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Opinión
Accesorio del vestir
Cuando Ábalos decía que “la vivienda es un derecho, pero también es un bien de mercado” reconozco que me entró la risa, porque todo, todo, todo, (tu tiempo, tu ropa, tu comida, tu educación, tu salud, tu madre o tu hígado) pueden ser un bien de mercado si antepones el mercado a los Derechos, pero es que, claro, hay que elegir. La ideología también es un bien de mercado. Las ideas se publican y se publicitan, se ofertan en las rebajas, te bombardean con ellas, las adaptan, las edulcoran, sacan el extracto en pequeñas píldoras más digeribles y te lo venden y como todo bien de mercado, como tú, que también eres objeto de mercadería, caducan, la obsolescencia les llega, pasan de moda y son sustituidas por un nuevo producto, más funcional, que dé más rédito y, ya de paso, que otorgue crédito, en la obscena polisemia que lo abarca.
Durante unos años, el feminismo fue un bien de mercado, uno muy rentable, porque le permitía a las élites no solo colocar a sus hijos sino también a sus hijas en puestos de poder
Durante unos años, el feminismo fue un bien de mercado, uno muy rentable, porque le permitía a las élites no solo colocar a sus hijos sino también a sus hijas en puestos de poder. Además, les daba para merchandising y Zara y Bershka vendían camisetas en las que ponía “Grrrl Power” con serigrafía violeta y lentejuelas, equiparando empoderamiento a sentirte deseable mientras se obviaba la parte de que “Grrrl” solo admite perífrasis con “Riot”. El feminismo de Estado era muy útil para que la liberación de las afganas facilitara el control de las infraestructuras y los campos de opio de Oriente Medio y para alimentar la islamofobia y defender las fronteras de quienes huían de las guerras que la industria del armamento, mucho más potente que la industria del feminismo —dónde vamos a parar—, había provocado para sustentarse.
Así nació el feminismo liberal, una estructura de adaptación que, en la práctica, en nada servía a las mujeres de a pie, y precisamente por eso era un producto perfectamente transitable para políticos y empresas que solo tenían que poner caritas compungidas cuando se publicaba sobre algún asesinato; soliviantarse un poco hablando del techo de cristal; poner en un programa su compromiso con la igualdad real, lo que sea que es eso. Y despolitizar lo que era eminentemente político.
El feminismo, tomado en serio, solo puede tener dos vertientes: una profundamente materialista en lo económico, y otra profundamente anarquista en lo social
El feminismo tomado en serio, sin embargo, parece que no trascendía, porque el feminismo, tomado en serio, solo puede tener dos vertientes: una profundamente materialista en lo económico, y otra profundamente anarquista en lo social. Así, si el feminismo para ser de verdad, es decir, inclusivo, lucha por igualar a las personas en dignidad, respetando y protegiendo su diversidad, y poner al capital al servicio de las mismas, y no al contrario, tendríamos que hablar del peso del colonialismo en las relaciones de poder, del binarismo en la estructura sexo-género para entender las opresiones por orientación o identidad, del capacitismo y cómo las mujeres cuidan, pero rara vez son cuidadas, y si lo son, será por otras mujeres. Podríamos hablar también de la violencia de clase y cómo el hombre pobre hace mudanzas a 100 euros el porte y la mujer es secuestrada como interna por un salario de 700 euros al mes para mandar ultramar a la abuela que cuida de los nietos. Porque cuando se separan, ella se queda los niños y él, la furgoneta.
Así, ese feminismo mainstream era útil, hasta que dejó de serlo. Porque, claro, después de tanto contarnos que éramos personas, aunque fuera un mejor ejercicio publicitario, fuimos nosotras y nos lo creímos y el feminismo, el de verdad, tomado en serio, empezó a aflorar a la superficie del debate. Las manos con artritis, las varices, las hernias discales, las prótesis de rodilla, de cadera, contrastaban demasiado con las pensiones no contributivas, con esa negación de que hubieras trabajado. Y, claro, es que resulta que una cosa es tener trabajo y otra tener empleo, pero en un mundo donde los derechos están ligados a la productividad reconocida, y la productividad al beneplácito de las empresas, y este, al margen de beneficio, el feminismo, el de verdad, el tomado en serio, empezaba a resultar incómodo. Y una mujer, querida, puede ser de todo menos incómoda.
La maquinaria se puso en marcha, y empezaron los think tanks, (entraron con los tanques, porque esto es una guerra) las grandes empresas (no te pienses que esto ha sido un accidente, una tormenta de verano) que necesitan, claro, que haya quien recoja la fresa a 20 euros diarios, quien limpie el portal, o quien te saque a los niños y te haga la compra y calle si la tocan, y si la echan del piso, y si le rescinden el contrato después de haberla usado o le parten la cara. Y detrás de las empresas, de los grandes capitales, los partidos políticos y sus asalariados en las instituciones, en las universidades, en los clubes de amigos, y la prensa y las redes, y las fake news y el click bait, tan útil y tan rentable porque, para desinformar, un bombardeo de mierda es más útil que cualquier censura. Y el feminismo, el suyo, antes tan fácil, tan limpito, dejó de ser un elegante accesorio del vestir y pasó a estar donde siempre ha estado, en el bando enemigo, en la linea del frente.
Ahora que los fascistas tapan rostros de mujer en las paredes, las feministas de la élite, el feminismo de vestir, las que se horrorizan de la palabra racializada, las que aseguraban que la existencia de las mujeres trans nos borraba, las que justificaban su derecho a tener mucama se escandalizan
Y ahora que los fascistas tapan rostros de mujer en las paredes, que queman flores que recuerdan un incendio, que extienden pancartas en nuestro nombre, negando nuestra lucha, vuelven con toda su rabia, con toda su bilis a gritarnos al oído dónde está la cocina (llevamos un año de pandemia encerradas en la cocina), las feministas de la élite, el feminismo de vestir, las que se horrorizan de la palabra racializada, las que aseguraban que la existencia de las mujeres trans nos borraba, las que justificaban su derecho a tener mucama se escandalizan. ¿Cómo es posible que sean los hombres fascistas los que nos suplantan, los que nos borran? ¿Quién iba a pensar que el enemigo estaba donde siempre?
Por primera vez en mucho tiempo, me han gritado “¡PUTA!” por la calle, por llevar una camiseta feminista. Y me ha hecho sonreír, porque significa que por fin han entendido que el feminismo no es un accesorio del vestir.