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Guerra en Ucrania
Los ninis y Christa Wolf en la guerra de Ucrania (y II)
(Ver aquí la primera parte de este artículo)
La épica guerrera
Nos ha colonizado la épica guerrera como una nueva pandemia que nos tuviera confinados, esta vez de una manera más mental que física. Se aplaude la resistencia popular de los ucranianos desde miles de kilómetros de distancia sin poner un solo cuerpo nuestro en riesgo. Sabido es que la activación de la OTAN podría precipitar un conflicto a escala mucho mayor e incluso una hecatombe nuclear: hasta la épica más exaltada ha de moderar sus ímpetus. Resuena en esta épica guerrera el imaginario del “pueblo en armas”, inaugurado en plena Revolución francesa -el famoso decreto de leva en masa de agosto de 1793-, caro tanto a posiciones de izquierda como de derecha. Resulta milagroso que los defensores del apoyo armado al gobierno ucraniano desde el campo de la derecha no hayan reparado en la similitud de algunas medidas de urgencia de Zelensky -entrega de armas a la población, liberación de los reclusos bajo promesa de combatir- con las tomadas por el Madrid Rojo en el verano de 1936: es claro que sus historiadores de referencia han preferido mirar hacia otro lado. En cualquier caso, tirios y troyanos coinciden en que, según Javier Cercas, hay guerras -se entiende que más o menos “justas”- que, una vez desencadenadas, “no hay más remedio que pelear”. De nuevo el acorralamiento de la lógica binaria, esta vez en su versión descreída, una lógica que últimamente ha tensado todavía más con su visión actual de un conflicto global entre democracia y nacionalpopulismo que nos remite a la retórica más simplista de la Guerra Fría.
Dentro de este imaginario del “pueblo en armas”, tampoco he leído críticas a los llamamientos a la movilización de los varones ucranianos con prohibición de abandonar el país, mientras a las mujeres sí se les permite hacerlo (huir para seguir cuidando de su hijos y familiares), en un claro reparto heteropatriarcal de tareas. El propio Littell, un tanto exaltado en su retórica guerrera, ha escrito que “maestros, oficinistas, amas de casas, artistas, estudiantes, DJ y drag queens están empuñando las armas y saliendo a disparar a los soldados rusos”, y sin embargo, lo cierto es que la división sexual de tareas más estricta y más tradicional es la que ha acabado por imponerse. Elvira Lindo ha sido una de las escasas voces que ha puesto el dedo en esta llaga, con su denuncia del modelo de masculinidad -monopolizador del concepto de “valentía”- tan extendido en las crónicas de los medios, en su artículo “La guerra es la derrota de las mujeres”. “Hay una proliferación de machos en el mundo en el mismo bando cultural, de machos idénticos”, ha escrito Lindo, con lo que, pese a su pesimista afirmación de que los valores sexistas de la “vieja hombría” han triunfado, lo cierto es que ella misma está contribuyendo a desmontarlos, a superar dialécticamente la lógica binaria de guerra, a buscar esa tercera posibilidad que señalaba la Casandra de Christa Wolf.
No he leído críticas a los llamamientos a la movilización de los varones ucranianos con prohibición de abandonar el país
El problema es que todo apunta a que si esos valores parecen haber triunfado con tanta rapidez en el debate generado en España sobre el envío de ayuda militar al gobierno ucraniano, al menos de momento, es porque llevábamos ya de origen interiorizada esa épica guerrera. La épica, recordémoslo, es históricamente patriarcal, al margen de la ideología que defienda. Se ve claramente en todas las guerras, y entre ellas en la guerra civil española, con el reparto rígido de tareas sociosexuales que se dio en ambos bandos contendientes. La épica también es etnocéntrica: excluye etnias y culturas diferentes. Habría que recordar aquí la crítica “orientalista” a la propaganda de guerra republicana de la “reconquista de España” dirigida contra el bando sublevado a propósito de su empleo de tropas rifeñas, como recordaba Juan Goytisolo. Esa épica, que parece haber cobrado nuevos y transversales bríos al calor de la guerra de Putin contra Ucrania, es la que se ha mantenido más o menos larvada en nuestras almas durante todo este tiempo, mezclada con la hipocresía del cálculo egoísta, como cuando hemos estado preparando o manteniendo guerras lejanas.
Pero el argumento en apariencia bienintencionado de muchas voces que hoy en España claman por ayudar a Ucrania es la urgencia y la perentoriedad: hay que hacer algo, dicen, y, con esa excusa, lo que es posible que estén haciendo es echar gasolina al fuego. Muchas de esas mismas voces no clamaron contra otras guerras que nosotros mismos como país estuvimos alimentando y hasta miraron para otro lado cuando así les fue señalado: el caso citado del rearme a Arabia Saudí en plena guerra de Yemen así lo confirma. Por otro lado, sorprende que dichos llamamientos al rearme no se alzaran en otras coyunturas y situaciones, como las del pueblo palestino frente a la agresión israelí en demanda del cumplimiento, por ejemplo, de la veintena de resoluciones de Naciones Unidas incumplidas por Israel desde finales de los años cuarenta, cuando la disparidad de fuerzas era todavía más desequilibrada que la actual de Ucrania y Rusia.
Sorprende que dichos llamamientos al rearme no se alzaran en otras coyunturas y situaciones, como las del pueblo palestino frente a la agresión israelí
Paradójicamente, es posible que la asunción de la épica guerrera en el terreno internacional y el coro de elogios a una resistencia numantina por parte del pueblo ucraniano -que solo puede acabar con una mayor mortandad- pueda incluso favorecer los planes de Putin. La llamada “ayuda militar” a Ucrania, lejos de aportar efectividad a la resistencia -algo que, insisto en ello, reconocen cada vez más militares en Occidente- puede acabar reforzando la posición militarista de Putin. De hecho, la desesperada resistencia armada del gobierno de Volodímir Zelensky ha venido de la mano de unos desplazamientos masivos de población hacia las fronteras que, paradójicamente, parecen estar facilitando los planes del gobierno ruso: el traslado forzoso de la población civil combinado con la destrucción de las infraestructuras útiles para la guerra.
La desesperada resistencia armada del gobierno de Zelensky ha venido de la mano de unos desplazamientos masivos de población hacia las fronteras que, paradójicamente, parecen estar facilitando los planes del gobierno ruso
Cuando Slobodan Milosevic ordenó en 1992 la conquista de las krajinas o zonas fronterizas de la república croata, lo último que tenía en la cabeza era la ocupación entera de Croacia. Sus planes pasaban por la ampliación del territorio controlado por la entonces disminuida Federación Yugoeslava y por la imposición de una política de terror y limpieza étnica en sus fronteras. Tan lejos estaba de su cabeza ocupar Zagreb o Liubliana -el ejército popular yugoeslavo tuvo la oportunidad de hacerlo en 1991 con esta última- como de la cabeza de Putin está la ocupación de Leópolis, por ejemplo, ciudad clave de la Ucrania occidental. Algunos analistas, como Alexandr Etkind, han apuntado la posibilidad de que Putin pretenda centrarse en la ocupación de la Ucrania oriental a lo largo de la línea del estratégico río Dniéper -ocupada Kiev-, garantizando la continuidad territorial desde Bielorrusia hasta el Mar Negro, con una población “homogeneizada” a fuerza de expulsiones y traslados.
Si echamos mano de la Historia, quizá encontremos ejemplos de coyunturas, situaciones y dilemas semejantes. Un ejemplo señero para quienes defendemos la solución o canalización noviolenta de los conflictos es el de la Dinamarca de la ocupación nazi: un gobierno que capituló de primeras -no tenía la menor oportunidad de resistirse al ejército alemán en 1940- pero que se negó a colaborar con los ocupantes en un ejercicio modélico de desobediencia civil. Simbólicamente, sin embargo, ganó: la autoridad legítima representada por la monarquía sobrevivió y se reforzó mientras que la mayoría de la población asumió una política de resistencia pasiva -y también activa, mediante sabotajes- que incluyó, por ejemplo, la creación de una densa red de apoyo a la población perseguida de origen judío. Fue un proceso complejo, no exento de disensiones internas -sobre el grado y el tipo de resistencia- pero gobierno y población apostaron desde el principio por la “tercera posibilidad”. Renunciar a la épica guerrera mediante la capitulación formal fue duro y complicado, ya que supuso romper con un imaginario patriarcal de “valentía”, pero, entre morir y matar, la población danesa optó por vivir.
Un ejemplo es el de la Dinamarca de la ocupación nazi: un gobierno que capituló de primeras pero que se negó a colaborar con los ocupantes en un ejercicio modélico de desobediencia civil
Desgraciadamente, el modelo danés de resistencia pasiva no se enseña prácticamente en nuestras escuelas. ¿Qué habría pasado si el gobierno de Zelensky hubiera seguido el ejemplo danés? Lo ignoramos, más allá del pronóstico probable -pero no seguro- del ahorro de vidas en forma de las víctimas civiles y militares de los bombardeos por tierra, mar y aire. Pero si realmente los planes de Putin incluían e incluyen efectivamente una división del país en dos zonas, algo para lo que serían necesarias complejas operaciones de traslado masivo de poblaciones, seguro que lo habría tenido mucho más difícil de lo que lo está teniendo ahora.
Ni Putin ni OTAN
Romper mentalmente con la lógica binaria del militarismo es el primer paso de toda lucha contra la guerra. El siguiente es preparar la paz todos los días, a través, por ejemplo, de la denuncia del comercio de armas, empezando por nuestro propio país, y evitar la proliferación de armamento en el mundo. La eclosión de una guerra es ya una derrota. La reacción siempre será tardía y deficiente, en tanto que reconocimiento de un fracaso: hay que adelantarse a ella y prevenirla. Desgraciadamente, la trayectoria histórica de las últimas décadas nos demuestra que tanto Occidente como la Federación Rusa han estado agravando la última crisis de Ucrania hasta su estallido final, sin que ningún actor se haya preocupado de intentar evitarlo. Repasemos ahora someramente quiénes están sacando rédito y quiénes están perdiendo con este conflicto.
Si el pueblo -ucraniano ante todo, pero también el ruso- ha sido como siempre el gran perdedor de la guerra -y especialmente las mujeres, como nos recordaba Lindo-, entre los vencedores ha de contarse al nacionalismo agresivo panruso liderado por Putin, pero también a la OTAN. Parece que por fin la organización atlántica ha superado el antiguo trauma que le supuso perder a su secular enemigo desde su fundación en 1949, la antigua URSS, con la disolución del Pacto de Varsovia en 1991.
Romper mentalmente con la lógica binaria del militarismo es el primer paso de toda lucha contra la guerra. El siguiente, preparar la paz todos los días
Si es cierto que desde entonces la OTAN se había venido empeñando en buscar amenazas globales que justificaran su existencia y expansión, desde el terrorismo islamista hasta los nacionalismos “exacerbados”, pasando por el cambio climático (¡!), lo sucedido en Ucrania le ha facilitado un villano de libro. Después de haber sido sostenido durante años en buena medida por Occidente, Putin ha pasado a encarnar el perfil mezclado de un nuevo Hitler -con las forzadas comparaciones con la fallida política de apaciguamiento europea en 1938 frente al régimen nazi- a la vez que heredero del antiguo enemigo comunista estaliniano. Como resultado, y de manera paradójica, la OTAN está ahora mismo de enhorabuena: al tiempo que esconde el bulto al negarse a imponer una zona de exclusión aérea en Ucrania, por el fundamentado temor de provocar una escalada militar y quizá nuclear sin precedentes, está consiguiendo la unanimidad de sus socios a la hora de aumentar el gasto militar de cada uno de ellos, empezando por la poderosa Alemania.
La OTAN se garantiza así un buen volumen de negocio para las próximas décadas -buenos saldos de la industria militar estadounidense y europea para capear la mala racha económica- a fuerza de preparar las guerras que vendrán, una vez más con envidiable constancia. Ya lo había estado buscando: por algo se negó a disolverse con el Pacto de Varsovia e inauguró en 1991 una política de ampliación al Este que, ocho años después dio un salto cualitativo con la incorporación de Polonia, la República Checa y Hungría. La ampliación no se detuvo allí, sino que prosiguió con la de los Países Bálticos, Bulgaria, Eslovenia, Eslovaquia y Rumania (2004); Albania y Croacia (2009); y Macedonia del Norte (2020). Todo este proceso vino a dar al traste con el original compromiso de la administración Bush padre con Gorbachev – ahora farisaicamente negado como fake news- de respetar el estatus de Ucrania como país neutral. Los pesos pesados de la organización atlántica, mientras tanto, no cesaron de hacer negocio: el de la reconversión del armamento del antiguo bloque soviético y del rearme de los países progresivamente implicados en la Alianza.
Con ocasión del actual conflicto ucraniano, algunas voces han señalado que la consigna No a la guerra. No a la OTAN es completamente inapropiada para este momento, el de las protestas contra la invasión rusa de Ucrania. Y, sin embargo, en este mundo ciertamente tan distinto del de la Guerra Fría, la OTAN ha venido desempeñando un papel impulsor del rearme europeo y preparador de la guerra tan acusado como el que ha jugado el gobierno de Vladímir Putin. Por lo demás, la OTAN ya ha entrado en las consignas de las protestas de la población ucrania contra la invasión rusa, en forma de demanda de imposición de una zona de exclusión aérea. Empiezan a repetirse así las escenas de aquellos ciudadanos y ciudadanas albanokosovares que -muy comprensiblemente- exigían a finales de los noventa del pasado siglo la intervención de la OTAN y, concretamente, de los Estados Unidos, para que los defendiera de la política de limpieza étnica de Slobodan Milosevic. Pero al margen del papel directo que vaya a jugar en el conflicto ucraniano, parece claro que la OTAN está llamada a cobrar un nuevo vigor durante los próximos años, reforzando las fronteras de sus socios y exigiendo -ya lo está consiguiendo- el aumento de su gasto militar. Más armas significarán nuevas guerras, con lo que seguiremos alimentando la espiral de violencia.
En este mundo tan distinto del de la Guerra Fría, la OTAN ha desempeñado un papel impulsor del rearme europeo y preparador de la guerra tan acusado como de Vladímir Putin
A propósito de Milosevic, no está de más señalar que por las fechas del genocidio impulsado por el dirigente serbio y la consiguiente intervención de la OTAN, jugada que le permitió justificar su supervivencia ante el mundo, en el Estado español se organizó la plataforma antiguerra “Ni OTAN ni Milosevic”, impulsora de numerosas manifestaciones. Lo cito a colación de ciertos debates surgidos en las diferentes plataformas anti-OTAN de ahora en los que los sectores críticos con la organización atlántica pero también con Putin han sido tildados de “tibios”, “ingenuos” o “equidistantes”, entre otras lindezas. Parece que ha cundido incluso un sobrenombre a manera de insulto, los ninis, que, según he apuntado más arriba, me recuerda aquellas campañas antiguerra de los Balcanes, aunque ostenta también evidentes resonancias con el término nini popularizado también por aquellos años, en referencia ofensiva a los jóvenes que ni trabajaban ni estudiaban…
Los ninis seríamos, pues, todos aquellos y aquellas ciudadanas que intentamos escapar a la lógica bipolar y transversal del enemigo, a la disyuntiva con que tanto unos como otros, cabezas militarizadas de uno y otro signo, parecen querer acorralarnos, ahogando de paso debate y crítica. Acepto con gusto el apodo si con ello me sitúo, y me sitúan, fuera de la lógica de guerra y enfilado hacia la tercera posibilidad de la Casandra de Christa Wolf: la de la vida.