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Hace un par de años, allá por julio de 2020, tuvo cierta repercusión viral en Twitter el hashtag #everythingiscake. Este anunciaba vídeos en que los internautas bromeaban con la apariencia de objetos que en realidad eran trampantojos hechos de tarta. La propia Netflix, atenta al trending topic, estrenó a principios del 2022 el concurso ¿Es una tarta? (Is it cake?), variante de los clásicos programas-concurso de cocina que ya anuncia segunda temporada y en la que los jugadores deben identificar cuál de los objetos que observan es real y cuál una simulación.
El principal reclamo del concurso, más allá del propio efecto de descubrimiento, es la euforia que se observa en los participantes cuando descubren a golpe de cuchillo que el objeto más insospechado esconde el dulce secreto. Cabría preguntarse, en tiempos en que el CGI ha culminado visualmente, en un plano mimético, cualquier expectativa de la ilusión, si el sentido de la maravilla ha quedado reducido a esto: a la constatación de una ilusión óptica, a la instantánea toma del control sobre la pérdida del control de la percepción propia. En cualquier caso, el ejemplo es una muestra bastante contundente de una realidad en la que los hechos han dejado de ser discernibles.
El cineasta, como el cirujano, reduce radicalmente la distancia con el otro, despedaza la imagen y la somete (y se somete con ella) a una legalidad nueva: penetra en la imagen y se deja penetrar
Cronenberg tiene algo que decir sobre esa indiscernibilidad en Crímenes del futuro, su película recientemente estrenada. La imprecisa peripecia neonoir de un performer que organiza junto a su pareja extirpaciones públicas de órganos sobrantes de su propio cuerpo sirve al director canadiense para proyectar un universo que resuena, aunque sea superficialmente, como un memorial de su obra. Sin embargo, más allá de los ecos, evidentes, de Videodrome (1983), Inseparables (1988), Crash (1996) y Existenz (1999), películas en las que la modificación orgánica se presentaba como un correlato de relaciones de deseo más o menos humanas o sistémicas, Cronenberg ha urdido una rareza hasta cierto punto marginal dentro de su propio cine.
Walter Benjamin, en su clásico de la teoría estética La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1936), argumenta que el cine trajo una forma completamente nueva de arte, un revulsivo que no solo modificaba la forma de percibir, sino también la propia naturaleza de lo percibido. Explícitamente, el autor emparenta el séptimo arte con la cirugía: mientras en la pintura, como en la magia chamánica, el artista mantiene una distancia natural y hace posible la comprensión de una imagen total, el cineasta, como el cirujano, reduce radicalmente la distancia con el otro, despedaza la imagen y la somete (y se somete con ella) a una legalidad nueva: penetra en la imagen y se deja penetrar. El cine, según Benjamin, operó un salto del retrato a la simulación, de la totalidad a la parcialidad, de la relación sujeto-objeto a la indiscernibilidad entre ambos. El primer paso de un viaje que culmina, como bien sabemos, en la promesa de la realidad virtual.
Los artistas del barroco ya supieron intuir el valor ontológico del cuerpo. Oponiéndose al carácter proporcional del proyecto renacentista, a la belleza aritmética de la idea, abrieron los cuerpos para mostrar los horrores de lo real
Crímenes del futuro parece muy consciente de esa dimensión científica del cine, que sustituye los cortes quirúrgicos por cortes de plano y modela sistemas expresivos y escópicos desde el diseño de una lógica en las relaciones entre planos y secuencias (no olvidemos que el griego órganon significa, precisamente, “lógica”). La máxima “Body is reality” que figura en mayúsculas en un televisor analógico, fuertemente corpóreo, durante una de las performances de los personajes del filme apunta a una acepción no únicamente física del cuerpo. Una que se evidencia en los empeños neorreaccionarios que en la actualidad intentan comprometer los avances en la legitimidad del aborto y del cambio de sexo: hasta tal punto el cuerpo es un asunto ontológico.
Los artistas del barroco ya supieron intuir el valor ontológico del cuerpo. Oponiéndose al carácter proporcional del proyecto renacentista, a la belleza aritmética de la idea, abrieron los cuerpos para mostrar los horrores de lo real. Al modelo que representaba El hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci, opusieron la Lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp de Rembrandt. A los grandes sistemas, el detalle que escondía al Diablo. Las venus anatómicas figuraron una de las expresiones más grotescas y exquisitas de esta tendencia: principalmente fabricadas entre los siglos XVII y XVIII, estas esculturas femeninas en cera, en poses extáticas y abiertas en canal para la observación de sus vísceras en clases de anatomía, se ubicaron en un lugar imposible entre el arte y la ciencia. El morboso espectáculo que estos modelos anatómicos representaban para los estudiantes de medicina era igualmente ambivalente: Eros y Tánatos en la imagen de una mujer desnuda que ofrecía el prolapso de sus vísceras, un gesto que hacía indistinguible la simulación quirúrgica de la sacrificial.
Lo que Cronenberg plantea en su cine no son solo retablos más o menos pomposos o matrices racionalistas de estilo, sino la negociación a largo plazo de una síntesis entre arte y ciencia
En su ensayo “Santa sangre: Iconografía católica y cine gore”, el crítico Jesús Palacios establece una cierta relación entre las tradiciones religiosa católica y protestante y las manifestaciones artísticas del cine sangriento, más o menos ceremoniales según una u otra procedencia cultural. En esta dicotomía, la insistencia del canadiense Cronenberg en las liturgias podría entenderse como una rara excepción: a diferencia de la propensión latina a lo fastuoso y lo sensual (véase el subgénero giallo) o de la reformista al ascetismo contable (véase el body-count), lo que plantea en su cine no son solo retablos más o menos pomposos o matrices racionalistas de estilo, sino la negociación a largo plazo de una síntesis entre arte y ciencia.
Esta síntesis solo puede ser procesual y arquitectónica; en efecto, como la que tiene lugar en una simulación. Eloy Fernández Porta alude a una poética del teatro anatómico en su comentario a CUERPO SOCIAL [Lección de anatomía], la pieza de videoarte de Joan Morey: “La clínica, la tecnología y la filosofía se disputan el cuerpo. Tres ciencias pugnan por conseguir la primacía del significado de la carne, por determinar su sentido, en un escenario donde las cámaras se desplazan, con parsimonia, a lo largo de las curvas y revueltas de la circularidad fatal de la arquitectura, el ojo total”. La biopolítica deviene psicopolítica cuando la interferencia en los cuerpos excede los umbrales de la conciencia; y es ahí, en el punto decisivo de la conquista del yo, donde el cineasta de la Nueva Carne se pregunta qué poderes habrán de imponerse, si los de la contención simbólica (escenificados en una reedición del crimen de Medea, como con toda lucidez ha identificado el crítico Sergi Sánchez) o los del exceso y el devenir.
Conque el de Cronenberg podría ser hoy ese gore simulacral, ya desvinculado de los afectos implícitos de la fe, sintético, que en el fondo fue desde sus inicios. Emancipado de Dios, el aparato estético necesita otro principio activo y otra casa sagrada para no derrumbarse en un saco indistinto de piel y vísceras; por ello, el cineasta ha encontrado en su nueva fantasía un espacio para un tiempo (según el título, futuro) liminal o ideal, el reflejo irónico de un porvenir cancelado en el presente. Solo así se entiende esa atmósfera analógica y descascarillada, sin dispositivos digitales, en la que aún rigen las mismas distinciones patriarcales de género y en la que el arte tiene tal presencia que incluso los policías alternan sus interrogatorios con profusas opiniones sobre filosofía estética.
Probablemente la imagen de la cremallera-cicatriz, síntesis de permanencia y reversibilidad que bien podría pasar por idea de Miguel Noguera, sea el gran hallazgo conceptual de la película
El último Cronenberg va más allá del oscurantismo y el culto edgy a lo raro, y coincide con una concepción literal del barroco como incapacidad de la realidad social de reproducir las formas ideales de la Ilustración de otro modo que como tumoraciones y esperpentos. Lo que resulta más sugerente de Crímenes del futuro no es, probablemente, la esclerosis de sus códigos neonoir, ni sus minuciosos discursos sobre el dolor y el arte, ni el tenebrismo de un mundo en ruinas, morfogénico y des-organizado, sino una especie de gran compromiso entre todos estos efectos, cuyas lógicas más sutiles quedan en off: la razón por la cual la modificación se literaliza (¿metafóricamente?) en el cuerpo propio y se aleja de aplicaciones, plataformas y otros formatos virtuales.
En ese sentido, probablemente la imagen de la cremallera-cicatriz, síntesis de permanencia y reversibilidad que bien podría pasar por idea de Miguel Noguera, sea el gran hallazgo conceptual de la película. Compárese con la “vagina abdominal” de su clásico Videodrome, que se abría y cerraba en función de oscuras lógicas inconscientes y a partir de ellas producía máquinas deseantes por combinación máquina-humano. En Crímenes del futuro ese inconsciente ha aflorado ya a un espacio de plena operatividad, pleno flujo esquizofrénico de mercancías producidas en serie que comprende el arte, desvestido de fundamento filosófico porque el enunciado ya no necesita justificarse, sino solo replicarse, infinitamente.
La referencia a Noguera no es una boutade: sus ultrashows traen la concepción de mundos posibles que literalizan los barroquismos implícitos del presente como lo pueden hacer las peleas palíndromas de Tenet (Christopher Nolan, 2020) o el calculado cringe del cine de Ari Aster, ambos siempre a un paso del gag. Esa ambivalencia interpretativa (¿es comedia o es en serio?), que es también la que hay entre el adentro y el afuera en el cuerpo eviscerado y la que designaba el hashtag #everythingiscake, podría hacer pensar en Crímenes del futuro como una obra fallida, demasiado subrayada y volcada en ocasiones al mecanicismo dramático o al automatismo autoral. Quizá lo sea, pero solo dependiendo del giro de la banda de Moebius en que nos encontremos. Quizá Cronenberg está interesado en hacernos entender lo que tiene de barroca la cadena producción-registro-consumo de la mercancía, el escenario de su fetichización. Quizá, a sabiendas, nos ha ofrecido un órgano apenas funcional, sin demasiado encaje en el organismo de su filmografía, implicado en el gesto de su producción y extirpación antes de ser tatuado y metido en un tarro. Otra idea, no me lo negarán, perfectamente nogueriana.
Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.
Hipersticiones, xenorrealismos y crítica cultural.
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Mira Juan, a este paso en un par de críticas más te vas a quedar sin contenido para la tesis de doctorado ... En otras palabras: lo que buscamos en la crítica de cine en un medio que se quiere generalista es otra cosa. Para rompernos los sesos vamos a otro lado. Saludos
Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.
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