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El autobús avanzaba a trompicones por la avenida Rivadavia imponiendo su ruda hegemonía entre los coches porteños. Se detuvo, subió un anciano flaco y digno enfundado en un traje también digno y anciano. El conductor le saludó con deferencia, lo conocía, aquel viejo no iba a pagar billete, tampoco a sentarse en los primeros asientos, a salvo de las sacudidas caprichosas del tránsito: en una mano llevaba un maletín como de visitador de otros tiempos, en la otra una linternita de led, cuyas cualidades desgranó competente con su voz octogenaria: “¡una linterna 20 pesos, tres por 50 pesos! ¡No se pierdan esta oportunidad señoras y señores!”.
Me crucé con aquel hombre hace un lustro en Buenos Aires, me recordó a otra anciana de mi adolescencia, muy pequeña, muy delgada, toda de negro. Te la encontrabas a la salida del metro en Sol, antes de que la plaza fuera tan peatonal, tan plusmoderna y tan pasto de los turistas. Mostraba un cartelito en el que decía algo así como “necesito dinero para medicinas”. En aquellos años, plenos noventa, en los que nos percibíamos como un estado europeo de bienestar, ver algo así era como un error en el matrix. O ella estaba loca, o algo se había hecho mal. O era un anuncio del apocalipsis por venir.
Y tú ¿qué vas a hacer con tus mayores? ¿Cómo vas a cuidarles con un salario que apenas te da para sobrevivir? ¿Cómo vas a repartir tiempos y gastos con tus pocas hermanas y hermanos? ¿Qué vas a hacer si necesitan asistencia durante las 24 horas del día? Todas esas preguntas flotan en el ambiente, cada vez que el padre de una amiga se enferma, cada vez que la madre de un amigo pasa de ser abuela cuidadora a abuela que precisa de cuidados. Si el neoliberalismo ha negado a tantas la posibilidad de tener hijas, a tantos el tiempo para cuidar a sus criaturas, muestra un rostro aún más inquietante cuando llega la hora de cuidar a madres y a padres.
Que envejecer dignamente esté por encima de nuestras posibilidades es un problema de valores; nada que ver con el capitalismo, nos dicen
Su relato está cerrado y bien cerrado: la longevidad es un riesgo, vivimos demasiado y eso hace daño a la economía mundial, hay que ligar las pensiones a la esperanza de vida, clamaba el FMI en el 2012. “El drama de los mayores abandonados por su familia en un hospital,” titulaba El País hace unas semanas un artículo sobre el caso de un centro hospitalario en Tenerife. Subtitulaba: “La falta de espacio y el exceso de trabajo son algunas de las excusas que ponen quienes no quieren recoger a sus mayores una vez dados de alta”. Excusas, decía el periodista, reportando desde la Comunidad Autónoma con mayor riesgo de pobreza y exclusión del Estado. Que envejecer dignamente esté por encima de nuestras posibilidades es un entuerto demográfico y un problema de valores. Nada que ver con el capitalismo, nos dicen.
Al revés, nuestras sociedades capitalistas nos ofrecen cada vez más opciones de gestión de la vejez: En Estados Unidos, vanguardia de la innovación, se lleva cada vez más trabajar hasta que el cuerpo aguante. En Alemania, el último grito consiste en exportar abuelos a Polonia, donde las residencias son mucho más baratas. La ancianidad nipona por su parte le ha cogido el gusto a la delincuencia, un poco por la adrenalina, y otro poco por poder garantizarse techo y comida, aunque sea en una cárcel. Aquí en el Estado español, cuando la necesidad de cuidados se vuelve severa e inaplazable, las familias que pueden permitírselo emplearán mujeres inmigrantes que estarán disponibles casi todo el día, casi todos los días. El Estado contratará empresas que aporten personal geriátrico en sus residencias, auxiliares en los servicios de asistencia a domicilio. Todas estas personas cuidadoras pondrán mucho de su tiempo y su energía, de su afectividad y sus saberes. Ninguna será pagada a la altura de lo que aporta.
El capitalismo no prevé la vulnerabilidad de la existencia, así que solo deja las migajas para quienes cuidan y son cuidados. La narrativa neoliberal es capaz de convertir en sentido común que lo que faltan son jóvenes, cuando la tasa de paro juvenil es una constante, y miles de personas jóvenes piden paso en las fronteras. No tenéis hijos suficientes para mantener a vuestras mayores, nos recriminan. Nos piden solidaridad intergeneracional a las de abajo para repartirnos las miserias que nos dejan, mientras que allá arriba se transmiten intergeneracionalmente el botín del expolio. Señalan alarmistas a la pirámide poblacional como enemiga, mientras afilan sus dispositivos de expropiación, con las pensiones en el punto de mira.
En un relato de Bernard Werber, una furgoneta acude a las casas de quienes están viviendo demasiado tiempo, previa denuncia de sus hijas e hijos
En Diarios de la Guerra del Cerdo del escritor argentino Bioy Casares, un grupo de ancianos porteños van notando, en el ambiente, una creciente hostilidad hacia ellos. Entre achaques y rutinas, les asalta, día tras día, la noticia de la muerte violenta de una vieja, un atropello, una paliza. Las personas ancianas son alterizadas, deshumanizadas, percibidas como una carga, como algo oscuro y tedioso a combatir. En “La última revuelta”, un relato del libro El árbol de los posibles de Bernard Werber, el Estado ha decidido enfrentar de manera drástica el coste de la vejez para las arcas públicas. Una furgoneta del Centro de Retiro Paz y Dulzura acude a las casas de quienes están viviendo demasiado tiempo, previa denuncia de sus hijas e hijos. Una vez pasada la decepción y el desconcierto, empieza a organizarse la resistencia anciana. Guerras de los jóvenes contra los viejos: relatos distópicos, caricaturas grotescas. Puede ser.
Pero el neoliberalismo es una máquina de deshumanización brutal, una trituradora de vínculos que siembra alteridad y cosecha poder. Previa deshumanización, convierte a los otros lejanos en pasto de guerras y extractivismo salvaje. Previa deshumanización, convierte a las otras migrantes en amenaza y avala su muerte a miles en las fronteras. Previa deshumanización convierte a los pobres, en números, en parásitos y fracasadas mientras achica el Estado y regatea el sustento. Previa deshumanización, es capaz de convertir a nuestras propias viejas, a los viejos que seremos, en un “otro” problemático.
Empleo juvenil
El cuento del eterno aprendiz
La incorporación al mercado laboral está mediada por distintos tipos de contratación. Modelos como el de formación y aprendizaje se utilizan cada vez más para rebajar las condiciones salariales.
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la vejez es simbolo de sabiduria
una sociedad que rechaza la vejez es una sociedad que rechaza la sabiduria, el conocimiento
es una sociedad que se ha perdido y que ya solo valora lo MATERIAL a cualquier precio
me entristece el mundo, la verdad
Al articulo le faltan algunos enlaces con referencias a las masivas movilizaciones de pensionistas. :-)