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El pasado 30 de mayo, entre las 16:00 y las 18:00h, un jurado del tribunal penal de Nueva York declaró al expresidente y candidato republicano Donald Trump culpable de treinta y cuatro cargos de falsificación de documentos mercantiles para encubrir la realización de un pago a Stormy Daniels con el fin de garantizar su silencio en vísperas de las elecciones presidenciales de 2016. A lo largo de las cinco semanas que ha durado el juicio (por cargos estatales, no federales), Trump ha estado elaborando la historia de su final: los procedimientos, y ahora el veredicto, son «una vergüenza», se hallan «amañados», el proceso ha sido presidido por «un juez corrupto», y todo ello —incluida la totalidad de los miembros del jurado que instruyeron el caso al igual que la totalidad de los jurados que dictaron el veredicto, así como la totalidad de los empleados de la fiscalía y de los oficiales del tribunal— ha sido llevado a término siguiendo órdenes del gobierno de Biden. En el frente legal, Trump apelará. En el frente financiero, el veredicto ha sido una bendición, que le ha permitido recaudar 52,8 millones de dólares en veinticuatro horas para su campaña electoral. En el frente político, CBS News informó inmediatamente de que sus estrategas de campaña habían prometido lanzar «una guerra de protestas en todo el país».
La guerra de protestas lleva tiempo gestándose. Todos los días, muchas veces al día, durante años, los organizadores de su campaña, el Partido Republicano y su maquinaria de difusión han estado emitiendo un doble mensaje de alarma: la ley está contra nosotros; la ley somos nosotros. La contradicción del mensaje es el quid de la cuestión. El miedo es el instrumento operativo: mientras el «hombre realmente inocente» sufre, el crimen acecha a todos y cada uno de los ciudadanos del país. Inmigrantes y terroristas, procedentes de prisiones e instituciones mentales extranjeras, inundan Estados Unidos, violando mujeres, robando puestos de trabajo a los ciudadanos, haciendo bajar sus salarios y destruyendo sus comunidades. El país es «un desastre», el gobierno está roto y es venal. La ley y el orden yacen postrados, mientras la policía se halla esposada por la turba progresista. Es la «carnicería estadounidense» redux, al igual que el derramamiento de sangre en todo el mundo y la «Jihad Joe» representan la impotencia de Estados Unidos o algo peor y todo esto mientras los patriotas del 6 de enero languidecen en las prisiones federales. «Recuerda que no es a mí a quien persiguen», rezan los mensajes de la campaña de Trump, «¡Ellos te persiguen a ti, yo sólo me interpongo en su camino!».
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De ahí que su foto policial sea un cartel electoral; sus juicios pasados, recientes y pendientes, son tanto una persecución como un programa de campaña. De ahí que Trump prometa un fuego purificador:
¡Patriota, cuando ganemos, organizaremos la mayor operación de deportación de la historia!
Extirparemos a los comunistas, a los marxistas, a los fascistas y a los matones de la izquierda radical, que viven como alimañas dentro de los confines de nuestro país.
La víctima de la caza de brujas actual es el Gran Inquisidor de mañana. El juez Arthur Engoron, que en un caso civil visto en febrero declaró a Trump, a su empresa, a sus dos hijos, al exdirector general y al exauditor de la empresa culpables de un enorme fraude financiero, está «loco de remate». Todo el mundo en el sector inmobiliario miente y defrauda a las compañías de seguros, a los bancos y a los asesores, afirmó el equipo de Trump; es solo una cuestión del negocio. La estrategia política ha sido inflamar las emociones: un pánico moral fundamentalmente instrumental. La estrategia cultural ha consistido en hacer que la impunidad sea aceptable, digna de suscitar un indiferente encogimiento de hombros.
Nos hemos acostumbrado al charlatán, al estafador. Igual que hace décadas nos acostumbramos a la tortura y a la guerra permanente, y antes a las ideas de que el castigo es justicia
Excepto cuando no lo es. Según el cálculo trumpista, cuando Michael Cohen mintió y falsificó documentos como abogado de la Trump Organization se trataba tan solo de un avatar más del modus operandi del negocio; sin embargo, cuando Cohen testificó sobre la trama de Stormy Daniels y la describió como un esfuerzo coordinado para eliminar una historia sexual de la percepción pública con el fin de influir en las elecciones presidenciales, nos encontramos ante un mentiroso sin escrúpulos, que debería ser enviado de nuevo a prisión por perjurio. Y así sucesivamente... Trump como presidente tenía inmunidad y no debería ser juzgado por nada, nunca (una afirmación que el Tribunal Supremo tuvo que considerar y cuya decisión llegará este mes). Las personas que agredieron a la policía y destrozaron el Capitolio el 6 de enero de 2021 son «presos políticos», que deberían ser indultados; las personas que destrozaron escaparates en 2020 a raíz de las protestas por la violencia policial son «chusma», cuyas acciones deberían haber sido contestadas con fuego real. Los nacionalistas blancos que marcharon en 2017 con antorchas tiki gritando «Los judíos no nos reemplazarán» eran «gente excelente»; los estudiantes que protestan contra la guerra genocida de Israel perpetrada en Gaza son terroristas antisemitas, por lo que «yo los echaría del país». Biden es un «tirano», que odia a Estados Unidos; Trump, que tal vez será un «dictador», pero «sólo el primer día», dice a los fieles: «Yo seré vuestra venganza» y Make America...
Cualquiera que no haya sido bombardeado por los correos electrónicos trumpistas puede decir: «Al menos con Trump lo que dice su propaganda es la pura verdad». O, «Lo que dice, no lo dice en serio». O, «Ya hemos vivido su presidencia; no fue tan malo». «Recibimos esos cheques durante la pandemia». «Trump no puede ser peor con Israel». «¿Y te puedes creer lo que cuestan ahora las cosas?». Estas son respuestas y comentarios familiares estos días. Reflejan el poder del olvido. También revelan el poder de la derecha en el ámbito cultural.
Nos hemos acostumbrado al charlatán, al estafador. Igual que hace décadas nos acostumbramos a la tortura y a la guerra permanente, y antes a las ideas de que el castigo es justicia, de que los valores del mercado son humanos, de que las reducciones de impuestos nos benefician a todos, de que «las nueve palabras más aterradoras de la lengua inglesa son «I'm from the government and I'm here to help». A lo largo de la totalidad del espectro político, damos cabida a la idea de que algunas opiniones políticas deben ser silenciadas. Mientras tanto, el alegre desdén de la maquina de propaganda progresista por la persona de Trump, su entusiasmo por los fiscales y los servicios de seguridad nacional despiertan sospechas, si no furia, en la izquierda. La decisión manifiesta orquestada por los estrategas de la campaña de Biden de presentarse a la reelección como baluarte contra la democracia en peligro es pura sordina. Los estadounidenses se han acostumbrado al cinismo; a que les tomen el pelo económica y políticamente (o a que les pongan bajo custodia policial); a que la «democracia» sea una broma de mal gusto.
Trump ha tenido mucho que ver con todo esto, pero él no lo empezó. Por citar sólo un indicador relevante, desde la década de 1980 ha aumentado la proporción de adultos estadounidenses con antecedentes penales. Como afirmó el Brennan Center for Justice hace unos años, «si todos los estadounidenses arrestados fueran una nación, serían la decimoctava nación más poblada del mundo [...] Cogidos de la mano, [podrían] dar la vuelta a la Tierra tres veces». Es inconcebible pensar que Trump sea condenado a prisión el 11 de julio, pero su historia de victimización por parte del Estado, contada tan a menudo y en voz tan alta, puede sonar como verdadera para quienes están habituados a las realidades de la América carcelaria. Es canónica para aquellos cuyo Dios promete venganza, pero no mucho disfrute. En la larga obra de moralidad del Bien contra el Mal del país, la víctima heroica vuelve como una caricatura del sufrimiento y como un castigador que recibe muestras de efusión y reconocimiento.
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El drama episódico de las comparecencias y apelaciones ante los tribunales ha proporcionado al estafador de toda la vida un escenario inestimable, aunque poco convencional, para exponer su versión de la realidad y expresar su desprecio (durmiéndose en el juicio, insultando al juez y al jurado), cuando algo interfiere con ella. Ha sucedido lo mismo con los lameculos republicanos, con los aspirantes a la vicepresidencia, con los diversos tipos duros, con el presidente de la Cámara de Representantes y con otros lacayos y sus séquitos, que peregrinaron a la sala del juez Juan Merchán y se encontraron con los equipos de los consabidos medios de comunicación receptivos en el exterior. Todo ello también ha oscurecido la organización de la derecha en el ámbito jurídico.
Tras el veredicto, Trump tronó: «¡Lucharemos por la Constitución!». No, Trump luchará por sí mismo, siendo la ley ahora conveniente, ahora descartable, según dicte la oportunidad
Una formidable mitología liberal ha rodeado la idea de que los tribunales nos salvarán. La derecha, mientras tanto, considera la ley, la Constitución, los tribunales, el proceso electoral o por lo demás cualquier otra institución, como lo que son: áreas de lucha, donde nada es permanente y cada pérdida no es más que un revés. Tras el veredicto, Trump tronó: «¡Lucharemos por la Constitución!». No, Trump luchará por sí mismo, siendo la ley ahora conveniente, ahora descartable, según dicte la oportunidad. Esto no sería más que otra dosis de chismorrería fraudulenta estadounidense, excepto que en esta ocasión se ha cultivado mucho más metódicamente de lo que sugiere la teatralidad. Cuando el delincuente, ahora condenado, dijo que el verdadero veredicto se dictará el día de las elecciones, su afirmación era tanto cierta políticamente como un gesto a los preparativos de la derecha para dirigir ese veredicto a su favor.
A principios de esta primavera pudimos contemplar sumariamente estos esfuerzos. El 4 de marzo, en el caso Trump v. Anderson, el Tribunal Supremo dictaminó que ningún estado, a menos que en un futuro prácticamente imposible el Congreso apruebe la legislación correspondiente, puede privar a un insurrecto que ha roto el juramento prestado para ocupar su cargo del derecho a aspirar a un puesto federal en virtud de la Decimocuarta Enmienda. Fue una decisión más política que jurídica. El lenguaje y la historia de la Enmienda son cristalinos. Los jueces trumpistas presentes en el Tribunal Supremo, que normalmente se arrodillan ante la literalidad del texto, la intención original del legislador y los derechos de los estados, esta vez ignoraron alegremente sus principios declarados. Cuatro días después, los leales a Trump sustituyeron a la cúpula del Comité Nacional Republicano, ya de por sí lo suficientemente servil, para que esta pudiera concentrarse con más ahínco en los chanchullos electorales. El antiguo presidente del partido había cometido la ofensa intolerable de patrocinar debates y afirmar su neutralidad hasta que los votantes hubieran elegido al candidato presidencial del Partido Republicano. El nuevo presidente, Michael Whatley, había empezado a mentir sobre unas elecciones amañadas antes de que estas estuvieran decididas. Comprobado. Una vez que Trump perdió, Whatley, entonces jefe del Partido Republicano de Carolina del Norte, dijo a los oyentes de radio: «Realmente es una propuesta aterradora pensar que tenemos un tribunal que va anular algunos de esos resultados. Pero ese es realmente el plan». Comprobado. Desde entonces, y a pesar de que el equipo de Trump ha perdido más de sesenta demandas de impugnación de los resultados electorales de 2020 en seis estados, Whatley se ha aferrado al evangelio. En consecuencia, asegurar la «integridad electoral» constituye la «misión esencial» del Comité Nacional Republicano, además de atender a la recaudación de dinero. Comprobado y verificado.
La nuera de Trump, Lara Trump, antigua comentarista de Fox News, es la copresidenta del Partido Republicano. Su marido, Eric, un estúpido mentiroso compulsivo, fue multado con cuatro millones de dólares por su participación en el fraude civil relacionado con la actividad económica y los estados financieros de sus compañías. Su hermano Don Jr. recibió la misma condena. Su padre, nunca tan rico como afirmaba, en apuros para pagar su multa de 355 millones de dólares (más intereses) y disfrutando de un respiro a la espera de la apelación, fue astuto al haber lanzado otro negocio familiar. El marido de su hija Ivanka, Jared Kushner, obtuvo dos millardos de dólares de los saudíes poco después de dejar su puesto en la Casa Blanca. La propia Lara, al incorporarse a su nuevo trabajo, habló de utilizar fondos del Comité Nacional Republicano para aliviar los costes legales de su suegro: «Creo que ello es de gran interés para la gente. Absolutamente. [Los donantes] sienten que es un ataque no sólo contra Donald Trump, sino contra este país».
Como en anteriores olas de histeria en torno al niño y la niña en peligro, las palabras no tenían por qué ser ciertas, sino que bastaba con que fueran efectivas para activar una base política
El 12 de marzo la nueva dirección del Partido Republicano ya había constituido su equipo legal para «iniciar la batalla en pro de la integridad electoral desde una postura ofensiva, no defensiva». El equipo estaba constituido por Chris LaCivita, codirector de la campaña de Trump y jefe de gabinete del Comité Nacional Republicano. Junto a él, como consejero jefe, cuenta con Charlie Spies, un viejo conocido del Partido Republicano, que aplaude el impulso que recibió su área de especialización, esto es, el derecho electoral, después de que el Tribunal Supremo decidiera las elecciones presidenciales de 2000. La siguiente integrante del equipo es Christina Bobb, que funge de asesora principal para la integridad electoral, experta en manipulación de los medios de comunicación, abogada de Trump en alguna ocasión, involucrada pero no acusada en los diversos intentos de manipulación electoral y autora de Stealing Your Vote: The Inside Story of the 2020 Election and What It Means for 2024 (2023). El asesor externo para la integridad del proceso electoral es Bill McGinley, que como asesor del comité de reglas de la convención republicana en 2012 diseñó la descalificación de algunos delegados de Ron Paul para beneficiar a Mitt Romney, conmocionando a los partidarios del primero, libertarianos en su mayoría recién entrados en política, que se habían imaginado a sí mismos ayudando a dar forma a la dirección del partido y que, por el contrario, se encontraron protestando fuera de la sala: «¿Dónde está la democracia?».
La remodelación de la dirección del Partido Republicano alinea su aparato con el esfuerzo trumpista en curso consistente en la creación de un ejército de observadores, trabajadores y secretarios electorales [poll watchers, poll workers, election clerks], encargados de velar por todos los aspectos que garantizan la corrección del desenvolvimiento del proceso electoral, y de los correspondientes equipos legales presentes en los distritos electorales estratégicos de mayoría demócrata y cuya función consiste en realidad en desafiar a los votantes en las urnas, en intervenir para bloquear el recuento de votos y, en general, en crear el suficiente caos como para ganar directamente la votación en la sede electoral correspondiente o para enviar la decisión a los tribunales o a las asambleas legislativas estatales. Ya en 2021, el director de integridad electoral del Comité Nacional Republicano para Michigan dijo en una sesión de formación de estos trabajadores electorales, que fue grabada: «Vamos a tener más abogados de los que nunca hemos reclutado, porque seamos honestos, ahí es donde vamos a luchar, ¿no es así?». Como informa Político, los reclutas son advertidos de que es ilegal intentar descalificar a la totalidad de todos y cada uno los posibles votantes demócratas, pero la descalificación de determinados electores es la razón por la que están siendo formados.
Ahora el partido promueve agresivamente el discurso de Trump dirigido a los votantes negros e hispanos —el color ha significado «probables votantes demócratas» desde mediados de la década de 1960— y los titulares anuncian un creciente entusiasmo por la marca MAGA entre ellos. Pero «la onda», por utilizar el término utilizado para describir el atractivo de Trump, podría desvanecerse, porque los votantes se cansan. El derecho es más fiable, por lo que los legisladores estatales del Partido Republicano han estado trabajando afanosamente para diluir la fuerza del voto negro mediante el rediseño de los distritos. Los abogados del Partido Republicano también están desafiando diversas normativas estatales que facilitan el voto. Si la historia sirve de guía, los interventores electorales republicanos no se concentrarán en los distritos de mayoría blanca.
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«Soy un prisionero político», así comienza Trump ahora sus peticiones de amor y dinero. La búsqueda de amor ha sido una característica habitual de las misivas de la campaña de Trump, optando, por ejemplo, por el uso de la voz de un bebé –«por favor, por favor», no me abandones», dime que me votarás, dímelo ahora, «antes de que me vaya a la cama»– alternada con un grito que llama a la acción inmediata: «¡Es hora de que tú y yo se lo pongamos delante de sus corruptas caras!».
Hace dos años, mi bandeja de entrada se llenó de temores por «los niños». A los chavales se les enseñaba porno, se les obligaba a leer cuentos con drag queens, se les instaba a convertirse en trans, a odiarse a sí mismos, si eran blancos, y a dominar el gallinero, si eran negros. Hubo que purgar las bibliotecas escolares, viviseccionar los planes de estudios y expulsar los profesores considerados pervertidos por haber traído cajas de arena a clase para niños que «se identifican como gatos». Como en anteriores olas de histeria en torno al niño y la niña en peligro, las palabras no tenían por qué ser ciertas, sino que bastaba con que fueran efectivas para activar una base política. La manía se tradujo en leyes que satisfacían a esa base, colocó a los rivales a la defensiva y ayudó a ganar o mantener escaños electivos para perseguir una agenda más amplia a partir del consejo escolar. Los progresistas han denunciado el «odio», pero por mucho dolor real que causen los manipuladores del pánico moral, estos se mueven más por beneficios tangibles que por un escalofrío sádico. Hasta el pasado mes de junio, las asambleas legislativas estatales controladas por los Republicanos habían presentado quinientos cuarenta y nueve proyectos de ley antitrans. A finales de año, se habían aprobado ochenta y seis (el contrataque del colectivo LGBTQ ha sido formidable). Entonces, como por arte de magia, los niños y las niñas se ya se encontraron a salvo.
Estados Unidos
“Ideología de género” y estrategias políticas de clase en el auge de los fascismos
El Salto publica un capítulo del libro Familia, raza y nación en tiempos de posfascismo, editado por la Fundación de los Comunes. En él, la autora desgrana la historia del concepto “ideología de género” y de cómo la derecha encontró en las formas militantes una salida para su propia crisis.
La guerra cultural sigue siendo un instrumento para la construcción de la base del Partido Republicano, para la producción normativa y para la formación de cuadros y dirigentes. Los legisladores han presentado trescientos cuarenta y siete nuevos proyectos de ley antitrans este año, de los cuales cuarenta han sido aprobados. Pero los maníacos locos por el sexo que destrozaban a los niños y niñas dejaron de hacer saltar todas las alarmas en las bandejas de entrada de emails nacionales a medida que acababa 2023, porque entonces entraron en escena los «rehenes» del 6 de enero, una hermandad de corderos defensores de la libertad, que están siendo «torturados» por el sistema legal, al igual que Trump, por entonces sentado en los tribunales acusado de fraude. La decisión del Tribunal Supremo sobre un caso de impugnación de la normativa federal sobre la obstrucción, que ha sido utilizada para procesar a cientos de personas (incluido Trump) por sus intentos de revocar las elecciones de 2020, también se dictará este mes. En la Conferencia de Acción Política Conservadora, celebrada en el pasado mes de febrero, la infantería del Partido Republicano fue saludada con la proclama de «Bienvenidos al fin de la democracia». «Estamos aquí para destruirla de arriba abajo. No llegamos hasta el final el 6 de enero, pero nos esforzaremos por deshacernos de ella y sustituirla por esto de aquí», dijo el orador, levantando una cruz. Sin embargo, hoy los llamamientos en favor de los presos proceden sobre todo de sus esposas.
Tras tranquilizar a los elementos más embarazosos de su coalición —fanáticos religiosos, matones de los Proud Boys, simpatizantes de QAnon—, el mensaje de Trump pasó a centrarse casi exclusivamente en una víctima heroica y en un azote. El veredicto del jurado ha subido el volumen y la retórica, mientras Trump brama: «Estados Unidos es un Estado fascista», al tiempo que su campaña ofrece a los estadounidenses la estimulante perspectiva de redadas masivas, campos de concentración y venganza contra quienes están «envenenando la sangre de nuestro país».
El consejero de Trump, Stephen Miller, traficante del miedo y predicador del agravio violento de los blancos contra los inmigrantes, presionó a Trump para que decretara el fin de las garantías de la Decimocuarta Enmienda ligadas a la ciudadanía por nacimiento concedida a los hijos de inmigrantes indocumentados mientras estaba en la Casa Blanca. La idea fracasó, pero Miller ha dicho que Trump 2.0 volverá a planteársela. Mientras tanto, la organización de Miller America First Legal, cuyo objetivo es oponerse por medio legales a la legislación de centro-izquierda introducida por el gobierno de Biden, también ha estado enviando correos electrónicos alarmistas sobre las amenazas que se ciernen sobre los derechos democráticos de los votantes. Para ello ha involucrado a los tribunales en Arizona, desafiando los procedimientos de administración electoral del estado, alegando, en parte, que favorecen a los negros y a los hispanos a expensas de los blancos y de los nativos americanos. Los tribunales han desbaratado algunas de las impugnaciones de Miller, al igual que han hecho con el intento del Comité Nacional Republicano de vulnerar el derecho de voto en ese estado, aunque continúa la interposición de demandas en el mismo como parte de la ofensiva de injerencia en las elecciones perpetrada por la derecha en determinados estados considerados claves electoralmente.
Aparte de impulsar una ley federal que imponga requisitos de identificación a todos los votantes, supuestamente para impedir que los Demócratas movilicen a los «ilegales» y a los defraudadores a la hora de elegir al presidente, los Republicanos reconocen que en las elecciones presidenciales lo importante son los distritos electorales, las ciudades, los condados y los estados. La estafa —desviar fondos electorales a la defensa legal de Trump— podría propiciar el vaciamiento de la organización convencional del trabajo de base para captar el voto, aunque el espectro de Trump entre rejas, ávidamente promovido por el propio sujeto, ha abierto espitas de dinero, por lo que el partido podría recuperarse. Tras la condena de Trump, Steve Bannon, mentor de Miller, criticó la campaña, argumentando que «tenemos que estar maníacamente centrados» en «el registro de votantes y en la verificación de los votos por correo y mediante otros procedimientos legalmente admitidos, distrito por distrito», así como concentrarnos especialmente en todo lo relacionado con el envío de papeletas, con los funcionarios electorales y con las consabidas demandas legales.
Sidecar
Sidecar América otra vez
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Todo esto contrasta con la fantasía de las «elecciones nacionales» conjurada por el Tribunal Supremo en el caso Trump v. Anderson, y con tanto discurso reverencial (más allá de la derecha) sobre el «Estado de derecho» estadounidense desde el reciente veredicto del jurado condenatorio de Trump. Vuelvo a Trump v. Anderson, porque, de las muchas acciones legales que han favorecido a este, es la que más resuena con la realidad de que la ley, como la cabina de votación, no es una sacristía de principios puros, sino un ring de lucha descarnado.
Como subrayaron Akhil Reed Amar y Vikram David Amar en un enérgico amicus curiae presentado ante el Tribunal Supremo, en Estados Unidos no existen unas verdaderas elecciones nacionales. Se verifica una votación popular nacional, lo que no significa que el ganador de esta se convierta en presidente, como demuestran los desenlaces de las elecciones de 2000 y 2016. Hay una jornada electoral nacional, lo que no significa que todo el mundo vote de la misma manera y al mismo tiempo, ya que los distintos Estados tienen normas diferentes. La Constitución de Estados Unidos establece normas básicas de elegibilidad —un candidato presidencial debe ser ciudadano residente, haber nacido en el país y tener al menos 35 años—, pero corresponde a los Estados hacerlas cumplir. Al igual que depende de cada Estado decidir cómo se desarrollarán las elecciones presidenciales, qué se requiere para acceder a la papeleta, qué forma adoptará esta, cómo y quién contará los votos, cómo se delegarán los electores ante el Colegio Electoral (que elige al presidente), si la votación será cómoda o difícil y quién puede votar. Cada etapa invita a la maniobra política. Los partidarios de un tercer partido pueden encontrar en algunos Estados a su candidato en la papeleta, mientras que en otros deberán escribir su elección. Un delincuente convicto como Trump puede votar en algún momento en algunos Estados y quedar privado del derecho de voto para siempre en otros. Un estudiante universitario puede votar con solo una firma coincidente en Nueva York, pero en 2012 fui testigo en Arizona de cómo estudiantes imprimían frenéticamente facturas de suministro de agua, gas y electricidad a su nombre para que se les permitiera votar. Los candidatos presidenciales hacen campañas nacionales, pero solo unos pocos Estados, los «campos de batalla», tienen alguna probabilidad de asistir a ellas, decidiendo los electores de los mismos el destino del país. En los llamados Estados seguros, para cualquiera de los dos partidos, no es raro que la gente diga: «No depende de mí; otro lo decidirá». Esto dicen hoy los neoyorquinos disgustados con Biden, que hasta ahora ha fracturado su base electoral en lugar de consolidarla. (La fórmula no es infalible, por supuesto; Nixon y Reagan ganaron en Nueva York).
A pesar de este batiburrillo, los jueces mostraron su estupor ante la decisión de Colorado de descalificar a Trump de la papeleta electoral del Estado por romper su juramento del cargo y fomentar la insurrección. «¿Por qué debería un solo estado tener la capacidad de tomar esta decisión no sólo para sus propios ciudadanos, sino para el resto de la nación?», se preguntó la progresista Elena Kagan en la vista oral. ¿No sería antidemocrático que un Estado tuviera tanto poder? se preguntaron otros. Al final, a pesar de algunos desacuerdos, los nueve jueces del Tribunal Supremo concluyeron: «Nada en la Constitución exige que soportemos semejante caos».
Nada en la Constitución exige siquiera que los Estados celebren elecciones populares a la presidencia. El caos, sin embargo, es algo que el documento anticipa y siembra desde el principio, al tiempo que esboza aproximativamente cómo podrían resolverse, o casi, las disputas a medida que el pueblo (una categoría difusa) se esfuerza por hacer las cosas bien. El gran caos, la Guerra Civil, introdujo por primera vez en el texto el derecho al voto con la Decimoquinta Enmienda aprobada en 1870. Las otras enmiendas históricas del periodo de la Reconstrucción —la Decimotercera (1865), que abolió la esclavitud, y la Decimocuarta (1868), que garantizó la ciudadanía por derecho de nacimiento (negando el veredicto de Dred Scott v. Sandford, 1857) y la igualdad de protección ante la ley, amplió los derechos del debido proceso, limitó el poder de los estados sobre las libertades individuales e impuso restricciones a los insurrectos— abordaron condiciones particulares de la época, principalmente para los libertos del Sur, pero también afirmaron un concepto amplio de libertades civiles por las que el pueblo ha luchado desde entonces.
No puede subestimarse el simbolismo de estas Enmiendas en la psique estadounidense. Su redacción, aprobación, ratificación y aplicación fueron todo menos ordenadas, del mismo modo que los derechos que establecían eran todo menos seguros o incondicionales. Durante un siglo, la población negra se esforzó sobre todo por hacer realidad su promesa, una batalla inacabada, como la interminable lucha de clases por asegurar una parte de los «derechos inalienables» contenidos en la Declaración de Independencia. Nunca se comprendió que las Enmiendas del periodo de la Reconstrucción exigieran la legislación del Congreso; se exigió esta, porque el Estado blanco y el poder de clase, no sólo en el Sur, burlaron el lenguaje llano de la ley, como hicieron los jueces esta primavera. La experiencia de las mujeres en la esclavitud fue ignorada en las leyes escritas para revertirla. Hoy, las mujeres están muriendo o se hallan amenazadas y oponen resistencia, porque el mismo Tribunal que ha afirmado que los Estados no pueden impedir que un insurrecto, culpable de violar el juramento de su cargo, concurra a las elecciones presidenciales, ha sostenido que los estos pueden controlar los cuerpos de las mujeres, demostrando ambos casos, si bien de maneras opuestas, que la historia está condenada.
Ahora, tras la declaración de «culpable» de un jurado común afirmada treinta y cuatro veces nada parece tan grotesco como el secuestro por parte de la derecha del lenguaje de la liberación, que ve a Trump tronar contra los fascistas, el trato desigual y «la clase dominante», todo lo cual planea impulsar si es elegido presidente, mientras ello despierta la alegría y suscita la rabia en el seno de un movimiento acertadamente simbolizado por la bandera confederada, que desfiló por el Capitolio el 6 de enero por primera vez en la historia. El Estado de derecho puede todavía exonerar a los rufianes, al igual que puede exonerar a su héroe y (exonerado o no) permitirle su ascenso una vez más, momento en el que él se afanará por redefinir su contenido.