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Chile
Memoria, justicia y reparación a 50 años del golpe: apuntes desde los feminismos antipunitivistas
A 50 años del golpe de Estado en Chile, nos toca todavía habitar este tiempo histórico en que no sabemos cómo gestionar nuestra tristeza y melancolía, cómo enfrentarnos a esta profunda rabia ante el quiebre sanguinario de la Unidad Popular. Hacemos memoria en estos días en que para algunos sectores las verdades sobre la violencia se vuelven relativas.
Reflexionamos y (re)pensamos en una justicia posible para las 40.175 personas ejecutadas, desaparecidas, torturadas y prisioneras políticas, así como también para aquellas que, por diferentes y diversas razones, no se encuentran en los informes, aquellas que no han podido o querido hablar. De igual modo, consideramos a todas las personas que hemos sufrido la dictadura sin vivirla. Porque cuando decimos que la dictadura ocurrió hace 50 años, debemos tener en cuenta que un 70% de la población chilena no había nacido en 1973, pero ¿alguien podría dudar cuánto hemos sido afectadas por las consecuencias políticas, económicas y afectivas de 17 años de represión? ¿Es posible negar la profundización de dichas consecuencias con la impunidad y los pactos de silencio de la transición? ¿Cómo hacer frente a aquellos discursos que nominalmente condenan las violaciones a los derechos humanos pero inmediatamente se refieren a la necesidad o inevitabilidad del golpe de Estado por la situación del país, atribuyendo con ello, la culpa a las víctimas?
Quienes escribimos esta columna somos de generaciones que clamamos justicia y, a la vez, cuestionamos las maneras de ejercerla. El complejo recorrido de las causas de derechos humanos y las experiencias de otros países de América Latina, como el caso de Argentina, nos hace preguntarnos: ¿qué esperamos al exigir justicia?
Como feministas anti-punitivistas nos hacemos esta pregunta constantemente, también nuestras organizaciones y quienes nos rodean vemos la necesidad de comenzar a tensionar nuestras posiciones respecto a estos procesos: ¿por qué, si tenemos una postura anticarcelaria, consideramos que es importante y justo que los asesinos de Víctor Jara sean detenidos y sentenciados a cumplir condenas hasta el fin de sus días? ¿Por qué sentimos que necesitamos que los responsables de crímenes de lesa humanidad sean excluidos de la vida social? ¿Qué tipo de sanción o castigo querríamos que cumplieran? ¿Es posible algún tipo de reparación para las personas que sufrieron las más cruentas violaciones a sus derechos humanos?
¿Por qué sentimos que necesitamos que los responsables de crímenes de lesa humanidad sean excluidos de la vida social? ¿Qué tipo de sanción o castigo querríamos que cumplieran?
Cuando sentipensamos en estas cuestiones, nos volvemos a los debates y contradicciones inevitables en estas materias. Llegamos al antipunitivismo, más que por certezas sobre cómo reparar la violencia y el daño, con las ganas de desmenuzar las preguntas que nos son incómodas sobre nuestros dolores y la responsabilidad de quienes los han provocado. Ante todo, insistimos en las respuestas complejas para problemas complejos. Buscamos considerar las múltiples aristas que contienen estos casos. Sin embargo, en esto somos enfáticas: no confundimos antipunitivismo con relativismo moral. Aunque complejizamos y nos empeñamos en reconocer los diferentes ángulos de análisis, somos categóricas al decir que hay escenarios evidentemente incomparables.
La dictadura fue una toma del poder del Estado y con ello, su poder punitivo configuró una centralizada maquinaria de persecución política. Los crímenes de lesa humanidad se perpetraron bajo el título de una ‘guerra civil’ en la que la masacre se financia con recursos públicos, y se institucionaliza con el relato de lo inevitable o lo necesario. Pese al avance que ha existido desde los años 90 en materia judicial, todavía hoy existen quienes justifican la función aleccionadora de la dictadura en base a evitar un supuesto ‘mal mayor’: el mito de la dictadura marxista. A contracorriente del reconocimiento de tratados internacionales de derechos humanos en los tribunales, en la esfera pública se instala la discusión sobre la legitimidad de las condenas y la importancia de remitir las penas a quiénes se reconoce como autores de los crímenes: quienes abogaron por el camino del terrorismo estatal.
¿Es legítima la violencia de los pueblos en estos escenarios, entonces? El mismo día que murió Guillermo Tellier, presidente del Partido Comunista chileno y jefe de la lucha armada que encabezó su partido en la década de los 80, se suicidó Héctor Chacón Soto, uno de los condenados por homicidio y secuestro de Víctor Jara. Ese día hubo quienes querían equiparar la violencia ejercida por los asesinos del cantautor al combate antifascista que se plantearon grupos de oposición ante la represión dictatorial. ¿Son acaso comparables o proporcionales ambas decisiones de utilizar la violencia como instrumento político? ¿Es posible asimilar la conducción de una maquinaria estatal de tortura, muerte y desaparición con el derecho a la defensa de quienes están viendo desaparecer, de las formas más brutales, a sus compañeros y compañeras?
Pese al avance que ha existido desde los años 90 en materia judicial, todavía hoy existen quienes justifican la función aleccionadora de la dictadura en base a evitar un supuesto ‘mal mayor: el mito de la dictadura marxista
Cuando hablamos de un feminismo anticarcelario, somos conscientes de la necesidad de reconocer que aquellas personas que han sido protegidas por los aparatos del Estado, con todos los privilegios militares, no pueden ser tampoco equiparables a la población penitenciaria que constituye la mayoría y que hoy están tras las rejas: población precarizada, racializada y empobrecida. Son personas que no han tenido ni siquiera la posibilidad de acceder al derecho a defensa. Personas que han experimentado procesos de deshumanización y falta de ética en cada una de las fases de su proceso penal. Personas que viven en centros penitenciarios en condiciones de hacinamiento, frío y hambre, cuyos derechos humanos hoy son vulnerados por el aparataje estatal. Personas que requieren de forma urgente el reconocimiento de otros modos de justicia.
Esto nos lleva a preguntarnos sobre la (in)justicia de los procesos estatales, y los nudos que se presentan para el movimiento feminista en la activación del discurso penal. Para las feministas de los años ochenta, el cruce de la lucha contra la violencia de la represión dictatorial con la necesidad de erradicar la violencia de género en todas sus expresiones, las llevó a replantear lo que significaba la disputa por la democracia en los marcos tradicionales de la izquierda. “Las feministas no aguantamos ningún golpe” y “democracia en el país, en la casa y en la cama” son consignas que iluminan el acople entre estos modos de experimentación de la violencia. Dicho acople no es una equiparación entre los diversos modos de violencia de género con la violencia político estatal, sino que apunta a reconocer cómo las violaciones a los derechos humanos desde el golpe de Estado irrumpen en cada uno de los tejidos sociales, y van destruyendo toda posibilidad de imaginar una justicia desde las comunidades. Esto sumado a la imposición de un modelo ultra-neoliberal que fomenta el individualismo exacerbado.
Es importante reconocer que entre el punitivismo y antipunitivismo hay una gama grises que debemos considerar, comprender que no son necesariamente excluyentes uno de otro
De esta manera, el miedo ante la impunidad de la violencia político estatal va delineando nuestras formas de entender la violencia, así como las formas de gestionarla y repararla. “Si no hay justicia, hay funa”. La funa, como instrumento político de repudio público y sanción social a infractores de derechos humanos, surge a partir de la sensación de indignación ante su plena inmunidad jurídica. Porque el Estado responde a una matriz patriarcal que nos despoja de herramientas. Esto repercute hasta el día de hoy, y la traslación de la funa continúa existiendo cuando hay violaciones a los derechos humanos, sobre todo en violencias de género. Ante el histórico manto de impunidad, la activación del poder punitivo del Estado, se celebra el aumento de las penas y se pide mayor intervención policial. En esta línea, los feminismos antipunitivistas nos llevan a poner en debate los modos estatales de ejercicio de la justicia, así como también el de las propias comunidades.
Es importante reconocer que entre el punitivismo y antipunitivismo hay una gama grises que debemos considerar, comprender que no son necesariamente excluyentes uno de otro. Los procesos de ejercicio de justicia pueden devenir en caminos diversos, desde uno puede nacer el otro, o viceversa. En principio se puede optar por el punitivismo o denuncia ante tribunales, pero paralelamente se pueden gestar nuevas fórmulas de justicia comunitaria y feminista. Porque al detonar un proceso de justicia comunitaria, se activan discusiones, resoluciones colectivas, reflexiones políticas en torno a elementos que nos afectan mutuamente en el entramado que somos. Así es como la justicia deviene comunitaria, cuando se ejerce en comunidad, donde necesariamente la persona agresora debe estar involucrada en el proceso de reparación. Esto es clave. Si esto no ocurre, la justicia comunitaria se clausura.
Es por ello, que se requiere de la disposición de esta persona de ser parte, de su voluntad de transformación del acto y reparación del daño. Si no se cuenta con esa voluntad, no hay otra forma de lograr una solución más que excluyéndose de la colectividad, porque si no: ¿cómo es posible reparar? ¿Cómo sanar la injusticia, en este caso, provocada por personas que no han querido colaborar, ni aportar datos ni asumir sus graves crímenes humanitarios después de cincuenta años?
“No es suficiente decir que la justicia tarda, pero llega. La justicia que no se ejerce cuando corresponde, ya es injusta”, decía Pierre Dubois, sacerdote francés nacionalizado chileno, quien fue un férreo defensor de los derechos humanos en contra de la cruel dictadura cívico-militar en Chile. Lo recordamos al leer las declaraciones de las hijas de Víctor Jara cuando dicen sentir que es difícil considerar el fallo condenatorio como justicia. Lo mismo plantean las miles de víctimas que, a cincuenta años del trágico día del golpe de Estado, aún no saben el paradero de sus familiares y seres queridos. No obstante, gracias a la lucha por el reconocimiento de los tratados internacionales de derechos humanos, el Poder Judicial ha ido progresivamente dando lugar a procesos penales contra los perpetradores, y los delitos de lesa humanidad están siendo condenados.
“No es suficiente decir que la justicia tarda, pero llega. La justicia que no se ejerce cuando corresponde, ya es injusta”, decía Pierre Dubois, sacerdote francés nacionalizado chileno
A esto se suma el plan nacional de búsqueda de detenidos desaparecidos que lanzó el Gobierno de Gabriel Boric hace días atrás. Complejizamos las causas y consecuencias con el objetivo de denunciar la impunidad, abolir los entramados de poder y exigir reparación y garantías de no repetición. Queremos poner en tensión los conceptos para reconocernos más allá de la condición de víctimas. Como lo han hecho las agrupaciones políticas de familiares de víctimas de la dictadura, que gracias a su pugna y resistencia incansable, se han logrado estos importantes avances. Como ellas, nos posicionamos como sujetas políticas que organizamos nuestra rabia, nuestro dolor, y luchamos por verdad y justicia. Una justicia con memoria y que apueste por la vida.