Testigo accidental
Calima

Hay que ofrecer la herramienta de la lectura, no como la panacea, sino como un clavo ardiendo para poder evadirse, y comprenderse, y narrarse, y también defenderse.
Playa atardecer mar
Atardecer en la playa de San Miguel de Cabo de Gata, Almería. Álvaro Minguito
Paula Llaves
23 ago 2023 06:00

—No salgas, que hay calima.

Almería. Julio. 40°. 15:35. 1989. El Tour de Francia. Mi padre y mis tíos hipnotizados frente a un televisor minúsculo, como si mirando pudieran empujar a Perico Delgado. Mi madre fregando. Mi tía haciendo café. Mi abuela en su silla, colocada en la esquina de la corriente, como una gata vieja que conoce por dónde pasa el viento. Y yo aburridísima, con el cuerpo blanco del salitre, aún en bañador, ardiendo de calor y tedio, ansiosa como un animal que espera que le abran la puerta de la jaula para volver a la playa. Mi tío Gabriel, que fue marinero: “No se puede salir. Hay calima”. Y yo: “Abuela, ¿qué pasa con la calima?”. Y ella: “Que te quema la piel y te seca los ojos”.

Te quema la piel y te seca los ojos. Yo, asomándome al balcón, la calle, desierta. Nadie. Nada. Solo una luz afilada que rebotaba en las paredes blancas y acuchillaba las pupilas. Y nadie. Ni una persona; ni un animal, ni una sombra. Algún algarrobo, alguna higuera soportando estoicamente el cielo a plomo sobre sus hojas verdes. Hay calima. Y tú no la ves pero te quema la piel y te seca los ojos. Un velo anaranjado, amarillento, azufrino, que empañaba los objetos. Calima. Que no me dejaba salir. Calima era mi demonio del mediodía. Y entonces recorrer, vencida, los lomos de los libros de la estantería del fondo. Alguna colección de enciclopedias y libros de adultos, manoseados, prestados, descuadernados. Y coger uno, buscar en el frescor del terrazo un poco de clemencia, y así debieron de pasar años de los que recuerdo el poso tenue de varias historias y el tajo diagonal del sol que se reflejaba en la pared del patio de luces. El papel era (es, lo sigue siendo) escapada y refugio.

La exclusión social tiene muchas formas de violencia. No poder leer es una de ellas, de la que nunca se habla: sentir a merced de la parrilla televisiva, el algoritmo o la vida…

Dice el INE que en España hay aún medio millón de personas analfabetas, pero se refiere, claro, a personas no alfabetizadas, que desconocen la forma de las letras, su equivalencia fonética. Hay más, lo sé porque trabajo con muchas de ellas, que sí, pueden escribir su nombre, rellenar un formulario, pero no leen de corrido. La exclusión social tiene muchas formas de violencia. No poder leer es una de ellas, de la que nunca se habla: sentir a merced de la parrilla televisiva, el algoritmo o la vida… Este año, además, se ha revelado que el alumnado de primaria ha descendido significativamente en la capacidad de comprensión lectora. El resultado de la encuesta no es homogéneo porque Dios siempre castiga dos veces. La infancia más pobre lee peor.

Esto no es una preocupación clasista. Sé de antemano que quien nace abajo solo llega a la cumbre como sherpa, que el fascismo no se cura leyendo y que el conocimiento no implica reconocimiento. Pero cuando la vida muerde o nos atrapa, y no puedes salir del luto, o de la angustia, o del pensamiento recurrente de la culpa, de la búsqueda insidiosa del error, de cuál fue la mala decisión, cuándo se torció todo, y nuestra cabeza se hace buitre circulante que sobrevuela nuestra propia carroña... No salva, pero ayuda pensar con palabras ajenas y conocer otras emociones, otros tiempos, otras vidas y otras guerras. Hay que ofrecer la herramienta de la lectura, no como la panacea, sino como un clavo ardiendo para poder evadirse, y comprenderse, y narrarse, y también defenderse. Leer para sobrevivir a la propia existencia, para que puedan burlar el verano, las tardes mirando al techo y a los demonios del mediodía.

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