Racismo
¿Cabe ser antirracista y blanca? 

Tras el 15M, del 2012 al 2016, se despliegan y fortalecen espacios que también cabría calificar como mestizos, pero cuyo eje de articulación ya no menciona tanto la frontera como las condiciones materiales compartidas.

Manifestación antirracista
Manifestación antirracista en Madrid el 12 de noviembre de 2017. Uriel Gartzia

Al objeto de contestar a esta pregunta y de lograr, al mismo tiempo, que su respuesta tentativa resulte de alguna utilidad a las discusiones del eje de trabajo antirracista del MAC4, este texto arranca de la comprensión del marco colonial desde el que se construye e interpreta lo social en Europa, para repasar, en un segundo momento (y de forma en extremo veloz), la historia de las luchas antirracistas en el Estado español, desde los primeros conflictos de los sin papeles a los más recientes espacios de articulación política racializados. Nuestro propósito es ser capaces de dibujar el marco actual de posibilidades de alianza y de acción política para un movimiento antirracista de escala, para empezar, municipal. 

Las blancas raíces esclavistas y coloniales del capitalismo 


Blancos fueron los colonizadores de las políticas imperiales del pasado y blancos son ahora los saqueadores de las grandes corporaciones internacionales. Blancos han sido, en el Estado español, legisladores y ejecutores de una ley de extranjería diseñada como artefacto de generación de mano de obra migrante sin derechos. Las y los extranjeros no europeos que vienen a buscarse la vida a este país cuando sus vidas dejan de ser posibles en sus lugares de origen (a causa, principalmente, de las políticas europeas y de la injusta división del trabajo a escala mundial), pierden su calidad de personas para convertirse en mano de obra pura y dura. Son valores de cambio y de abuso, cuerpos explotables y desechables. Nadie puede refutar a estas alturas el origen esclavista y colonizador de la economía capitalista y de la llamada cultura occidental. “Si pudiera, me anexionaría los planetas”: nadie mejor que Cecil Rhodes para expresar con más claridad y menos palabras la matriz colonial del mundo conocido. 

Cuando transitamos desde las raíces del capitalismo hasta su última ramificación neoliberal, nos encontramos con una división internacional del trabajo que se alimenta de esa misma savia xenófoba y racista. Una savia que insiste en codiciar lo ancho para los unos (esos que se hacen llamar europeos occidentales, civilización cristiana, países desarrollados, primer mundo, etc), y lo estrecho para todos los demás (los construidos socialmente como “Otros"). 

Y si nos ubicamos, por fin, en la pequeña provincia más conocida como España, en su aquí y su ahora, lo primero que cabe poner sobre la mesa es que la xenofobia y el racismo que impregnan tanto las leyes del estado como la subjetividad social, no solo afectan a los actuales vecinos y vecinas de origen extranjero, sino también a españoles y españolas de toda la vida. A españoles de “souche” que dirían los franceses o “españoles de pura cepa”, que traduciría el castellano, desnudando lingüísticamente subjetividades del más rancio y excluyente nacionalismo. Y estos españoles y españolas de pura cepa son los gitanos y gitanas, esto es, un pueblo y cultura invisibilizados, discriminados y racializados desde el mismo momento en que pisaron el reino católico en el lejano siglo XV.

Heterogeneidad social y primeras luchas antirracistas en la España del siglo XXI


Pero sigamos aterrizando en lo actual y lo concreto. La democracia parlamentaria española comprende a día de hoy, en sus términos territoriales estatales, a un millón de “Otros” construidos socialmente como gitanos y gitanas, así como a cuatro millones de extranjeros. Entre estos últimos, cabe computar, a trazo grueso (y apoyándonos en fuentes del INE), casi dos millones de extranjeros no racializados (procedentes de Europa, Estados Unidos y Oceanía) y otro tanto de "racializados", provenientes de África, América central y del sur, Caribe y Asia. En suma, en 2017 contamos con un 8,7% de personas residentes en el país que son de origen extranjero. La mitad, aproximadamente, son personas racializadas; la otra mitad, blancas. Los habitantes de este país somos, por lo tanto, una población de cierta heterogeneidad, compuesta por al menos 3 millones de vecinas y vecinos socialmente construidos como Otros (gitanxs y extranjerxs racializadxs). Por eso, cuando algunos "ciudadanos" solo ven españoles, deberían, literalmente, hacérselo mirar.  

Pero en España siempre ha habido también quienes han sabido mirar con más honestidad y rigor, y menos ideología. Distintos actores, colectivos y espacios que han peleado duro por la libertad de movimiento y contra el racismo institucional y social. Personas que siempre han creído que la solidaridad consiste en lo que dice Keeanga-Yamahtta Taylor, es decir, en "en estar unido a otras personas aún cuando uno no haya experimentado personalmente su particular opresión". 

Para hacernos una foto de la composición de esos espacios de solidaridad y acción política, tengamos en cuenta que el porcentaje de población migrante no llega hasta el año 2000 a un significativo 2%. Desde ese año la proporción de población migrante crece al ritmo de un punto anual, hasta alcanzar su máximo histórico del 12,2% en el año 2012, a partir del cual, esta cifra comienza a descender. Durante esa misma década, esto es, entre los años 2000 y 2012, se organizan (al margen de ONG's), varios espacios de conflicto muy interesantes tanto en sus apuestas como en los límites encontrados a la hora de materializarlas. Los actores principales son trabajadores alóctonos (hombres principalmente) que a partir del año 2000 protagonizan una serie de luchas (manifestaciones y encierros, sobre todo) que arrancan en Murcia y se extienden a Barcelona, Madrid, Valencia, Almería y Melilla. Entre las organizaciones de vocación mestiza (compuestas por personas con papeles y sin papeles, autóctonas y extranjeras) que se proponen acompañar estos primeros procesos y posteriores iniciativas de conflicto cabría destacar (desde la mirada sesgada por la perspectiva de quien escribe) la creación del Ferrocarril Clandestino y, con este, el despliegue de las denominadas ODS (Oficinas de Derechos Sociales) en todo el Estado. Todas estas experiencias comparten varias características principales. Se trata, en primer lugar, de espacios de lucha autoorganizados, es decir, aquello que el 15M definiría posteriormente como "no política": una autogestión del conflicto ajena a la organización partidaria o sindical jerárquica. LO POLÍTICO con mayúsculas. Se trata , además, de  espacios que apuestan  por el mestizaje: la insumisión a la norma racista del “somos diferentes” se sustituye por el desafío comprometido del hacer juntxs, desde y para la pluralidad. Esa fue la fuerza y la originalidad, desde nuestra perspectiva, de dichos espacios. Los obstáculos encontrados en el camino fueron asimismo enormes. El más importante, la ingente complejidad de organizarse desde situaciones vitales sangrantemente asimétricas, producidas por la frontera que separa las vidas de las personas con papeles y sin papeles: una frontera llamada ley de extranjería, en la que los CIE son tan solo la punta del iceberg de una perversa ingeniería de racismo institucional. Resulta complejo tejer vínculos de cooperación capaces de sortear las tendencias de atención a la urgencia (expulsiones, detenciones, ingresos en los CIE) y sus difícilmente esquivables derivas asistencialistas. Las tremendos escollos encontrados en la simple aspiración de sobrevivir en el día a día determinan, también, la arduo de conseguir que los protagonistas de sus luchas sean, precisamente, los más afectados por el racismo institucional: esto es, las personas sin papeles. Otro de los obstáculos generalmente encontrados pero, quizá, menos compartidos y analizados, han sido las propias características del proyecto migratorio. En la medida en que este es, en sí mismo, un movimiento de desobediencia política a las condiciones de injusto reparto de la riqueza impuestas por el capitalismo global, una vez sorteada la principal barrera del racismo institucional (esto es, una vez conseguidos los papeles) sus actores suelen proseguir su objetivo inicial: alcanzar una vida que merezca la pena ser vivida. El problema es que esta deriva se hace, en general, de forma individualizada y mayoritariamente desvinculada de la lucha colectiva por seguir destruyendo las condiciones (legales y subjetivas) de reproducción del régimen de fronteras que continúa, insaciable, contruyendo nuevos Otros discriminables y explotables. 

Tras el 15M, del 2012 al 2016, se despliegan y fortalecen espacios que también cabría calificar como mestizos (en la medida en que sus composiciones son heterogéneas en orígenes étnicos y culturales, así como en estatus administrativos), pero cuyo eje de articulación ya no menciona tanto la frontera como las condiciones materiales compartidas. Aquí cabría destacar, siempre desde nuestro particular punto de vista, las luchas por el derecho a la vivienda (siendo la PAH la experiencia de sindicalismo social más transversal que ha existido hasta el momento en este país) y contra la explotación laboral feminizada (en concreto, las luchas en los ámbitos de la prostitución, el trabajo doméstico y el proletariado del sector servicios). Estos espacios se caracterizan fundamentalmente por la potencia tanto de torpedear la construcción institucional y social del Otro (da igual si el desahucio que se frena es el de Leila o el de Paco), como de apuntar desde el aparente problema particular (el derecho a la vivienda propia) al marco general: un diseño económico basado en el sector inmobiliario que convierte un derecho básico (la vivienda) en despiadada fuente de negocio  y de especulación sin límites. 

Movimiento antirracista aquí y ahora: potencias y dificultades


Tras este brevísimo, tosco e incompleto recorrido, desembocamos, por fin, en el momento actual: el post 2016. 
De este periodo nos gustaría resaltar tres movimientos: a escala estatal, el resurgimiento de la lucha de los manteros, declinada en un nuevo formato de sindicalismo social: los sindicatos de manteros (manteros y lateros en el caso madrileño). En Madrid, la manifestación de 2016 de Madrid para Todas y el surgimiento de formaciones como Madrid Diversa y Mapa 12N. En Barcelona, las masivas manifestaciones migrantes contra la ley de extranjería de los años 2016 y 2017 y, sobre todo, la Tancada 2018. 

En esta nueva etapa, la mayor potencia procedería, a nuestro juicio, del afloramiento de un espacio político autónomo que no solo critica la arquitectura racista del régimen de fronteras, sino que lo hace desde una composición que incluye, de manera muy determinante, nuevos sujetos políticos. En el caso de las personas de origen extranjero, los actores emergentes son los denominados "extranjeros de segunda generación": esto es, españoles y españolas, y ya no población migrante, que han nacido, han crecido y se han socializado en un país que es el suyo, pero en el que parece difícil dejar de ser los "Otros". Los negros, las moras, los sudacas. En el caso de los españoles y españolas gitanos, los actores emergentes son una generación que atraviesa sus organizaciones habituales (las organizaciones gitanas) para rebelarse contra el racismo institucional en un movimiento de alianzas con otros no gitanos, pero igualmente afectados por el marco de discriminación racista. En el caso de los españoles y españolas payas, la emergencia de una nueva generación que se define desde un antifascismo con una composición mucho más plural en cuanto a género y origen y que, desde esa pluralidad, reinvindica su feminismo y su antirracismo como ejes de articulación fundamentales. 

La revolución será antirracista o no será


Vivimos un periodo de crisis profunda. Crisis civilizatoria, nos dicen desde el ecofeminismo: económica, política, medioambiental. El neoliberalismo no asegura la sostenibilidad ni de las vidas humanas ni del planeta. 

En Europa, las políticas de austeridad y de deuda han ido desmantelando poco a poco las instituciones de protección social. Aquellos estados que tras el pacto social que sucediera a la II Guerra Mundial se denominaron Estados del bienestar, se han convertido ahora, tras casi 40 años de políticas neoliberales, en sociedades polarizadas, donde la desalarización ha ido de la mano de una pérdida sustancial de derechos. Una pérdida y una cada vez mayor dificultad de alcanzar las condiciones que hacen una vida posible que afecta a cada vez más sectores de la población pero más hondamente, claro, a los colectivos más vulnerables. Los de siempre. Las mujeres, las personas migrantes (más si se trata de personas racializadas), los y las niñas, los y los jóvenes, las personas con diversidad funcional, las personas mayores...  

En este contexto parecería evidente que todos estos colectivos y todas las personas que siguen sin renunciar a la posibilidad de construir un comunismo sin Estado, deberían buscar formas de organizarse para pelear por la mejora de las condiciones materiales de vida de toda la sociedad. Sin embargo, la derechización y extremo-derechización es la tendencia que parece estar marcando la pauta política en Europa. Una derechización que a veces toma la forma de neofascismo (Amanecer Dorado, Agrupación Nacional, Alternativa por Alemania etc...), pero otras muchas de simple neoliberalismo radical, como el partido de Macron, en Francia o, en España, Ciudadanos. Partidos que se dicen postideológicos para poder cantar al son que dicten las últimas encuestas; que se subordinan, sin pudor, a los intereses de las élites financieras globales; que usan, sin complejos, las viejas tácticas del divide y vencerás, ya sea desenvainando banderas patrióticas o atizando en los barrios la guerra entre pobres con su no por manido casi siempre exitoso señalamiento de un Otro (negro, gitana, extranjero, pobre) como el origen de todos los males. 

A partir de aquí, tan solo nos quedan preguntas. Preguntas para compartir y para tratar de resolver en común. 
¿Seremos capaces de combatir esta ola de derechización que oscurece nuestro horizonte de transformación para retomar el hilo de las revoluciones del 2011 (las que se iniciaron en Túnez y llegaron a Wall Street, pasando por la puerta del Sol, la plaza Tahrir, etc.) y de su demanda de desmercantilización de nuestras vidas y de política democrática real, esto es, post-representativa? 

Desde nuestro punto de vista, el antirracista y el feminista son los dos movimientos más prometedores en este sentido.  Para empezar, por su impugnación de las condiciones de reproducción de dos sistemas de opresión fundamentales para la supervivencia del capitalismo: el racismo y el patriarcado. Pero también, y sobre todo, por sus propuestas concretas de transformación en dirección hacia otra economía posible: la que sostiene la vida y no la acumulación de capital; la que produce vidas que valen lo mismo y no ciudadanías jerarquizantes de ciudadanos de primera y otras especies (mano de obra precarizada, sin derechos, no personas). La alianza entre ambos movimientos, el feminista y el antirracista, podría nutrir, desde nuestro de punto de vista, la corriente política de transformación radical más productiva de los próximos años. El relevo más prometedor de una izquierda moribunda, sin capacidad de transformarse a sí misma, muchos menos al mundo que la rodea. 

¿Empezamos por probar a escala municipal? ¿Podría ser el movimiento municipalista el laboratorio principal de la capacidad de esa alianza potencialmente revolucionaria?


Y, retomando la pregunta inicial: ¿cabe ser antirracista y blanca? En mi opinión sí, a condición de aceptar las siguientes premisas de Keeanga-Yamahtta Taylor: en primer lugar, descartar la "idea equivocada de que la clase obrera es blanca y masculina" cuando es "femenina, inmigrante, negra, blanca, latina y más". En segundo lugar, aceptando que "los problemas migratorios, de género y antirracismo SON problemas de la clase obrera".

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