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Claudia Sheinbaum obtuvo una aplastante victoria en las elecciones presidenciales mexicanas del pasado 2 de junio. Tras obtener el 60 por 100 de los votos, la magnitud de su victoria superó a la cosechada por Andrés Manuel López Obrador en 2018. Su partido, Morena, formado hace tan solo una década, se aseguró una mayoría de dos tercios en el Congreso y le faltan únicamente dos representantes para lograrla también en el Senado. Los partidos contrincantes, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el Partido de Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que se presentaron a las elecciones presidenciales mexicana en una candidatura unitaria, obtuvieron alrededor del 27 por 100 de los votos, lo cual supone un descenso significativo desde los comicios precedentes. Tres cosas llaman especialmente la atención en este contexto. En primer lugar, la claridad del mandato, lo cual constituye una anomalía en las democracias occidentales, cuyas contiendas electorales no arrojan normalmente resultados contundentes, mientras se enrumban hacia situaciones de estancamiento político. En segundo, las particularidades del electorado de Morena: un bloque de votantes anclado en las clases trabajadoras, pero capaz de sumar a determinados sectores de los estratos medios. Finalmente, la sensación de que está surgiendo un nuevo régimen político, fundado en un pacto social posneoliberal.
La principal competidora de Sheinbaum en estas elecciones presidenciales ha sido Xóchitl Gálvez, que encabezaba la coalición constituida por el PRI, el PAN y el PRD. Gálvez protagonizó una campaña errática en representación de los intereses de las grandes empresas salpicados de un liberalismo social de perfil bajo. Incapaz de presentarse con un programa abiertamente neoliberal, porque el término se ha vuelto tóxico en México, optó en su lugar por la política de la identidad: su discurso de apertura puso de relieve sus raíces indígenas y sus orígenes humildes, mientras que el de cierre optó lanzar ataques al no catolicismo de Sheinbaum. Su programa pecó de indefinición y no logró concentrar su ataque en el aspecto que constituye probablemente el punto más débil del gobierno de AMLO: los altísimos niveles de narcoviolencia imperantes en el país, que Morena heredó del PAN y del PRI y que ha combatido con denuedo para intentar reducir significativamente.
El agotamiento de la derecha mexicana ha quedado patente en el carácter contradictorio de sus mensajes electorales. Así, Gálvez, obligada a defender los populares programas de transferencias monetarias implementados por AMLO y constreñida, por otro lado, a criticarlos por despilfarradores y clientelistas, osciló, por ejemplo, entre exigir su expansión y demandar su contracción mediante la imposición de límites temporales a su disfrute y la introducción de mecanismos de control de los recursos de los beneficiarios de los mismos. Uno de sus lemas de campaña, «Los programas se quedan, Morena se va», no caló en un electorado que había visto cómo su partido, el PAN, votaba contra de ellos tan solo unos pocos años antes.
Gálvez, una política de carrera que ha ocupado diversos puestos en los gobiernos precedentes y ha sido un cargo electo durante décadas, intentó presentarse, sin embargo, como una ciudadana corriente, distanciándose públicamente de los desacreditados partidos que la habían propuesto como candidata y que habían dirigido su campaña. La opinocracia, como se denomina en México a la clase de los comentaristas y articulistas de opinión, que dominan los principales medios de comunicación y alimentan por ende a gran parte de la prensa extranjera, describió la votación como una elección entre la «democracia», de la mano de Gálvez, y el «autoritarismo», representado por Sheinbaum. Pero esta estrategia nació muerta. Mientras tanto, el candidato del «tercer partido», Jorge Álvarez Máynez, del Movimiento Ciudadano, una formación carente de sustancia, cuyo único objetivo era recoger los votos no captados por los dos principales contendientes, denunció «las viejas formas» de hacer política, pero no especificó las nuevas. Acabó obteniendo el 10 por 100 de los sufragios, pero el partido demostró, sin embargo, que puede estar dotado de suficiente olfato estratégico como para convertirse en el posible sustituto a largo plazo del PRI-PAN-PRD.
No sólo AMLO disfruta de un índice de aprobación del 80 por 100, sino también se verifica una creciente «confianza en el gobierno nacional», que ha saltado del 29 al 61 por 100 durante el mandato de Morena
Incapaz de enarbolar la bandera del neoliberalismo e incapaz de defender su propia trayectoria legislativa o su legado partidista, y ofreciendo poco más que eslóganes vacíos y apelaciones abstractas a la «democracia», lo que finalmente conformó la coalición de oposición a Morena fue una especie de antipolítica. En sus momentos más cínicos, sus expertos argumentaban que «¡todos son iguales!», «¡Morena es un partido tan corrupto como nosotros!». Su principal objetivo no era desacreditar las políticas de AMLO u ofrecer un programa alternativo, sino socavar la convicción básica de que un partido político puede dirigir el Estado al servicio de los intereses colectivos. Fue esta oferta carente de toda esperanza la que el electorado mexicano rechazó.
Una reciente encuesta de Gallup sugiere que la mayoría de los mexicanos y mexicanas están, de hecho, profundamente implicados en el proceso político. No sólo AMLO disfruta de un índice de aprobación del 80 por 100, sino también se verifica una creciente «confianza en el gobierno nacional», que ha saltado del 29 al 61 por 100 durante el mandato de Morena, situándose en el punto más alto desde que Gallup comenzó a hacer la pregunta en sus encuestas hace veinte años. En 2023 el 73 por 100 de los mexicanos consideraba que su nivel de vida «estaba mejorando» y el 57 por 100 decía lo mismo en cuanto a su economía local. Antes de la llegada de AMLO al poder, la «confianza en la honestidad de las elecciones mexicanas» rondaba en torno al 19 por 100; durante los últimos seis años ha subido al 44 por 100. Asimismo, el Pew Research Center ha mostrado que «la satisfacción de los mexicanos con su democracia» ha crecido 42 puntos porcentuales desde 2017. El número de personas que se identifican como simpatizantes del partido Morena ha crecido 10 puntos desde 2018, alcanzando ahora el 34 por 100, frente al 8 por 100 registrado tanto por el PRI como por el PAN. El poder de organización de Morena se hizo patente en 2022, cuando convocó a más de tres millones de personas para elegir a los delegados de su Congreso Nacional del Partido. En una época de insatisfacción generalizada con la forma partido y de vaciamiento de la política de masas, el efecto ejercido por AMLO sobre la cultura política nacional es impresionante.
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Sheinbaum, climatóloga y exalcaldesa de la Ciudad de México, disfrutó de una ventaja de dos dígitos desde el inicio de la campaña. Sin embargo, el alcance de su apoyo, que abarca múltiples regiones y grupos demográficos, sigue siendo digno de mención. Morena ganó en treinta y uno de los treinta y dos estados mexicanos. En diecisiete de ellos consiguió más del 60 por 100 de los votos y en los estados sureños de Oaxaca, Chiapas, Tabasco, Guerrero y Quintana Roo su porcentaje superó el 70 por 100. Sheinbaum venció a sus oponentes en el 78 por 100 de las mesas electorales. Ganó tanto entre los hombres como entre las en mujeres, así como en todos los grupos de edad y en casi todos los niveles educativos y de ingresos. Morena también tuvo un fuerte voto en las circunscripciones tradicionalmente menos proclives a concederle el voto y siguió ganando terreno en el ámbito local por sexto año consecutivo, ganando o reteniendo diversos gobiernos locales, incluido el de la de la Ciudad de México, conseguido por Clara Brugada Molina. Y es de esperar que Morena obtenga los votos adicionales necesarios para aprobar las reformas constitucionales correspondientes.
El 10 por 100 de quienes menos ganan ha aumentado sus ingresos el 98,8 por 100. El coeficiente de Gini del país ha disminuido y la pobreza global se ha reducido el 5 por 100
Un análisis más detallado de los datos electorales revela algunos patrones interesantes. Bloomberg-El Financiero informa de que el 74 por 100 de los votantes con estudios primarios y el 71 por 100 situado en el tramo de ingresos más bajos apoyaron a Sheinbaum, frente al 48 por 100 con estudios universitarios y el 49 por 100 situado en el tramo de ingresos más altos. Parametría, la empresa de investigación estratégica y análisis de opinión y mercado, muestra una diferencia similar de 20 puntos entre los grupos de menores y mayores ingresos, concluyendo que mientras el 65 por 100 de los votantes con educación elemental apoyó a Morena, al igual que lo hizo el 49 por 100 con título universitario, únicamente el 17 por 100 de quienes se hallan en posesión de títulos de master o doctorado lo hicieron. Las encuestas a pie de urna indican que el mayor apoyo a Sheinbaum, en torno al 60 por 100, provino de los trabajadores del sector privado, los campesinos, los profesores, los trabajadores autónomos y las amas de casa, mientras que obtuvo su menor apoyo de los profesionales (46 por 100) y los empresarios (39 por 100). La candidata obtuvo mejores resultados en los estados del sur, históricamente marginados, mientras que las zonas más ricas, incluidas muchas de las capitales de los estados, fueron más proclives a apoyar a la derecha. La popularidad de Morena, pues, se sitúa en torno al 60-70 por 100 entre las clases populares. Entre las clases altas la popularidad es más baja, aunque sigue rondando el 40 por 100, lo cual es un dato crucial.
Esto indica el surgimiento de una coalición de voto multiclasista anclada en las clases trabajadoras. Sorprendentemente, Morena no ha intentado ganarse a las clases medias moviéndose hacia la derecha. El actual gobierno ha aprobado una serie de reformas en favor de los trabajadores y ha intensificado sus esfuerzos para relegitimar al Estado como actor social, incluida la realización de un importante paquete de gasto en infraestructuras y la reestructuración de la producción energética en favor del sector público. Los salarios reales han aumentado en torno al 30 por 100 durante el mandato de AMLO. Los datos de la Comisión Nacional del Salario Mínimo señalan que la participación del trabajo en la renta nacional ha crecido 8 puntos porcentuales tras un largo periodo de estancamiento. El 10 por 100 de quienes menos ganan ha aumentado sus ingresos el 98,8 por 100. El coeficiente de Gini del país ha disminuido y la pobreza global se ha reducido el 5 por 100, afectando a más de cinco millones de personas, lo cual representa el mayor descenso registrado en veintidós años. El desempleo es el más bajo de la región, lo cual incluye una ligera reducción del trabajo informal. Y todo ello en medio de una pandemia mundial y una inflación galopante.
Sheinbaum se presentó a las elecciones presidenciales con la promesa de defender estos logros y las planteó como un referéndum sobre la continuación del proceso de transformación política o bien la vuelta al neoliberalismo. Su programa incluía la ampliación de los programas sociales, la reducción de la edad de jubilación de las mujeres de los 65 a los 60 años y la concesión de ayudas sociales de distintos tipos a los estudiantes, al tiempo que impulsaba los planes de sanidad pública universal. En medio de una crisis hídrica que afecta a todo el país, el gobierno entrante se ha comprometido a poner fin a la privatización del agua y a imponer normas más estrictas sobre su uso por parte de las grandes empresas. Igualmente Sheinbaum pretende satisfacer de modo creciente la demanda de electricidad con fuentes de energía que no produzcan emisiones de carbono, como sucede con la eólica, la solar, la hidroeléctrica y la geotérmica. El apoyo de Morena entre las clases medias no es un signo de cooptación, sino que deriva de la mejora generalizada del nivel de vida, así como de la cautelosa retórica política de Sheinbaum.
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El gobierno de AMLO describe su papel como la puesta a punto y la implementación de la «cuarta transformación». Al igual que sucedió con la declaración de independencia de 1810, con las reformas liberales del Estado de la década de 1850 y con la Revolución Mexicana de principios del siglo XX, la victoria de 2018 estaba destinada a marcar no sólo un cambio de gobierno, sino un cambio de régimen. En lo referido al sistema de partidos, esto es cierto. La coalición que postuló a Gálvez está compuesta por partidos que compitieron ferozmente entre sí hasta la presidencia de AMLO. El PRI fue el heredero de la Revolución, que gobernó durante la mayor parte del siglo pasado. El PAN, que data de la década de 1930, fue la oposición histórica al PRI, situada a su derecha, durante este periodo, mientras que el PRD se formó en la década de 1980 como una escisión por la izquierda del mismo. Estos tres partidos siguieron dominando la política electoral mexicana durante toda la era neoliberal, definiendo el llamado régimen de la transición, que tomó forma tras la primera derrota presidencial del PRI en 2000.
Este orden se halla ahora desbaratado. El PRI y el PRD y en menor medida el PAN están acosados por crisis internas. El PRI se ha visto afectado por una serie de deserciones de alto nivel. El PRD –el antiguo partido de AMLO, que en su día cooperó con el Partido Comunista Mexicano y que desde 2012 se ha desplazado netamente al centro– se enfrenta a la irrelevancia tras haber perdido su registro como partido al no conseguir el 3 por 100 de los votos nacionales. Las tensiones existentes entre los partidos de la oposición ya habían estallado a principios de este año, cuando el presidente del PAN denunció públicamente que el PRI no había procedido al reparto de puestos y cargos tras ganar la gubernatura de Coahuila. Ahora, tras la derrota del 2 de junio, su coalición está al borde del colapso. El sistema de partidos mexicano nunca volverá a ser el mismo. Morena se ha beneficiado hasta ahora de esta ruptura, pero debe evitar la autocomplacencia. A menos que desarrolle mecanismos institucionales para resolver los desacuerdos internos, también puede ser vulnerable a escisiones en el futuro.
Las elecciones se celebraron tras una serie de reveses legislativos para el gobierno. Las principales reformas constitucionales en una amplia gama de áreas –energía, seguridad pública, ley electoral– se vieron frustradas por una oposición obstruccionista. El «Plan A» de AMLO consistía en ratificar las medidas propuestas sin introducir modificaciones. Cuando este plan falló, el «Plan B» contempló su reajuste para asegurar su aprobación. Pero un Tribunal Supremo hostil bloqueó los cambios, incluso después de que el Congreso los hubiera aprobado. El «Plan C» optaba por esperar a las elecciones y confiar en obtener la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y en el Senado, lo que permitiría a Morena aprobar dieciocho disposiciones constitucionales, incluidas las correspondientes reformas del sistema judicial, que permitirían elegir a los jueces en lugar de nombrarlos. Se trata de un intento de transformar uno de los pilares institucionales de la era neoliberal. En la actualidad, la Suprema Corte de Justicia tiene poca independencia de los grupos de interés privados. Los Altos Magistrados se han negado a aceptar una reducción salarial por mandato constitucional como parte del impulso de AMLO construir una burocracia más austera. Y recientemente se reveló que Norma Piña, la presidenta del Tribunal Constitucional, había organizado una reunión secreta con el jefe del PRI, por razones que siguen siendo oscuras. El intento del gobierno de que estos actores rindan cuentas de su poder ha resultado enormemente controvertido.
También se están produciendo cambios importantes en el ámbito ideológico. A finales de la década de 1990, el bloque neoliberal del país monopolizaba la retórica de la «democracia». El antipriismo del PAN se duplicaba fácilmente como antiestatismo; su crítica al sistema de partido único era también un ataque al bienestar y al sector público. La denominada «transición democrática», inspirada por los conceptos rectores de «sociedad civil» y de «ciudadanía», y su conceptualización de la política como la búsqueda de soluciones tecnocráticas proporcionaron la cobertura perfecta para el avance del capital. A los comentaristas que elaboraron esta narrativa les gustaba presentarse como apartidistas, como guardianes apolíticos de la democracia y como críticos de un poder estatal acostumbrado a no rendir cuentas. Tras la llegada de AMLO al poder, sin embargo, se vieron obligados a abandonar esta pretensión de imparcialidad y a alinearse con la oposición. Durante los últimos seis años, estos analistas han impulsado la narrativa de que, al desafiar al neoliberalismo y reconceptualizar la política como un proceso de negociación entre intereses opuestos, el presidente representa una regresión a la autocracia. Los resultados del pasado 2 de junio han puesto de manifiesto la incapacidad de estos analistas para conectar con sujetos y realidades ubicados más allá de la cámara de eco mediática en la que se mueven. Poco después de la votación, una de las columnistas estrella del país, Denise Dresser, se lamentaba de que los mexicanos «se habían vuelto a poner las cadenas que nosotros [la clase de los expertos] les habíamos quitado».
El orden social emergente en México, basado en el aumento del nivel de vida y en un mayor bienestar social, es el resultado del capitalismo nacionalista-desarrollista dirigido por el Estado concebido por AMLO. Tales avances se lograron en circunstancias económicas adversas, a diferencia del escenario de auge mundial del precio de las materias primas que financió las revoluciones bolivarianas. Sin embargo, aún quedan importantes retos por delante. El crimen organizado goza de una posición predominantes en México. El gobierno ha cedido en gran medida a las exigencias de Estados Unidos para que controle el flujo de solicitantes de asilo a lo largo de la frontera. Y hasta ahora ha evitado un arriesgado enfrentamiento en torno a la reforma fiscal, que puede ser necesaria en los próximos años. Sin embargo, hay indicios que apoyan el argumento de que estamos asistiendo a la mencionada «cuarta transformación». Todas las transformaciones anteriores coincidieron con la introducción de un cambio de paradigma económico a escala mundial: el fin del mercantilismo colonial en el caso de la Independencia, la expansión capitalista global en el caso de la Reforma Liberal, la era del Estado de bienestar tras la Revolución Mexicana. El actual, con todas sus posibilidades y limitaciones, tiene lugar en el contexto de la fractura del consenso neoliberal. Sheinbaum ha recibido ahora un importante mandato para consolidarla.
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Me fascina que El Salto publique ensayos como este que hacen un lavado de imagen impresionante a AMLO y MORENA, mientras también publican ensayos que demuestran las promesas y reformas vacías y tramposas de AMLO y MORENA.