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Testigo accidental
El sueño del androide produce monstruos
Blanco y negro. Es una brizna de hierba inclinada por el viento. Crece sobre la arena de una playa, es decir, sobre la nada. Suelo pobre, tierra yerma. Cal y sal. Aguanta su existencia de pura insistencia, sabe Dios por qué. La yerbita de la foto, anclada a la belleza de un paisaje de cuya alegría nunca podrá ser partícipe, condenada para siempre a lo que Spinoza llamaba las pasiones tristes. Claro está, todo esto es literatura… Aun así, la plantita fotografiada se me hace una metáfora del propio fotógrafo. El fotógrafo, por definición, es autor pero no actor.
El ojo que busca el plano es el primer espectador. Va a las guerras sin ser soldado y a las revueltas sin amotinarse, nunca sopla las velas, no juega con el resto del equipo, no se casa. Observa y construye, de manera subjetiva, el testimonio del ser. Susan Sontag, tan platónica ella, le atribuye cierta perfidia a esta subjetividad, a esta capacidad de encuadre, de foco y, por tanto, de testimonio manipulado de la realidad. Sontag habla de la foto profesional, documental, artística. Desde otro lugar, Roland Barthes escribe La cámara lúcida. Para él, la subjetividad no se presenta como una mentira parcial sino como una realidad total. La única posible, la del único sujeto. La del que, presente pero excluido, es consciente de que todo será certeza de pasado desde el mismo momento en el que se fije la imagen. La fotografía de Barthes nace como el ejercicio emocional de anticipar la melancolía, como un ritual funerario a priori. La fotografía de Barthes es un certificado de presencia. Dice: esto ha sido.
A lo mejor un pie de foto aclara que esa escena nunca ocurrió, sin embargo una imagen a todo color vale más que mil palabras y sin duda alguna más que seis, especialmente en una época en la que tenemos poco tiempo para leer y muchos estímulos a los que atender
Pero ahora la red y los periódicos empiezan a llenarse de fotos sin fotógrafo y sin instante. No es realmente una fotografía, claro. Lo parece, pero solo es una imagen de factura realista. No es hija del tiempo, la presencia y la luz, sino del programa informático de una empresa de Inteligencia Artificial (IA). A lo mejor un pie de foto aclara que esa escena nunca ocurrió, sin embargo una imagen a todo color vale más que mil palabras y sin duda alguna más que seis, especialmente en una época en la que tenemos poco tiempo para leer y muchos estímulos a los que atender. Surgen las dudas: si la imagen es veraz aunque no sea cierta, ¿seguirán los medios contratando a fotógrafos? ¿Podrá combatir la realidad, tan anodina, con las fake news y las imágenes generadas por IA? Empezaremos a dudar de los sentidos, y solo podremos fiarnos del olfato. Dijo Pasolini que no podemos alcanzar la verdad, solo la evidencia. Pero ¿qué hacer si nos cambian las pistas? Los sentidos, la memoria, son falibles. Y no tenemos nada más. Un día solo te queda el recuerdo de la imagen sin contexto. Un día esa imagen se hace verdad.
Es cierto, claro. Todos los Estados, todos los regímenes, también todas las empresas, conocen la importancia de la imagen. Sin embargo, no es lo mismo un fotógrafo oficial que un pintor de corte: el tiempo apremia. No es lo mismo captar una imagen que crearla. Si lo primero es nostalgia, lo segundo es deseo. Y vivimos bajo el imperio de la satisfacción de los deseos. En eso se sustenta nuestro mundo, nuestra economía… Nuestras reglas. Todo es legítimo si lo deseas y lo puedes pagar. Primero se crean (no sirve lo innato) se articulan como construcciones maquínicas para promover una acción. En nuestro caso, trabajar para comprar, adquirir, usar, volver a desear, porque el deseo muere en el momento en el que se satisface.
El peligro de las imágenes creadas es que se ponen al servicio del deseo de quienes quieren convencernos de que la verdad niega la evidencia para justificar así sus decisiones, especialmente las injustificables.
El deseo no es peligroso per se. Al fin y al cabo, es connatural a la existencia, motor básico de la supervivencia, madre del habla y de la risa, del amor y de la buena mesa. Pero también es la ambición creada de tener un coche, la ambición que pasa por encima de los pares, el afán de reconocimiento, el origen de la insatisfacción, el sentimiento del fracaso. El deseo (y la publicidad lo sabe bien) se puede moldear para hacernos creer que el éxito está en la acumulación, la adquisición, la ganancia, el lucro… Y ahí no hay espacio para la pérdida, para la vejez o para el luto. Y sin embargo, somos cosa efímera, animal pretérito, todo ayer. Todas las emociones tienen una función. La tristeza también, pero en el mundo del deseo se considera una patología. Tiene sentido. La tristeza invita a la introspección, a la reflexión y, con ello, al cuestionamiento de las verdades dadas. La tristeza refuerza los vínculos, favorece la empatía y donde hay empatía no hay competición. La tristeza aminora la actividad, baja la producción, a veces incluso la detiene. Por eso es la emoción que más se medica. Por eso es algo que no se puede consentir, sea cual sea el precio.
Barthes escribe La cámara lúcida al encontrarse con las fotos de su madre muerta. Yo tengo muy pocas fotos de mis muertos. Los recuerdos se me desvanecen y me gustaría, claro, revivirlos, que volvieran, recuperar los 12 años, con toda la familia y todos los veranos por delante. Podría crearlos, clonarlos, usar la tecnología para generar imágenes que fingieran un pasado al que regresar, pero sería una forma burda de traición, un acto banal. No puede haber trascendencia sin transitar por la tristeza.
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Gracias por la profundidad. Y especialmente por la reflexión sobre la tristeza.