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Chile
Allende, 50 años después: ¿un conflicto frontal entre Estados y empresas?
“Estamos ante un verdadero conflicto frontal entre las grandes corporaciones transnacionales y los Estados”. El 4 de diciembre de 1972, la asamblea general de Naciones Unidas se ponía en pie para aplaudir durante varios minutos las palabras de Salvador Allende sobre esas “organizaciones globales que no dependen de ningún Estado y que en la suma de sus actividades no responden ni están fiscalizadas por ningún parlamento, por ninguna institución representativa del interés colectivo”. El 11 de septiembre del año siguiente, con el golpe de Estado y el triunfo por la fuerza de los Chicago boys, se imponía —primero en Chile, seguidamente en el resto del mundo— la doctrina del shock. Así daba comienzo el periodo histórico que se ha dado en llamar neoliberalismo.
Chile
A 50 años del golpe Las izquierdas españolas y la “vía chilena al golpe de Estado”
A 50 años del golpe militar que acabó con “la vía chilena al socialismo”, las claves enunciadas por el presidente Allende sobre la creciente influencia global de las grandes empresas, no solo en la economía sino también en la política, la cultura y hasta la administración de justicia, siguen vigentes. Hoy como entonces, frente al poder de las grandes corporaciones y los fondos de inversión transnacionales, ¿qué significado real tienen conceptos como soberanía, desarrollo y democracia? ¿Es posible articular relaciones Estado-empresa que respeten el sistema internacional de los derechos humanos? ¿Se puede transformar el modelo socioeconómico dejando a un lado la confrontación con el capital transnacional?
Empresas
En aquel histórico discurso ante la ONU, Allende citó con nombre y apellidos a las multinacionales que estaban haciendo fortuna en Chile con el saqueo de los recursos naturales: “Dos empresas que integran el núcleo central de las grandes compañías transnacionales que clavaron sus garras en mi país, la International Telegraph & Telephone Company (ITT) y la Kennecott Copper Corporation, se propusieron manejar nuestra vida política”. En 1971, siguiendo la estela de otros países latinoamericanos que igualmente habían decidido promover la inversión pública, la industrialización por sustitución de importaciones y la nacionalización de los sectores estratégicos con el fin de reducir la dependencia económica y comercial de los Estados centrales, el Congreso chileno aprobó la nacionalización de la minería del cobre. En 1973, la estadounidense ITT lideró el comité de empresas —Bank of America, Pfizer y Purina, entre otras compañías, formaron parte del mismo— que contribuyeron al éxito del golpe de Estado.
“Estamos ante un verdadero conflicto frontal entre las grandes corporaciones transnacionales y los Estados”, decía Allende en la ONU un año antes del golpe militar del 11 de septiembre
Desde ese momento, el poder de las grandes empresas no ha dejado de incrementarse. “Nos encontramos frente a fuerzas que operan en la penumbra, sin bandera, con armas poderosas, apostadas en los más variados lugares de influencia”, dejó dicho Allende. Sabemos que ahora las corporaciones transnacionales manejan volúmenes de negocio muy superiores a los presupuestos públicos, reescriben las normativas que protegen su seguridad jurídica, centralizan la producción de noticias, relatos e imaginarios. No es que manejen todos los hilos en la sombra —eso queda para las interpretaciones conspiranoicas del Foro de Davos y el Club Bilderberg—, pero sigue siendo cierto que su intervención en las amplias esferas privatizadas de nuestras vidas no se corresponde con la percepción social de sus posiciones de poder.
En septiembre del año pasado, en la conmemoración del discurso de Allende en Nueva York junto al actual presidente Gabriel Boric, Pedro Sánchez prefirió utilizar otros términos: “Los conflictos entre las macroestructuras económicas y los Estados y los pueblos siguen siendo, como hace medio siglo, un factor de distorsión evidente. Lo aprendimos durante la pandemia y lo sufrimos ahora con la crisis energética. Organizaciones globales ajenas a todo control, siguen condicionando debates y marcando el devenir de mercados que funcionan de forma ineficiente”. Más allá de los malabarismos retóricos para evitar las referencias concretas a las transnacionales, el presidente del gobierno español revisitó a Allende sin hacer suyos ninguno de los elementos impugnatorios del modelo.
Al fin y al cabo, la agenda “progresista” de la Unión Europea pasa por impulsar una nueva ronda de acuerdos neocoloniales para acceder a los recursos esenciales para el desarrollo del capitalismo verde y digital. Además del pretendido acuerdo UE-Mercosur, la intención del gobierno español es que antes de finales de año se firme la renovación del tratado comercial con Chile. Así, con el texto ya acordado y solo pendiente de ratificación, la Unión trata de asegurarse el acceso a materias primas críticas. Valga recordar que el triángulo compuesto por Bolivia, Chile y Argentina alberga dos tercios de las reservas mundiales de litio.
Estados
“La agenda progresista debe mostrar determinación, en un tiempo en que la gente vuelve la mirada hacia el Estado para contener tanta incertidumbre”. Sánchez pronosticó hace un año la vuelta del Estado, que efectivamente se ha producido… para salir al rescate de los grandes capitales. Tras la pandemia y la guerra, lejos de fortalecer las instituciones públicas y transformar el modelo productivo para salvaguardar el interés general por encima de los intereses financieros, la respuesta estatal ha sido inyectar todo tipo de fondos y ayudas a las grandes compañías para que pudieran sostener sus beneficios.
El conflicto frontal entre los Estados y las multinacionales del que hablaba Allende, que hasta la imposición de la hegemonía neoliberal vino a reproducirse en diferentes partes del globo, fue resuelto en favor del capital transnacional con el asalto a La Moneda. Pero el Estado no desapareció para dar paso a un mundo sin reglas. “El Chile de Pinochet y los de Chicago no fue un Estado capitalista con un mercado libre de trabas, sino un Estado corporativista”, ha escrito Naomi Klein: “Una alianza de apoyo mutuo en la que un Estado policial y las grandes empresas unieron fuerzas para lanzar una guerra total contra los trabajadores”.
El conflicto frontal entre los Estados y las multinacionales del que hablaba Allende fue resuelto en favor del capital transnacional con el asalto a La Moneda
No es solo que desde entonces los Estados-nación hayan dejado de enfrentarse a las multinacionales, es que han resultado esenciales para asfaltar la autopista por la que las grandes corporaciones han pilotado su expansión global. Siguiendo a Quinn Slobodian, “el proyecto neoliberal estaba centrado en diseñar instituciones que, en vez de liberar los mercados, los aprisionaran, que vacunaran al capitalismo contra la amenaza de la democracia, que reordenaran el mundo tras el fin del imperialismo como un espacio de Estados rivales en el que las fronteras juegan un papel necesario”. Vaya, que no puede analizarse la actual posición de dominio de las empresas transnacionales en todos los sectores estratégicos sin atender a la evolución del rol del Estado.
Ahora, ni está ni se espera un conflicto entre los Estados y las grandes corporaciones por la soberanía, porque se ha perfeccionado una suerte de Estado-empresa que resulta funcional para los intereses de los mayores propietarios. Los Estados de origen han construido la pista de despegue para que se produzca la internacionalización de las empresas con sede en su territorio. Los Estados de destino han pavimentado la pista de aterrizaje para acelerar la llegada de inversiones extranjeras a través de la liberalización comercial y las privatizaciones de las compañías estatales. Y las instituciones económico-financieras internacionales han engrasado todo ese proceso con sus planes de ajuste, tratados comerciales y préstamos condicionados.
La soberanía, el derecho de un país a decidir qué hacer con sus recursos naturales y su política económica, hace tiempo que no reside en los parlamentos nacionales. Si la dependencia centro-periferia y la inserción en las cadenas globales de valor ya eran decisivas en 1973, hoy resultan prácticamente imposibles de romper sin la conformación de alianzas regionales y bloques de poder alternativos. Lo vemos con el capitalismo verde militar, de Ucrania a Níger, buscando garantizar el suministro de energía y materiales por encima de cualquier otra consideración sobre la democracia. Y los derechos humanos, 75 años después de la proclamación de la declaración universal, aparecen poco menos que como una pieza de museo.
Derecho
El paso del tiempo, con el consiguiente volteo de la correlación de fuerzas, se hace patente al releer otro pasaje de Allende en la ONU: “La comunidad mundial, organizada bajo los principios de las Naciones Unidas, no acepta una interpretación del derecho internacional subordinada a los intereses del capitalismo”. Los últimos cincuenta años, justo al contrario, demuestran que la evolución del capitalismo global se ha cimentado sobre la arquitectura jurídica de la impunidad. Parafraseando a Allende en sentido inverso, apenas existen espacios para interpretar el derecho internacional de tal forma que puedan contravenirse los dictados de los poderes financieros. La historia del neoliberalismo, muy distante del mito del “libre mercado”, se explica a través de la conformación de una constitución económica global: una lex mercatoria compuesta por miles de normas hechas a medida del capital transnacional, con la que se blindan los contratos y negocios de las grandes compañías.
Las presiones e imposiciones de los Estados centrales y los lobbies empresariales terminaron sepultando todas aquellas propuestas para subvertir las relaciones capitalistas de dependencia entre los países
Van a cumplirse cincuenta años de la creación en Naciones Unidas de la Comisión y el Centro de Empresas Transnacionales, que nacieron en 1974 —como consecuencia del trabajo del gobierno de Allende y del movimiento de países no alineados— para sentar las bases de una normativa internacional que regulara de manera vinculante las operaciones de las multinacionales. Eran tiempos en los que se hablaba de la construcción de un “nuevo orden económico internacional”: aquel mismo año, la ONU estableció como uno de sus principios fundamentales “la reglamentación y supervisión de las actividades de las empresas transnacionales mediante la adopción de medidas en beneficio de la economía nacional de los países donde esas empresas realizan sus actividades, sobre la base de la plena soberanía de esos países”.
Las presiones e imposiciones de los Estados centrales y los lobbies empresariales, a lo largo de los años ochenta y noventa, terminaron sepultando todas aquellas propuestas para subvertir las relaciones capitalistas de dependencia entre los países. La discusión sobre cómo regular los impactos socioambientales de las actividades empresariales de carácter transnacional se dejó en un cajón y fue reemplazada por la “responsabilidad social”. La exigencia de normas vinculantes para frenar las violaciones de derechos humanos se sustituyó por la firma de códigos de conducta y reglamentos voluntarios. Y cuando en 2014, con el liderazgo de Ecuador y el apoyo de otros países periféricos, volvió a salir adelante el acuerdo para establecer un tratado internacional que obligase a las grandes corporaciones a responder por sus abusos, se apretó por tierra, mar y aire —con la diligencia debida como bandera— para taponar esa posibilidad.
“La nacionalización del cobre se ha hecho observando escrupulosamente el ordenamiento jurídico interno y con respeto a las normas del derecho internacional”, argumentó Allende, “el cual no tiene por qué ser identificado con los intereses de las grandes empresas capitalistas”. No tendría por qué haber sido de este modo, como certifican todas las constituciones nacionales —la española, sin ir más lejos, en su artículo 128— que recogen la posibilidad de intervenir los sectores estratégicos cuando sea necesario, pero de facto ha sido así. Aunque los debates en el ámbito institucional suelen centrarse en la discusión sobre leyes y normas, el caso es que en estas disputas jurídicas, al final, todo se resume en una cuestión de voluntad política.
Confrontación
Decía Pedro Sánchez hace un año, recordando a Allende, que “la acción climática sólo será eficaz si gobierno, empresas y ciudadanía alinean sus esfuerzos de forma coordinada y honesta”. Y una vez más, volvía a insistir en el mantra de la autorregulación empresarial: “Corresponde a las grandes multinacionales liderar desde el ejemplo, como están haciendo ya algunas abriendo camino desde el compromiso con la sociedad”. Pero las promesas del capitalismo inclusivo, con el declarado propósito de enmienda de la triangulación Estado-empresa-sociedad, no puede ocultar las costuras de un modelo de dominación sostenido sobre bases extractivistas, coloniales, racistas y patriarcales.
Recuperar la memoria del presidente Allende, de aquellas grandes alamedas que se cerraron de golpe, no pasa por confiar en la buena voluntad de los propietarios de grandes fortunas
Recuperar la memoria del presidente Allende, del gobierno de la Unidad Popular, de aquellas grandes alamedas que se cerraron de golpe y tendrán que reabrirse de nuevo para dar paso a otras formas de organizar la economía y la sociedad, no pasa por confiar en la buena voluntad de los propietarios de grandes fortunas. Se trata, más bien, de rearticular espacios globales, nacionales y locales donde confrontar la hegemonía de las élites político-empresariales, donde las mayorías sociales que sostuvieron a Salvador Allende se transformen en nuevas formas de organización y de resistencia popular. La defensa de los derechos colectivos requiere refundar el sistema internacional de protección de los derechos humanos. Y mientras tanto, utilizar todas las grietas normativas que los actuales ordenamientos jurídicos permiten, al tiempo que se formulan propuestas alternativas para el control del poder corporativo.
El conflicto central de nuestro tiempo ya no se da entre los Estados y las grandes corporaciones, que han demostrado ir de la mano a lo largo del último medio siglo y ahora redoblan la ofensiva capitalista por traspasar las penúltimas fronteras en busca de nichos de rentabilidad. El balance de la expansión global del poder corporativo deja un largo reguero de desastres ecológicos, desplazamientos forzados, destrucción de territorios y múltiples violaciones de los derechos humanos, y los Estados no pueden ser el único principio y fin del derecho internacional. Los pueblos, las comunidades y los movimientos sociales han de convertirse en sujetos, no meros objetos de derecho, reconstruyendo formas de acción colectiva que trasciendan la visión clásica del Estado. El marco internacional de derechos humanos, adoptado al terminar la segunda guerra mundial y hoy en curso de liquidación, requiere una completa reconfiguración desde abajo.