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Análisis
Pensar juntas las violencias para poder seguir hablando
Se acerca el 25N y, como cada año, llega el momento en el que las violencias machistas se sitúan en el centro del debate público. Pero esta vez tenemos la sensación de llevar varias semanas en una conversación continua sobre el asunto. En este tiempo, aparentemente no se ha parado de hablar de un tipo de violencias, las violencias sexuales. Y sin embargo, nos preguntamos: ¿es así? Pese a la proliferación de textos y conversaciones que se ha desencadenado tras el “caso Errejón”, a veces sentimos que, en realidad, la violencia que sufrimos las mujeres ha salido del foco, y el modo de evitarla y repararla, también.
A unos días de salir a gritar que “juntas el miedo cambia de bando”, escribimos este artículo, en conversación con tantos otros que venimos leyendo estos días, desde el empeño por volver a poner la atención donde consideramos que es necesario ponerla: en las violencias que sufrimos, en su marco estructural y en la normalización del silencio colectivo y de la impunidad de quienes las cometen. Lo hacemos ahora que sabemos que pronto, en las calles, nos sentiremos arropadas y fuertes: cuando nos manifestamos juntas contra las violencias, cuando tomamos las calles y exigimos cambios en la sociedad y en las políticas públicas, ahí estamos poniendo el foco en lo importante, nos cuidamos, hacemos, reparamos, nos acuerpamos.
Un logro indiscutible de los feminismos, extendido de manera especialmente amplia en los últimos años, es la manera en la que hemos sido capaces de abrir conversaciones en las que hemos aprendido a llamar a las cosas por su nombre, desnormalizando poco a poco actitudes de abuso y de violencia enormemente arraigadas en todos los entornos, construyendo una genealogía de pensamiento, de descubrimiento y desvelamiento colectivo. Es así como hemos ido aprendiendo a entender las lógicas de la violencia, y cómo esa pregunta de “por qué nos quedamos” en relaciones o situaciones que nos violentan tiene una profundidad mucho más compleja de lo que parece.
Los testimonios y las denuncias que se han dado últimamente no son sino una constatación muy visible de lo que este problema tiene de estructural y sistémico. Por eso, centrar la conversación en un caso concreto, nos aleja del corazón del problema
Desde ese recorrido y esa conciencia, resulta evidente que los testimonios y las denuncias que se han dado últimamente no son sino una constatación muy visible de lo que este problema tiene de estructural y sistémico. Por eso, centrar la conversación en un caso concreto, y más si es tan mediático como el que nos ha ocupado últimamente, nos aleja del corazón del problema. Generar un monstruo, centrar el discurso en lo inesperado, perverso o particularmente incoherente de un hombre en concreto es una retórica que también hemos desentrañado desde hace mucho y que no es útil. Convertir ahora a Íñigo Errejón en un chivo expiatorio, es fijar la atención en la punta de un iceberg, ignorando lo que hay debajo.
Consideramos que es clave ver la parte estructural de estas dinámicas, las relaciones sistémicas y de poder de las que emergen, por qué pueden producirse y resultar impunes, y que hablemos de todos los casos; de todas las agresiones, del acoso, del maltrato o la intimidación que sea necesario. Porque es desde ese contexto estructural, vertebrado por lógicas heteropatriarcales, desde el que se puede entender todo: la dificultad de las mujeres para hablar, el silencio sostenido de los entornos, la aparente sorpresa cuando los casos salen a la luz, el por qué muchas de las que hablan acaban siendo castigadas o cuestionadas por hacerlo, más aún cuando lo hacen desde posiciones marcadas por otras opresiones, como nos recuerdan con el caso de la denuncia a El Cigala.
No nos parece útil, y sí algo irresponsable, poner en el centro palabras como linchamiento. Además de la importancia del rigor y la mirada de fondo a la hora de usar estos términos, nos resulta problemático porque implica un cuestionamiento hacia las denunciantes
Lo que tampoco nos parece útil, y sí algo irresponsable, es poner en el centro palabras como linchamiento. Además de la importancia del rigor y la mirada de fondo a la hora de usar estos términos, nos resulta problemático porque implica un cuestionamiento hacia las denunciantes. La prioridad tiene que ser cuidar a las que ya han contado su historia, más aún en el marco de un sensacionalismo mediático llevado al extremo. Y, además, procurar que las que están reflexionando sobre sus propias vivencias, sobre si hablar o no, sobre si denunciar o no, puedan hacerlo con una amplitud y libertad que ese tipo de cuestionamiento no propicia en absoluto. Cuando unas cuentan su historia, cuando casos como estos aparecen, se abre un espacio para hablar que nos parece importante cuidar. Desde los feminismos se habla, se denuncia y se problematizan conductas, se apoya y se acompaña, pero no se está linchando a nadie.
Esto no quiere decir que no haya que hacerse algunas preguntas sobre los canales que están proliferando como cauce de estos testimonios y las formas de hacer que llevan consigo. Es necesario que las vías por las que se canalicen puedan ofrecer garantías, o corremos el riesgo de que acaben por volvérsenos en contra. También debemos pensar con matices, discernir que hay diferentes niveles y gradaciones en la violencia, y recordar —también en el debate público— que incluso cosas que no son punibles, ni tienen que serlo, pueden ser socialmente reprochables.
No es que se nos “haya ido de las manos” y “estemos señalando cualquier tontería”; parece que lo que estamos presenciando es el lento destaparse de algo que siempre ha permanecido oculto de cara al debate público, pero vivo en la piel y la vida de muchas mujeres
Por tanto, no es que se nos “haya ido de las manos” y “estemos señalando cualquier tontería”, como a veces se nos acusa en esos debates mediáticos y movidos por la urgencia, que no son el mejor terreno para hilar fino. Tenemos muy claro que no es lo mismo una agresión que una “relación de mierda”, pero más claro todavía que la línea entre lo que es violencia y lo que no va cambiando en función de cómo lo entendemos socialmente. Afortunadamente, los feminismos nos han enseñado a entender que lo que teníamos normalizado como “relaciones de mierda” eran, muchas veces, relaciones de violencia.
Somos especialmente conscientes de que muchas de las agresiones más graves, continuadas y con mayores consecuencias para la vida de las mujeres siguen estando mayoritariamente silenciadas. De hecho, si atendemos a la última macroencuesta sobre violencia, la infradenuncia en casos de violencia de género, o de violencia sexual fuera de la pareja, pone de relieve que el problema no es precisamente cuánto se recurre a la denuncia. Más bien, parece que lo que estamos presenciando es el lento destaparse de algo que siempre ha permanecido oculto de cara al debate público, pero vivo en la piel y la vida de muchas mujeres. Queda muchísimo por poner sobre la mesa, y si esta situación tiene una virtud, debe ser la de contribuir a que sigamos haciéndolo, a que podamos hablar.
En este mismo sentido, poner el foco en la denuncia, fomentarla como única solución válida, también nos parece arriesgado. Sabemos cuáles son las razones por las que las mujeres no denuncian: desde el miedo a no ser creídas hasta las condiciones de precariedad económica (donde el acceso a la vivienda juega un papel más que importante), a las relaciones de poder en espacios laborales o universitarios, pasando por las distintas situaciones administrativas que exponen a una mayor vulnerabilidad a las mujeres migrantes, o la desconfianza en un sistema poblado de estereotipos de género. Nada de eso está más resuelto hoy que hace unos meses. Y nos gustaría que el debate social hubiese avanzado y profundizado en estos términos.
Por otro lado, es importante también garantizar que, si las agresiones que han sido denunciadas no terminan en una condena, esto no se vuelva en contra de las mujeres que los han denunciado. Es importante hablar de las violencias que sufrimos más allá de lo que el sistema penal vaya a decir de ellas. Y, en ese sentido, tenemos que pensar también en el fin por el que tiene sentido hablar de las violencias que sufrimos. Nombrarlas y compartir las experiencias vividas, es importante en sí mismo. Pero es necesario algo más: justicia, reparación y garantía de no repetición. Eso no se consigue con el ostracismo de nadie, porque desde la posición de “monstruo” no hay espacio para responsabilizarse de nada; pero tampoco desde un uso vacío de la palabra antipunitivismo que nos exima de la responsabilidad de pensarla en profundidad. Nos encantaría pensar que todos aquellos hombres que nos preguntaban insistentemente durante las huelgas feministas que qué tenían que hacer ellos están ahora mismo reuniéndose y pensando esto precisamente: si se sienten interpelados y cómo, formas de prevenir que sucedan estas cosas, de hacerse cargo cuando pasa, de reparar, de garantizar la no repetición.
También nos parece importante señalar el peligro de una deriva moralista en las conversaciones o en la forma en que mediáticamente se les da altavoz. Lo que está en cuestión no pueden ser las prácticas sexuales concretas, sino la falta de consentimiento, que es lo que debería ser central en todo esto. Desde la comunidad BDSMK lo explican a la perfección, poniendo de manifiesto otro problema del que es necesario hablar: cómo ciertos discursos sobre la libertad sexual son cooptados por hombres “de izquierdas” como una nueva herramienta de manipulación y de abuso de poder. Formas de manipulación y abuso que van cambiando generacionalmente, y comprender su especificidad es siempre un proceso inacabado del que seguir aprendiendo.
La conclusión es una y otra vez lo mismo: lo fundamental es que las mujeres y las disidencias sigamos hablando. No podemos permitirnos que este debate se cierre con un silencio voluntario, sea por miedo a que se haga sensacionalismo de nuestros relatos, o por miedo a que no se nos crea, acompañe y apoye. Seguir hablando nunca es ir demasiado lejos.
Hablar no puede ser una exigencia que se nos imponga desde fuera; pero acoger la necesidad de hablar, y de enfrentar lo que ocurre después de hablar, sí que tiene que ser una responsabilidad para los feminismos
Si no nos entusiasman la vías de canalización de estos testimonios: ¿qué podemos ofrecer desde las distintas organizaciones y movimientos sociales? Necesitamos construir, condiciones y formatos que puedan albergar esa escucha necesaria. Lo llevamos años haciendo desde los feminismos, pero es un trabajo siempre incompleto, en el que tenemos que hacernos aún muchas preguntas. ¿Qué condiciones se tienen que dar para que quienes han sufrido maltrato o agresiones hablen? ¿Cuáles serían las herramientas que necesitamos colectivamente para escuchar lo que nos tengan que contar? ¿Cómo podemos gestionar acusaciones cuando nos pilla de cerca el acusado, lo queremos o nos cae simpático y se nos complica lo afectivo? ¿Cuáles son las formas reales de abordar todo lo que está ocurriendo?
Las mujeres hablamos, por supuesto que hablamos, hablamos todo el rato. Hablamos desde la vida, hablamos de nuestros casos concretos, tenemos —desgraciadamente— cientos de ejemplos entre las manos. Vivimos muchas cosas que nos dañan: algunas pueden ser delitos y otras no; a veces estamos en el momento adecuado de contarlas o denunciarlas, y otras veces no. Hablar no puede ser una exigencia que se nos imponga desde fuera; pero acoger la necesidad de hablar, y de enfrentar lo que ocurre después de hablar, sí que tiene que ser una responsabilidad para los feminismos, para cada espacio feminista, y debería serlo también para cada espacio que se considere emancipador. Ojalá todas las mujeres que se están sintiendo removidas por lo que se está poniendo sobre la mesa en estas semanas tengan, tengamos, la posibilidad de hablarlo con otras en entornos amables. Porque eso es una victoria más del feminismo, y esas conversaciones nos hacen más libres y más livianas, nos hacen crecer y construyen un poco ese otro mundo por el que vale la pena luchar. Ahora que se acerca el 25N de un año con tantas conversaciones abiertas, no perdamos la oportunidad para gritar lo que hablamos y lo que no, hasta que el silencio sea porque no tenemos nada más que contar.