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Trabajo sexual
El precio del poder
La palabra “puta” no forma parte de su vocabulario. Hablamos con Nerea y Anabel, dos mujeres que ejercen la prostitución.
Es la hora del café en un bar de barrio a las afueras de Iruñea. En el local solo hay hombres de edades diversas, aunque predominan los mayores. Pantalones vaqueros, camisas de cuadros, zapatillas de deporte. Toman carajillos, patxaran y coñac, pero parece que no vienen solo a echar un pote. Al fondo del establecimiento, una mujer juega en la máquina tragaperras con un chico, mientras otra termina de comer. El reloj marca las cuatro, Anabel deja su plato en la barra, Nerea se despide de su acompañante y suben juntas al comedor del piso superior. Resulta difícil nombrar su oficio, pero Anabel lo define rápido —“eh, bueno... puta”—, aunque Nerea prefiere los eufemismos: “la prepago, la jodiendo prepago”. Estas categorías, sin embargo, son bromas privadas, porque ellas nunca se han sentido “prostitutas”, ni se han identificado con esos conceptos: “Nosotras ofrecemos servicios que necesitan algunos hombres”. La palabra ‘puta’ tampoco forma parte de su vocabulario. Es el insulto más cargado de hipocresía, más lleno de connotaciones negativas. Para ellas, este oficio es una opción de vida y ofrece dinero rápido... aunque nada fácil. Una salida dentro de un abanico de posibilidades reducido, especialmente para Anabel, que como migrante asegura que “en ningún sitio encuentras empleo, pero vas a un puticlub y siempre hay plazas”. Nerea, gasteiztarra, y Anabel, venezolana, llevan más de diez años en Iruñea. Tras recorrer Alemania, Reino Unido o Italia por trabajo, aseguran que es un buen lugar para vivir. Sobre todo para la primera, que tiene una hija de ocho meses.
Abordar el trabajo sexual es adentrarse en un debate histórico dentro de los feminismos. Tanto que, incluso, la elección del modo con que se nombra supone tomar partido.
Profesionales del sexo
Los años les han hecho vivir todo tipo de experiencias. Han aprendido cómo la seducción y su trabajo están íntimamente ligados con la mentira. Por parte de los clientes, para conseguir lo que quieren y, por parte de ellas, para satisfacerlos mediante trucos. Usuarios que se hacen pasar por cineastas porno, policías que exigen una reducción de precio... Anabel ha visto de todo y tiene clara su respuesta: ”Ya puedes ser el presidente del Gobierno, que si no me das los cuartos no vas a tocar nada”.
Respecto a la clientela, el perfil es muy variado. Casi siempre basta con mirarles para saber a quiénes tienen delante. “No porque sea médico va a ser muy decente, porque luego puede tener unas cosas en la cabeza que echan para atrás. En Pamplona hay algunos hombres que asustan: la gente no sabe lo que realmente tiene en casa”. Unos quieren cariño, y otros cumplir fantasías o deseos reprimidos. “Un marido respetable que quiere que le meta un consolador de 25 centímetros por el culo no se lo va a pedir a su mujer. ¿Qué va a pensar?, ¿que es gay?”, explica Nerea.
Sado y relaciones de poder
El BDSM (bondage y sadomasoquismo) ha comenzado a darse a conocer en espacios alternativos y politizados como una herramienta performativa y de subversión del poder. Para las trabajadoras sexuales, sin embargo, estas prácticas se entremezclan con solicitudes de rituales fetichistas, incluso fuera de las “mazmorras” (habitaciones preparadas). “Cuando trabajaba en el club, había un cliente que me pedía que le vomitase”, cuenta Anabel.
Nerea ha trabajado durante años especializándose en sado, tanto de dómina como de sumisa. Para ella, dominar es más difícil ya que supone un esfuerzo psicológico duro, sangre fría, y una gran capacidad interpretativa. “Les ves sangrar y quieren que les des más fuerte. Tienes que estar preparada”, afirma.
Dado que las fantasías son variadas dentro del sadomasoquismo, es muy importante acordar explícitamente —con el cliente— lo que va a ocurrir en cada sesión, sobre todo cuando se trabaja como sumisa. En muchas ocasiones, el sado se aleja de lo que entendemos como sexualidad, y el papel de esclava tampoco se presenta como algo fácil. “El hombre puede pegarte, escupirte, llamarte ‘zorra’, ‘puta’... es una humillación”, lamentan. Nerea sitúa estas experiencias en la necesidad del hombre de demostrar una relación de poder explícita. “Cuando terminas la sesión, hablas con el cliente y te dice que tiene un trabajo muy frustrante y que necesita sacar la tensión acumulada de alguna manera”.
¿Lo personal es político?
El oficio les ha dado muchos conocimientos del mundo íntimo. Conocen posturas imposibles (el avión, el 70, el 80, el helicóptero, etc) y se saben el Kamasutra de memoria. Pero, sobre todo, les ha impulsado a cambiar su orientación sexual. “Te acuestas con tantos hombres a diario que... ¿qué voy hacer con otro en casa?”, comenta Anabel.
Muchas se niegan a practicar sexo lésbico por dinero, para separar la intimidad de lo laboral y porque las peticiones suelen venir de hombres. Eso sí, Nerea aprovecha algunas de las fantasías aunque rechaza por completo otras: “Yo lo de cagarme y mearme con una pareja... ¡no! Otra cosa es que me ponga un arnés. ¡Tengo un maletín en casa con todo!”.
Tienen un amplio círculo de compañeras del oficio con quienes intercambian preocupaciones. Sin embargo, de cara al público, prevalece la ocultación, y esa parte de su identidad suele desaparecer en otros espacios. Para Nerea esta es la parte más dura: “Estoy cansada de vivir mentiras, ya estoy en un momento en el que me da igual”.
Mientras que para Anabel es necesario guardar las apariencias, para Nerea es importante reivindicar su condición. Cree que, si se diese esa ruptura, sería más fácil que se conociesen mejor entre ellas y que se ayudaran. “Cuando vas al Centro de la Mujer y te encuentras con otras, hacen como que no va con ellas, pero todas sabemos lo que hay. Qué me importa que me vean esta y la otra... ¡si estamos todas ahí!”.
Mirando el futuro
Aunque no se les haya borrado la sonrisa, están cansadas de su oficio. Anabel aprovechó los cursos del INEM para formarse y buscar otros trabajos. Durante un tiempo le fue bien, estuvo dos años como asistente interna de personas mayores, pero las durísimas condiciones y el aislamiento social le hicieron abandonar. “200 por aquí, 50 por allá... Mira, al final, haces cuentas y vuelves”, cuenta Anabel, que asegura que es muy difícil salir totalmente del oficio porque te acostumbras a vivir sin jefes, sin horarios y con dinero en el bolsillo.
Por su parte, Nerea ha reducido la carga de trabajo, pero sigue en activo. Aunque le concediesen la renta garantizada, le resultaría muy difícil cambiar de oficio al 100%. Ha hecho números, y con 800 euros no cubre las necesidades de su hija, la compra de un piso de protección oficial y la ayuda que pasa a su madre, así que afirma que “si viene un cliente conocido, te dices: ‘venga, adelante, que éste es fácil’”.
Las dos ven difícil su jubilación porque no han cotizado. A Nerea le preocupa el futuro de su hija y, pese a estar comprándose una casa, se pregunta: “¿De qué voy a vivir? No tengo pensión y lo de casarme con alguien no creo que funcionara”. Se planteó darse de alta como autónoma (en otra categoría profesional) y pagar su seguridad social, pero suponía un gasto excesivo para sus ingresos y mucho papeleo.
Hace rato que se ha acabado el café y desde abajo un cliente reclama la presencia de Nerea. Demanda su ayuda para “tomar las pastillas de la tarde”. Antes de bajar, Anabel dice que ha dejado de soñar y aconseja a su compañera que, como ella, viva el día a día. “Hay que vivirlo, porque es lo único que existe”.