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Opinión
La escalera, la lupa, la palabra
Julia Stephen sostenía a su sexta hija en brazos unas horas después de dar a luz. Leslie Stephen garabateaba letras en su escritorio, ajeno al llanto del bebé. Era el 25 de enero de 1882. Nadie pareció sospechar ese día que Virginia había nacido para ahogarse. Mucho menos sospechaban que con ella todas nos ahogaríamos un poco y nos salvaríamos de ahogarnos a la vez. Décadas después, antes de cumplir los 60 años, Woolf sonrió a los que la vieron pasear entre los árboles aquella mañana de marzo. Llevaba un abrigo muy largo cuando escribió dos notas breves (una para su hermana Vanessa, otra para su marido Leonard) en su pequeño cuaderno.
Nadie sospechó aquel 25 de enero de 1882 que, antes de llenar de piedras sus bolsillos y hundirse en el río Ouse, Virginia escribiría algunos libros que cambiarían el curso de la literatura para siempre (Al faro, La señora Dalloway, Una habitación propia, Orlando, Las olas), ni que (algo más importante todavía) esos libros transformarían a sus lectoras generación tras generación. Virginia murió dejándonos como herencia una escalera larga y una lupa. Gracias a ella alcanzamos la altura necesaria para perder el miedo. Gracias a ella pudimos ver las cosas diminutas, casi invisibles, con las que tropezaban a cada paso nuestros pies.
Virginia, lo raro no es que tú te ahogases. Lo raro es que tantas y tantas mujeres no fuesen, con sus bolsillos llenos de piedras, detrás. Lo raro no era rendirse, era seguir, estar, resistir, luchar
Como a menudo ocurre con las grandes escritoras en cuyas biografías hubo desde muy pronto algo torcido (pienso en el miedo atroz a los otros de Emily Dickinson, en las depresiones recurrentes de Sylvia Plath o en las estancias en el psiquiátrico de Alejandra Pizarnik), cuando se habla de ella se recalcan las palabras depresión, locura, enfermedad. Pero nunca se explican las razones de esa profunda incomodidad, de esa continua sensación de estar fuera de gozne. Y no hablo solo de que, tras la pérdida de su madre con apenas 13 años de edad, su padre prohibiese que su nombre se volviera a pronunciar. Ni tan siquiera hablo de los abusos sexuales que sufrió desde los siete años por parte de sus hermanastros, veinte años mayores que ella, cuyo relato nadie (incluidos sus biógrafos) creyó. Hablo de algo mucho más inconcreto que lo alcanzaba todo. ¿Cómo no sentirte una extranjera cuando el lugar que ocupas jamás se representa, cuando lo tuyo queda sistemáticamente fuera de los mapas? ¿Cómo no revolverte cuando habitas un mundo que no te ha pertenecido jamás? ¿Cómo ser mujer en una realidad hecha por unos pocos hombres que tan solo pensaron en otros pocos hombres mientras levantaban sus bastones de mando o se subían a los púlpitos de sus iglesias, sin mirar a los ojos a quien guisaba en sus cocinas? ¿Cómo, además, no volverte loca si pudiste entreabrir una puerta y asomar la cabeza a los sitios prohibidos, si tuviste la suerte de leer los libros que estaban reservados para ellos, de comprar un puñado de pliegos de papel y algo de tinta, de conseguir el tiempo y el espacio necesarios para escribir? ¿Cómo no llenar tus bolsillos de piedras y hundirte en el río Ouse si cada palabra tuya era sistemáticamente cuestionada, cada mínima rebelión desaprobada, cuando ellos escupían en cada una de tus pequeñas conquistas y podías intuir ya que más de cien años después de escribir lo que escribiste las cosas seguirían prácticamente igual?
Virginia, lo raro no es que tú te ahogases. Lo raro es que tantas y tantas mujeres no fuesen, con sus bolsillos llenos de piedras, detrás. Lo raro no era rendirse, era seguir, estar, resistir, luchar. Y si desde que te fuiste lo hacemos, es, en parte, gracias a tu legado: la escalera, la lupa, la palabra. A todo lo que nos dejaste. A todo lo que ese día no se ahogó.