The Wire
Un fotograma de la serie de HBO The Wire.

Opinión
La política-espectáculo, entre los palos de golf y la lucha libre

Ante los últimos acontecimientos noticiables originados desde Madrid, una idea me arrolló por completo: Pablo Iglesias es Jimmy McNulty, el protagonista de ‘The Wire’. Creo que es algo que a quien ha visto la serie le resultará evidente. Incluso, de acuerdo con algunos comentarios que ha hecho, hasta el propio Pablo es admirador del policía de ficción.
18 mar 2021 06:00

Durante las últimas semanas estuve viendo The Wire, la magnífica serie de inicios de siglo cuyos protagonistas son, en su mayoría, un grupo de policías de Baltimore. La trama gira en torno a cómo, estos policías, en medio de un ecosistema burocrático y político extremadamente corrupto y precario, luchan a contracorriente y hacen hasta lo imposible por lograr algo de justicia en una ciudad acosada por el crimen en las calles. Fue por eso que, ante los últimos acontecimientos noticiables originados desde Madrid, una idea me arrolló por completo: Pablo Iglesias es Jimmy McNulty, el protagonista de la serie. Creo que es algo que a quien ha visto la serie le resultará evidente. Incluso, de acuerdo con algunos comentarios que ha hecho, hasta el propio Pablo es admirador del policía de ficción. Basta con echar un vistazo a algunas de las características más sobresalientes que podemos encontrar en el perfil que el FBI inadvertidamente de hizo él (de McNulty) para comenzar a dar cuenta del parecido: perteneciente a una entidad burocrática de servicio público de la que se siente alienado, profundo resentimiento frente a sus rivales y, sobre todo, una tozuda propensión a embarcarse en quijotescas empresas virtualmente imposibles como consecuencia de la necesidad por reafirmar su superioridad y valor intelectual.

No se entienda esto como una diatriba más en contra de Pablo Iglesias, a mí el personaje de McNulty me parece genial. Su infatigable deseo por hacer un trabajo policial memorable, que haga la diferencia por el bien de la ciudad, a costa de todo y a costa de todos (incluidos sus amigos cercanos), es lo que mantiene la serie en movimiento. Una y otra vez este policía involucra, arrastra, a sus colegas a seguirle el paso en sus locuras bienintencionadas, mismas que solo forman parte de una odisea absurda mediante la cual este personaje busca dotar de sentido a su vida. Todo esto inútilmente, pues como el siempre sabio Lester Freamon tuvo a bien espetarle: el trabajo no lo iba a llenar, lo que necesitaba era una vida de verdad, “eso que pasa mientras esperas aquello que nunca llega”. Por eso, si la política española fuera un drama de cinco temporadas, no me queda duda de que Pablo Iglesias sería mi personaje favorito. Cómo prescindir del outsider desgarbado en torno al que siempre están pasando cosas, que tiene algunas de las mejores líneas y cuyo voluntarismo intrépido solo se ve atemperado por lo variable de su fortuna.

Al igual que McNulty, Pablo Iglesias pertenece a una entidad burocrática de servicio público de la que se siente alienado, siente un profundo resentimiento frente a sus rivales y, sobre todo, una tozuda propensión a embarcarse en quijotescas empresas virtualmente imposibles como consecuencia de la necesidad por reafirmar su superioridad y valor intelectual

Pero la política española no es una serie de televisión, aunque a veces, por lo ocurrido allí, pareciera que quisiera asemejarse lo más posible a una. En un intercambio de comentarios con Javier Zamora García, quien sabe mucho más del tema que yo, este externaba su preocupación de que “el marketing colonizara la política”. Creo que es una inquietud importante que compartimos todos los politólogos. Al final de cuentas, la vida política es una de las cosas más importantes que tenemos como seres sociales, de su gestión depende la vida de millones (lo constatamos con la actual pandemia). Por ello resulta extremadamente desconcertante ver cómo la contienda electoral gira en torno al espectáculo: en ver quién suelta la frase más contundente, provocadora o insolente; o en a quien le sale mejor el mostrar su lado desenfadado en algún popular programa de televisión de mal gusto. Si la elección era el aspecto aristocrático de la democracia, ahora hemos renunciado a eso optando mejor por investir al rey del carnaval. Total, si todo lo que nos van a mostrar es un engaño, mejor que ocupe el puesto alguien con la capacidad de entretener al público. Más vale malo por divertido…

Por otro lado, también vale la pena preguntarse si esto del espectáculo no es en realidad algo de toda la vida. Muchos tendrán grabada la imagen de las campañas políticas estadounidenses de antaño donde los candidatos iban montados en la parte trasera un tren mientras visitaban distintos lugares donde organizaban un pequeño pero animado acto de campaña, con discursos, música y mucha emotividad —en los años previos a la televisión todo era más fácil—. Pero también podemos remontarnos a la Roma imperial para encontrar importantes vestigios de la íntima relación entre la política y el espectáculo. Quizá la diferencia es que ahora el espectáculo es mucho más grande, está potenciado por los medios masivos de comunicación tradicionales y, sobre todo, por internet, donde todo es llevado hasta el límite. Se trata de los tiempos que nos corren, todo es más grande, ruidoso y resplandeciente. Basta con echar un vistazo a las películas y series de superhéroes que dominan los niveles de audiencia y consumo. Lo que la gente quiere son explosiones y chorretazos de testosterona.

Si la política española fuera un drama de cinco temporadas, no me queda duda de que Pablo Iglesias sería mi personaje favorito. Cómo prescindir del outsider desgarbado en torno al que siempre están pasando cosas, que tiene algunas de las mejores líneas y cuyo voluntarismo intrépido solo se ve atemperado por lo variable de su fortuna

Debe ser esto último lo que está detrás de la tendencia del espectáculo político por imitar ciertos rasgos litúrgicos de la lucha libre. Es particularmente evidente a la hora de los discursos parlamentarios: el personaje se acerca impaciente al micrófono, tiene la cara enrojecida, mira fijamente a su objetivo, se encoje ligeramente de hombros como un toro a punto de dar una embestida, levanta el dedo índice flamígero y comienza su discurso. Este consiste en una retahíla de incordios, desafíos y constantes promesas hacia el rival de que sufrirá una derrota apabullante. En ocasiones el dedo comienza a apuntar hacia el frente como si el orador quisiera aplastar a la distancia a su interlocutor, mientras en segundo plano, algún compinche de este, cruzado de brazos asienta continuamente con un semblante desafiante. Pero claro, la política no deja de ser una competición bien reglamentada y ordenada, más parecida al golf que a la lucha libre. Así que, en lugar de que pase lo que cabría esperar después de semejantes desplantes -que comiencen a lanzarse unos a otros por los aires y a golpearse con sillas de metal-, lo que sucede es que va cada uno, con su ridícula vestimenta de no romper ni un plato, agarra un palo de golf y golpea suavemente la pequeña pelota con la esperanza de anotar un birdie a manera de consolación. Todo esto mientras su rival espera pacientemente su turno. Al final se sube cada uno en su tonto carrito y emprenden la travesía hasta las próximas elecciones mientras siguen gesticulando y retándose en el proceso.

Algo anda mal con todo el sistema cuando la política ofrece un espectáculo tan deplorable como este, pero doblemente mal si es esto en verdad lo que la audiencia desea consumir

En fin, un esperpento de espectáculo que no debería dejar felices ni a los amantes de la lucha libre ni a los del golf. Pero es un esperpento que responde a una necesidad, lo podemos interpretar como una apuesta desesperada por captar la atención de una audiencia cada vez más cansada de la trama de siempre repitiéndose una vez más y para la que resulta bastante sencillo cambiar el canal. La política enfrenta una encrucijada muy complicada: se debate entre mantener su pureza institucional y preservar las formas de un parlamentarismo y una contienda electoral que estén a la altura de la importancia que entrañan, pero arriesgarse a sobrevivir con una audiencia mínima compuesta por unos cuantos frikies del golf; y entre la alternativa: perseguir un público más amplio incorporando toda la simulación, el sentimentalismo exagerado y el desborde calculado de las pasiones, pero arriesgarse a verse consumida por completo por el marketing y perder así su esencia y razón de ser. En ambos casos el riesgo es mayúsculo, la política puede ver erosionada (aún más) su capacidad para gestionar el poder y con ello su papel fundamental a la hora mantener la cohesión y la paz social.

Algo anda mal con todo el sistema cuando la política ofrece un espectáculo tan deplorable como este, pero doblemente mal si es esto en verdad lo que la audiencia desea consumir. ¿Por dónde empezar? Quizá la desafección de los espectadores es consecuencia de que la política, más allá de espectáculo o no, nunca ha ofrecido una trama creíble o los mecanismos necesarios para que estos se involucren más y se vuelvan partícipes de la historia. Pero siempre estará presente la posibilidad de que los espectadores, salvo alguna pequeña minoría, simplemente no toleren observar el trascurrir de la política cotidiana, tan aburrida, siempre llena de procedimientos, dilemas y complicaciones. Como suele ser el caso con las buenas series de televisión, la salida de este embrollo no es sencilla de dilucidar de manera anticipada y alcanzarla no va a lograrse sin grandes esfuerzos e importantes sacrificios. La gran diferencia es que, en este caso, los sacrificios no los van a asumir los protagonistas del drama, sino los espectadores. Quizá lo que no entendemos es que en realidad sí somos partícipes del espectáculo, solo que la puesta en escena es una comedia cruel.

Pero volviendo a The Wire, ¿qué hubiera sido del maravilloso Jimmy McNulty si no hubiera tenido su momento estelar sino hasta la temporada cuarenta de la serie? Que seguramente no nos parecería tan maravilloso, ni a mí ni a Pablo Iglesias.

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