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Coronavirus
La abuela de todos
Aquella tarde de uno de esos veranos infinitos de la adolescencia aparecí en su puerta dramáticamente magullado. Manchas de sangre. La rueda delantera de la bici destrozada. Cojera.
Había apostado con otro chaval del pueblo que mi Orbea y yo éramos capaces de llegar de la piscina al frontón antes que él con su Yumbo de 50cc. Admitirían la tremenda inconsciencia del reto si conocieran el sinuoso descenso que existe de un punto a otro, ya que elegimos desviarnos de la carreterilla principal, menos peligrosa, por la vertical cuesta de la Hontanilla. No pasé de la cerrada curva que hay que hacer a la altura de la fuente. La ansiedad, porque en verdad no se puede hablar de inexperiencia, me hizo entrar en el giro temerariamente fuerte. Iba ganando a la moto. La arenilla y las manos aterrorizadas que agarraron en exceso los frenos hicieron el resto. La caída acabó en la profundidad de una inoportuna e incómoda cama de zarzas de la que me tuvieron que sacar los agentes forestales que tenían base temporal allí mismo, ante la cariacontecida expresión de mi rival, que me seguía de cerca y pudo parar a tiempo.
La carrera había finalizado con la derrota de ambos. Y los dos continuamos bajando a pie, empujando nuestros vehículos penosamente. Nuestro silencio delataba que necesitábamos una buena bronca. Por fin, llegamos a la puerta de la casa de mi abuela.
El cuadro era dantesco. La compasión de la mirada del motorista era definitoria. Arrancó y se marchó para evitar las inevitables represalias. Quedé solo y dolorido. Ella salió a recibirme y su acogida pareció prevenida por la intuición que el amor remueve en estos casos. No hubo reproches. Ni siquiera palabras. Simplemente una actuación sin contemplaciones. Me desnudó el cuerpo y la vergüenza. Y comenzó a curarme. Algodón y agua oxigenada sin delicadezas. No me atreví a rechistar. Estaba a salvo, recibiendo una lección que el escozor dejaría grabada para siempre en mi cuerpo.
Mi abuela era analfabeta y apenas se alejó algunos kilómetros de su pueblo a lo largo de toda su vida. Tomó conciencia en la guerra, vivió los años del hambre, salió adelante en las décadas sin libertad, recibió la democracia con indiferencia, prácticamente no disfrutó la revolución tecnológica y murió en una pandemia global, tras sobrevivir a una operación, permanecer casi un mes, incomunicada, postrada en una cama de hospital, sufrir una neumonía y mortalmente una sepsis.
Su conocimiento del mundo se podría juzgar de limitado. Sin embargo, aquella mujer de la Alcarria madrileña, que añadía rudimentarios monigotes a los teléfonos de su agenda para poder relacionarlos y que coleccionaba recortes de marcas y envases para no equivocarse de productos en la tienda, supo imaginar un futuro mejor para su hijo. Supo del apoyo mutuo sin que nadie se lo explicara. Supo ayudar a todos los que se le acercaban, respetando las particularidades de cada uno de ellos. Y fueron muchos, créanme. Sobre todo, supo amar sin condicionantes, sin esperar nada a cambio. Incansable, repartió torrijas, rosquillas, tortillas, pisto o gachas irrepetibles como muestra de su devoción por los demás, de un sentido universal y natural de la redistribución y la justicia.
Se llamaba Teresa. Hija de Donato y de Teresa. Madre de Santos. Mi abuela. Y la de mi hermano, que al menos pudo hablarle con dulzura una última vez, decirle que no la habíamos olvidado. La abuela de todos.