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Opinión
Decir el bosque
Mientras escribo esto, la sierra de Los Guájares, a 60 kilómetros de aquí, arde. Llegan hasta mi habitación el olor a humo, las cenizas, el miedo. Leo que este ha sido el peor año de sequía desde que se tienen registros y el peor de las últimas tres décadas en cuanto a superficie quemada en el Estado español: 300.000 hectáreas menos de bosque son el resultado de las llamas. Leo también que en un fin de semana cualquiera de julio el hielo derretido en Groenlandia podría haber llenado 7,2 millones de piscinas olímpicas. Un estudio científico publicado hace apenas dos días asegura que estamos muy cerca de cruzar seis puntos de no retorno climáticos que transformarían de forma radical la vida en el planeta: el colapso de la capa de hielo de Groenlandia, el colapso de la capa de hielo de la Antártida Occidental, el colapso de la circulación oceánica en la región polar del Atlántico Norte, la extinción de arrecifes de corales en latitudes bajas, el derretimiento repentino del permafrost en las regiones del norte y la pérdida abrupta de hielo marino en el mar de Barents. Lejos de hacer algo para frenar el ecocidio, la Unión Europea anuncia que relajará el control de las emisiones de dióxido de carbono y recurrirá a fuentes de energía más contaminantes en los próximos meses bajo el pretexto de la falta de gas ruso.
Paseo por los bosques de la Alhambra y miro la montaña; eso mucho más grande que nosotros que nos cobija (que, a pesar de todo el daño, nos cobija). Como en los versos de Piedad Bonnett: “Adivino un orden misterioso en el jardín que huraño va creciendo./ Quizá el orden benévolo de un dios/ en cuyo sueño nunca existió el hombre”. La lógica del capital (expansiva, extractivista, basada en la explotación de los recursos y los seres) nos ha convertido en la mayor amenaza, en la mayor de las plagas. Ninguna otra especie asola así la vida. Ninguna otra especie avanza haciendo añicos. “Aquí estaríamos todos ‒escribió Rosario Castellanos‒: la horda devastando la pradera”.
Cada vez creo con más fuerza que la literatura ha de poner una luz sobre lo atroz, mostrar el daño. Si ha de servirnos para algo, que sea para adquirir conciencia del error sobre el que nos alzamos
Cada vez creo con más fuerza que la literatura ha de poner una luz sobre lo atroz, mostrar el daño. Si ha de servirnos para algo, que sea para adquirir conciencia del error sobre el que nos alzamos. Para volver sobre nuestros pasos, si es que todavía es posible. “Un murmullo interno/ avanza arrastrándose/ los pozos se ahogan/ las casas se pierden/ los bosques reptan por la tierra”, nos recuerda Inger Christensen. Se ha de escribir para decir el bosque. Eso verde e inmenso que empieza donde acaba el lenguaje que inventamos al erguirnos (porque hablar es buscar palabras para todo aquello que no las necesita, que no nos necesita para seguir creciendo).
La literatura ha de acercarnos de nuevo a lo que nos hemos empeñado en dejar atrás durante siglos: el lugar del que veníamos (agua, rama, piedra, semilla), allí donde solo éramos pisada sobre la tundra, sonido gutural, dedo señalando las cosas. Necesitamos que nos crezcan los verbos como ala de insecto y, al agitarlos, eche a volar la vida. Decir, como Mary Oliver: “Yo no quiero más ser útil, ser dócil,/ guiar/ a los chicos fuera de los campos hacia el texto/ de la civilidad, enseñarles que son (no son) mejores/ que el pasto”. Que escribir consista en alzarse más allá de los muros que levantaron otros, sembrar palabras nuevas de las que pueda nacer de nuevo el mundo. Hablar con el acento crujiente que brota de los prados, bordar también de flores nuestra lengua. Repetir con Dickinson: “En el nombre de la abeja —/ y de la mariposa —/ y de la brisa — ¡amén!”. Y que sea esa nuestra única forma de rezar.