácil explicarle a una persona joven por qué en algún momento algo así podría haberse considerado problemático; en 2020, ya no era fácil explicar lo que el término expresaba de forma literal”. Según este periodista, considerado uno de los críticos culturales más relevantes en la actualidad en Estados Unidos, la idea de insultar a los demás por venderse era ridícula, incluso mientras estaba ocurriendo activamente: “Era una mentalidad adolescente que ignoraba las realidades de la vida adulta. Castigaba la innovación y la ambición, y estaba tan impregnada de hipocresía que como tesis apenas se sostenía”.

Huele a espíritu adolescente

El acontecimiento definitivo para entender la importancia cultural del concepto de venderse sucedió en enero de 1992, cuando el disco Nevermind de Nirvana desbancó a Dangerous del rey del pop Michael Jackson en el número 1 de la lista de la revista Billboard que certificaba las copias despachadas. Klosterman califica a Nevermind como “el punto de inflexión en el que acaba un estilo de cultura occidental y comienza otro, en gran parte por razones solo vagamente relacionadas con la música”. Era el segundo disco de un grupo de rock desconocido para el gran público, sonaba arisco y salvaje y su lugar en lo más alto de la lista de ventas era una absoluta anomalía en 1992. Klosterman también aporta algunas claves por las que Nevermind se convirtió en el disco punk de mayor éxito comercial de la historia —“en gran parte porque no suena a música punk, aunque lo es”—, pero sobre todo, precisa, porque se trata del “ideal de la versión adaptada a todos los públicos de una ideología contracultural”.


Tras unas semanas de intensa rotación del videoclip de “Smells like teen spirit”, el primer single de Nevermind, en la entonces todopoderosa cadena de televisión musical MTV, el trío liderado por Kurt Cobain se convirtió en objeto de deseo de los medios de comunicación que previamente habían ignorado por completo propuestas como la suya. La imagen desaliñada y las ropas de mercadillo que lucían se transformaron en modelos estéticos para la juventud de medio mundo. El cantante, situado a su pesar como icono generacional, protagonizó entrevistas y portadas de las revistas musicales más influyentes en las que mostraba su absoluto desprecio por la prensa convencional y declaraba su amor por los fanzines, publicaciones sin ánimo de lucro realizadas artesanalmente de modo amateur. El fenómeno de Nirvana se puede interpretar como la victoria de quienes nunca ganan, el asalto a la hegemonía de los excluidos, la consagración de la primavera de los nadie. Pero había un problema, algo que confirmaba que más que un triunfo lo que estaba sucediendo era en realidad una derrota: para llegar a esa posición, Nirvana habían pasado por el aro. Nevermind se publicó en una discográfica multinacional. Se habían vendido. Y eso les provocaba cortocircuitos, especialmente a Cobain.

Nuestro grupo podría ser tu vida

La estruendosa irrupción de Nirvana en la corriente principal de la música pop iluminó parcialmente la red que había posibilitado la existencia del grupo. Un ecosistema de discográficas con presupuesto reducido, lanzamientos de tirada limitada y bandas que cruzaban Estados Unidos esperando que la vieja furgoneta familiar no les dejase en el arcén para poder llegar a tocar en salas de aforo mínimo, centros sociales, pizzerías, casas ocupadas y cualquier espacio que permitiera la entrada a menores de 21 años. Era una infraestructura consolidada y desarrollada al margen de la gran industria musical durante los años 80, apta para satisfacer desahogos juveniles pero no tanto para ofrecer un horizonte de profesionalización: los discos no sonaban en las emisoras de radio, tampoco se podían comprar en las grandes superficies comerciales y los grupos rara vez sabían cuántas copias se habían vendido. Eran dinámicas que se justificaban por cuestiones inmateriales, los principios suponían una especie de valor añadido. Cuando Nevermind estalló, las multinacionales del negocio de la música miraron hacia allí y lanzaron a sus ojeadores y cazatalentos en busca de los siguientes Nirvana, otro grupo al que exprimir en el corto plazo antes de darle la patada si no alcanzaba cifras de venta millonarias.

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Un disco dinamitó en 1984 las convenciones que uniformaban el guardarropa del hardcore. Creado por el trío Hüsker Dü, ‘Zen Arcade’, álbum conceptual y de larga duración, es un grito brutal contra los prejuicios y la cerrazón.

Muchas bandas criadas en ese magma se sentaron con los enviados de las majors, algunas firmaron lo que les ponían por delante, otras se lo pensaron hasta deshojar la margarita y también hubo quien se negó rotundamente a escuchar esas ofertas. “Las grandes discográficas ya habían estado escarbando en el punk cuando surgió, a mediados de los 70, y habían convertido en estrellas inverosímiles a algunos antihéroes del rock ‘n’ roll”, se lee en Vendido (Neo Person, 2023), un ensayo del periodista Dan Ozzi sobre la experiencia de varios grupos que dieron el paso de firmar por una multinacional tras el éxito de Nirvana.

Mis enemigos me resultan muy familiares

El premio mayor se lo llevó el trío de Berkeley Green Day, que con sus dos discos publicados por la compañía independiente Lookout! y unas giras interminables por EE UU y Europa se había situado como el nombre a subrayar de la efervescente escena del Área de la Bahía de San Francisco. El grupo de Billie Joe Armstrong, Mike Dirnt y Tre Cool firmó con Reprise, filial de Warner, y su tercer trabajo, Dookie —una perfecta fusión de accesibilidad pop y nervio punk—, rompió todas las previsiones en 1994. Pero gran parte de las bandas de ese circuito que pasaron por las oficinas de las megacorporaciones se sintieron utilizadas y maltratadas, con contratos abusivos y escaso respeto por sus decisiones artísticas. En la mayoría de los casos tampoco consiguieron mucha más audiencia que la que ya tenían. Lo que sí se llevaron fue el desprecio de quienes hasta entonces les habían seguido y apoyado, con respuestas airadas y encendidas columnas en los fanzines, las únicas publicaciones que les habían hecho caso. Ozzi recuerda en su libro cómo reaccionó la comunidad punk ante los fichajes de sus grupos por multinacionales: “Se autoimpuso un conjunto no oficial de normas y no tenía piedad con quien lo contravenía. Se trazaron unos límites: cualquiera que fichara por una de las Seis Grandes —Sony Music, EMI, MCA/Universal, BMG, PolyGram y Warner Music— estaría pactando con el diablo y se arriesgaba a ser desterrado, condenado al ostracismo o a que se le tachara para siempre de ‘vendido’”.

Tras el fichaje de Green Day por Warner, la sala de conciertos situada en el número 924 de la calle Gilman en Berkeley decidió que allí no volvería a tocar ningún grupo con contrato multinacional. Gilman es un espacio autogestionado llevado por voluntariosos militantes en el que todos los fines de semana se organizaban conciertos de bandas locales de hardcore, metal y ska con entradas muy baratas y en el que no se vendía alcohol. En Gilman los miembros de Green Day asistieron a sus primeros conciertos punk cuando eran chavales, vieron muchos bolos de sus colegas Operation Ivy (quienes posteriormente formarían Rancid), y se estrenaron allí en directo como Green Day en mayo de 1989 tras dejar atrás el nombre Sweet Children. Era su segunda casa, cuando no la primera en muchas ocasiones. Pero ya no podrían volver a entrar: se habían vendido y debían asumir las consecuencias. Años después, Billie Joe Armstrong diría en una entrevista en la revista SPIN que a pesar de tocar ante 20.000 o 30.000 personas nunca había vuelto a sentir lo que sentía cuando tocaba en esa sala para 200. Claro que hubo quien se llevó una respuesta peor: en 1994, varios punkis pegaron una paliza en Gilman al veterano Jello Biafra, líder de los míticos Dead Kennedys, a quien acusaban de “millonario” y “vendido”. Green Day, cerrando el círculo, sí regresaron al escenario del 924 de la calle Gilman. Fue en mayo de 2015 en un concierto a beneficio de la editorial anarquista AK Press cuyos almacenes habían sido pasto de las llamas.

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Dan Ozzi considera que Against Me!, la banda de Laura Jane Grace, fue en 2007 el último grupo punk al que una multinacional puso más de un millón de dólares sobre la mesa para convencerles de pasar al otro lado, y señala que, con el tiempo, el acalorado debate prácticamente desapareció de la escena punk. “Para venderse tiene que haber alguien dispuesto a comprar y, después de 2012, las multinacionales no estaban por la labor de invertir dinero en bandas del género. En lugar de ello, se volcaron en sus artistas más rentables del pop, el hip hop, y la nueva gallina de los huevos de oro, el EDM”, dice en el epílogo de su libro.


“No puedo reprocharle nada al chaval punk medio de 17 años que me llama vendido”, aseguraba Kurt Cobain en una entrevista en abril de 1992 en la revista Rolling Stone, que en ese número llevaba a Nirvana en portada, con Cobain luciendo una camiseta con la frase “las revistas corporativas siguen apestando”. Eran una declaración de principios y un mensaje un tanto extraños para la cubierta de una publicación que seguía a las grandes estrellas del rock encantadas de conocerse. En su controvertido ensayo Rebelarse vende (Taurus, 2005), muy crítico con la relevancia adquirida por la contracultura en los postulados de izquierda, Joseph Heath y Andrew Potter estimaban que Cobain fue incapaz de conciliar su dedicación a la música alternativa con el éxito popular de Nirvana y que fue víctima de una idea “falsa”, la teoría contracultural. Argumentaban que vender millones de discos y ser famoso era algo de lo que Cobain se avergonzaba porque tenía mala conciencia por haberse vendido a las multinacionales, hasta el punto de que el suicidio “debió de parecerle la única manera de salir del impasse”. Cobain, según estos autores, no se planteó la posibilidad de que todo su mundo fuese mentira, es decir, “que no exista la música alternativa, ni el circuito convencional, ni la relación entre música y libertad, ni el concepto de venderse a las multinacionales. Lo único que existe son las personas que hacen música y las personas que oyen música. Y cuando la música que se hace es buena, la gente quiere escucharla”. Es una simplificación un tanto ingenua porque obvia el funcionamiento industrial del mercado, pero también apunta a un asunto clave: en la música lo más importante es la música.

Realismo capitalista

Un poco antes de que Cobain apretase el gatillo, en abril de 1994, es cuando Abel Hernández fecha el cénit del concepto de autenticidad, de no venderse en la cultura, un momento que entiende como punto de ruptura. “Parece claro —observa este músico y profesor— que hemos pasado de una época, pre crisis de 2008, en que existió cierta superioridad cultural de lo que yo más bien llamaría formas y conductas alternativas a lo mainstream, o directamente antimercado, a las actuales promainstream, donde predomina la búsqueda ansiosa de ser incluidos en el sistema”. Es un giro, opina, que simplemente indica el deslizamiento progresivo que se ha dado en el mundo en general en las últimas dos décadas al compás de lo que Mark Fisher denominó realismo capitalista: la creencia instalada de que no hay alternativa al sistema económico, social y mental capitalista.

En contraposición, Hernández recuerda lo que sucedía anteriormente, durante el último cuarto del siglo XX, cuando para quienes se situaban fuera del centro del sistema lo prestigioso eran las dinámicas propias de “Lo Punk”. “Uso mayúsculas porque no hablo de eso llamado ‘el punk’, que para mí es un término muy resbaladizo, incluso musicalmente hablando, sino de algo más general, eso que generó estéticas de resistencia al poder, generalmente vinculadas a sensibilidades políticas más amplias, antimercado y antiburguesas, y con la idea de Do it yourself o jam econo de los Minutemen...”. Añade que eran “mentalidades influenciadas a la vez por el espíritu romántico que vincula el rock posterior a 1960, por un lado, con el folk, lo comunal, lo sencillo que todo el mundo puede hacer, y por otro con el modernismo vanguardista y rupturista, y también con cierta épica de Lo Maldito”. Hernández sostiene que, en la actualidad, lo prestigioso “en todos los ámbitos musicales, incluido el que en otro momento histórico se habría identificado con lo indie, lo alternativo o lo punk, es mayoritariamente hacer dinero, vender: plays, entradas, merchan”. Pero también precisa que esta tendencia no es tan reciente y que podría ser analizada como un “legado del punto aspiracional y las inercias a conquistar el centro desde los márgenes propio de las músicas negras, como el hip hop, y de las músicas de parias en general. Incluso parte de ese llamado indie español de principios de los 2000 buscaba reproducir la evolución que el pop independiente español había tenido en los 80, del nicho a los conciertos masivos financiados por los ayuntamientos”.

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Dice Abel Hernández, El Hijo, que su nuevo disco, Capital desierto, es un acercamiento sin prejuicios a los sonidos dominantes en la música pop actual, aunque demasiado retorcido como para acabar de hilo musical en unos grandes almacenes o en el ascensor de la oficina. El resultado es tan raro como sugerente e instiga preguntas sin ofrecer respuestas. De eso se encarga el autor, y lo hace prescindiendo de filtros.

Abel Hernández conoce de cerca la música que se ha hecho fuera de los grandes éxitos en esas dos etapas que señala. A mediados de los años 90 era el cantante de Migala, un grupo que suscitó firmes adhesiones y odios manifiestos en el pequeño circo de la música subterránea en España, y posteriormente ha desarrollado como El Hijo una carrera en solitario enhebrando la canción de autor con los dictados del pop más actual. También imparte clases de música en la universidad. Desde su posición, analiza la importancia del capital social como marca de prestigio, “impulsado por la ‘nueva’ cultura relacional de redes sociales, apps diversas, donde en la fama musical no parece importar tanto la densidad y duración del eco de una obra o artista como la cantidad de ecos anónimos que se producen: es un capital cuantitativo, numérico, no vinculante, no cualitativo. Petarlo es ganar una montaña de likes y plays efímeros, y no el respeto de fans exquisitos y una larga carrera dedicada al cambio y la evolución. Esto da como resultado a artistas supuestamente muy famosos que apenas tienen dinero para vivir decentemente”. En su opinión, la idea de venderse por firmar con una multinacional es solo una parte, ya que la multinacional está en todo: desde festivales de música propiedad de fondos de inversión a la abundancia de publicidad de marcas que acompañan un concierto, incluso en el garito más pequeño.

La compositora vasca Ainara LeGardon comparte ese diagnóstico y señala que en los últimos 30 años “el capitalismo ha desarrollado fórmulas extremadamente hábiles para someternos sin que seamos conscientes, como público y como personas creadoras”. Así, afirma que la idea peyorativa de “venderse” se ha difuminado y que cada vez quedan menos vías para “poder vivir de nuestro trabajo creativo al margen de la industria”. Para ella, de hecho, la nueva forma de dejarse engullir por el mercantilismo no es “venderse”, sino lo contrario: “comprarse” followers, likes y escuchas. “Se compra todo eso —explica— para llegar a unos números mínimos que te permitan cumplir con los estándares actuales de lo que se considera un/a artista con potencial para poder fichar por un sello, por muy pequeño que sea, para que la distribuidora digital con la que has estado trabajando no rescinda tu contrato unilateralmente por no satisfacer sus estadísticas, y para llegar al mínimo de mil plays por debajo de los que Spotify ni siquiera te va a remunerar”.

LeGardon es un ejemplo de trayectoria al margen, de resistencia. Sufrió varias experiencias desagradables con discográficas y productoras audiovisuales derivadas de la inclusión en 1997 de una de las canciones de Onion, el grupo en el que cantaba, en la banda sonora de Abre los ojos, la película de Alejandro Amenábar. Descubrió entonces que los mecanismos de la industria musical no iban con ella y optó por la autoedición de su obra —hasta la fecha, seis discos y varias piezas sonoras— y el estudio de temas relativos a la propiedad intelectual y los derechos de autoría, de los que hoy es especialista. “No es un camino fácil, pero en mi caso ha sido la manera idónea de poder llevar a cabo el trabajo que he querido hacer, a mi ritmo, sin presiones externas y sin interferencias”, valora. Ella entiende que la audiencia percibe esa coherencia y la aprecia, también desde la primera persona: “Como parte de ese público que soy, me siento ávida de autenticidad. La sinceridad desprende un aroma que se distingue enseguida y, cuando lo encuentras en una propuesta musical, te aporta un tremendo placer”.

De sinceridad y coherencia está cargada la música de Alicia Ramos. Habitual en el cartel de fiestas de centros sociales, asociaciones vecinales, sindicatos, colectivos feministas o radios libres en Madrid, también en salas de aforo reducido, le da a la guitarra con aires de rock americano y en sus temas le canta las cuarenta a Christine Lagarde, a quien sugirió que se muera cuanto antes, o a Iñaki Urdangarin. La posibilidad de que una multinacional se interese por ella le parece impensable, no por su propuesta sino porque entiende que estas empresas están a otras historias desde hace décadas. “Creo que las grandes discográficas no hacen esas cosas, sino que ‘fabrican’ sus propios artistas a través de procesos de los que muchas veces también obtienen beneficio, como concursos, realities, esas cosas. Me parece que creen haberse desvinculado de los procesos creativos de las personas concretas y apuestan por fabricar productos adaptados a las tendencias en las que creen”, resume. Ramos también pronostica que si, por alguna razón, una multinacional llamara a su puerta la gente que la escucha fliparía tanto como ella misma. Sería, anticipa, “tan estridentemente anómalo como para relegar cualquier reacción que no fueran el estupor y la perplejidad a un quinto plano”.

Con apenas tres años de trayectoria y media docena de conciertos, el nombre de Campamento Chippewa empieza a sonar en los mentideros del punk madrileño. Lo suyo bebe de la nueva ola de los años 80 y podría hablarse de cronistas de la otra villa de Madrid, la no oficial, esa ciudad gentrificada en la que ya no queda nada. Aunque, al igual que Alicia Ramos, ven muy remota la posibilidad de que una gran discográfica se interese por ficharles, una de las cosas que tendrían en cuenta a la hora de tomar esa decisión sería no comprometer sus principios políticos, por ejemplo haciendo publicidad para marcas. Reconocen, en cualquier caso, que no es una cuestión sencilla: “Cuando no estás en un proyecto por el dinero, como es nuestro caso, puede resultar más fácil jugar a pasar por ahí y luego si sale mal volverte a tu casa a seguir haciendo las cosas que estabas haciendo antes de que a la industria le diera por fijarse en ti. Es complejo porque la cosa no va solo de la pasta que te van a dar por grabar, tocar y sacar discos”.

Una de las complicaciones es la reacción de la gente que les escucha, si se diera el caso de un salto a multinacional. “Gran parte de nuestro fandom milita en el anticapitalismo así que imaginamos que se lo tomarían mal porque la industria musical no deja de ser un tentáculo del sistema. La cuestión sería cómo meterse ahí y salir airosas pretendiendo ser más listas que ellos, quizá no sea posible ya que estamos hablando de tentáculos muy poderosos con profesionales dedicados a defender los intereses de la discográfica de turno. Seguro que una gran parte de la gente se sentiría decepcionada aun sin conocer los detalles del posible contrato o los debates que nos hubieran llevado a tomar esa decisión”.

A la hora de firmar el contrato, Ainara LeGardon subraya algo importante: los que ofrecen los sellos pequeños no difieren tanto de los de las multinacionales. “A veces no son más que un corta-pega de las mismas condiciones, pero ofrecidas por una empresa que no dispone del músculo de una major”. El primer consejo, recomienda, es no firmar nada que no se entienda. Preguntar, dejarse asesorar por alguien objetivo y entender las consecuencias antes de firmar. “Los contratos deberían poder ser negociables para adaptarse a las necesidades de ambas partes en cada caso concreto. Si no te permiten negociar, desconfía”, sugiere.

Lo real

El escritor asturiano Xandru Fernández razona que “venderse” es un reproche con solera, y lo compara con el uso del término “filisteísmo” en el siglo XIX: los filisteos eran quienes solo tenían en cuenta el dinero y, en el ámbito del arte, los artistas vendidos al mercado. Pero precisa que el auge que cobra ese reproche a partir de la década de 1960 con el florecimiento de la contracultura supera todo lo anterior. Fernández sospecha que las generaciones más jóvenes utilizan menos ese insulto porque “han sido socializadas en otro modelo, en el que precisamente la idea de saber venderse es central, forma parte de la educación formal tanto como de la informal y se condensa en torno a la figura del emprendedor”. Aun así, hay ejemplos actuales de que sigue siendo un concepto vigente. En su libro El trap (Errata Naturae, 2019), el filósofo Ernesto Castro recuerda que cuando Bad Gyal pasó de cantar mayoritariamente en catalán a hacerlo en castellano, muchos de sus seguidores le dijeron que se había vendido al sistema y que solo lo hacía para llegar a más gente. “En resumen —dice Castro—, que Bad Gyal había dejado de ser lingüísticamente real”. En sus páginas explica ese término, “real”, que puede aludir a la entidad o a la autenticidad de un artista urbano. En la primera acepción, según este autor, un artista urbano es real siempre y cuando haya tenido una serie de atributos ontológicos —provenir de clase baja, pasarse la vida en la calle— por mucho que, a lo largo de su carrera musical y a través del éxito comercial, haya perdido algunos de ellos (ganar miles de euros con su música y dejar de ser de clase baja, pasar más tiempo sobre el escenario o en el estudio que en la plaza o en el parque); en la segunda acepción, un artista urbano es real siempre y cuando no pretenda ser algo distinto de lo que es y hable únicamente de sus propias experiencias personales desde un punto de vista estrictamente subjetivo. En este sentido, señala Castro, Bad Gyal sí sería real pues cuando trabajaba en una panadería o en un call center hacía canciones como “Dinero” y cuando da conciertos por todo el mundo hace canciones como “Internationally”.

La aparición de internet y la disolución, en parte, de las fronteras entre lo mainstream y lo underground que ha provocado han jugado un papel determinante en la evolución de la noción de venderse. “Hubo utopías digitales —asegura Xandru Fernández— que se acercaron a internet con la ambición de que esa fuera la herramienta que ‘democratizara’ la cultura. Cultura al alcance de todos, pero también un lugar donde cada uno libremente compartía de manera gratuita sus creaciones... No duró. Al contrario, internet se convirtió en el mayor escaparate del mercado, como si hubiera pocos. Lo underground desapareció de internet, porque en internet todo es mainstream. Quizá en poco tiempo tengamos que hablar de ‘undernet’ para referirnos a las formas culturales que están por debajo de internet, que rechazan la red o son rechazadas por ella. Pero, en todo caso, no se han satisfecho las aspiraciones de aquellas utopías digitales, y tampoco las de los artistas rechazados por el mercado o que rechazan el mercado”.

Fernández, escritor de larga trayectoria que ganó el Premio de la Crítica a la mejor novela en lengua asturiana en 2004 y 2006 con Les ruines y La banda sonora del paraísu, encuentra el origen de los circuitos de expresión subterráneos en el rechazo que genera lo mayoritario en una parte del público. Si se habla de música, previamente hay un público decepcionado con los modelos culturales mainstream que es el que va a esos conciertos alternativos y que con el tiempo empieza a ser visto como target por la industria discográfica. El escritor, que entre 1990 y 2016 publicó novelas únicamente en asturiano, cree que en la literatura no existe nada parecido porque no hay un público lector absolutamente desencantado con el mercado editorial, “que puede publicar mucha basura pero también publica a los clásicos”. También menciona otras diferencias entre ambas industrias, con una pertinente colleja al rol ejercido por la crítica literaria: “La industria editorial es mucho más conservadora que la discográfica porque sabe que controla todas las etapas en la difusión de la obra literaria. Y, sobre todo, controla las instancias legitimadoras, que es lo que se suele llamar crítica literaria pero que cada vez más es un apéndice de la promoción editorial. La música, hasta no hace mucho, generaba espacios críticos independientes que llegaban a condicionar el funcionamiento de la industria discográfica. En cierto modo sigue siendo así, aunque las condiciones ya no sean las mismas de hace veinte años. Pero con la crítica literaria ni sucede ahora ni sucedía hace veinte años”.

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Una encuesta realizada por More in Common señala que una amplia mayoría de la población considera que el país está mal preparado para adaptarse a los fenómenos extremos que trae la crisis climática y debe hacer más esfuerzos al respecto.

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