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Opinión
Dudar
Las certezas van de la página del diario a la pantalla del móvil, el programa en prime time, la tertulia de bar. Saltan de boca en boca hasta colmar la lengua. Lo no dicho desborda el mundo mientras relatos como lucecitas en mitad de la noche nos defienden del frío. Ponen un techo sobre nosotros, nos salvan de la intemperie que es vivir. Y encauzan la rabia, la esperanza, la fe, el dolor, para que la corriente no nos arranque al paso como árboles y nos arrastre quién sabe hacia qué. Relatos que ponen un espejo en el regazo y dicen: “Mírate, tú también te pareces a esta luz”. Se trata de eliminar la duda. Con unas pocas verdades, cercar la realidad hasta que no haya un afuera.
Repetir, repetir, repetir, para que todo lo que quede en el margen sea atroz y, quien lo piense, un monstruo. Pero si algo he aprendido de la literatura es a habitar la niebla. A entender que es en la niebla en el único lugar donde existimos. Se escribe desde lo que no se comprende; se escribe para preguntar por qué. Algo así parecía ocurrirle a Lispector cuando afirmaba en La hora de la estrella: “Mientras tenga preguntas y no tenga respuestas seguiré escribiendo”. Y también a Duras: “Esa es la verdad, no hay otra: la duda. La duda es escribir”.
Dudar es abrazar la hermenéutica de la sospecha, tal y como la definió Ricoeur: tratar de dirimir a qué intereses obedece ese relato sin aristas que todos repiten, quiénes están ganando esta guerra, todas las guerras
Esa semilla pequeña que es la duda contiene dentro la posibilidad de un mundo por nacer (tal vez mejor, tal vez más grande). Dudar nunca es lo mismo que negar o afirmar; es solo creer lo que se cree mirando al otro lado, poner también los ojos en aquello que nuestro pensamiento deja a oscuras. No descartar que pueda haber verdad en esa sombra. Entender que, a veces, lo negro es un abrigo y la luz tan intensa que no nos deja ver. Dudar no es igual que decir ellos mienten (eso sería fácil: una verdad cambiada por la otra como en el juego de bolas de un trilero). Dudar es reconocer lo cierto de un relato sin esconder bajo la alfombra del silencio lo demás (las otras verdades, las que se barrieron para que sobre lo que nos hace de suelo no quedase una mota de polvo; para que fuera nuestra historia este mármol brillante). Pero, más que nada, dudar es abrazar la hermenéutica de la sospecha, tal y como la definió Ricoeur: tratar de dirimir a qué intereses obedece ese relato sin aristas que todos repiten, quiénes están ganando esta guerra, todas las guerras.
¿Por qué los dedos apuntan siempre a la misma dirección? ¿Por qué duele lo que duele y deja de dolernos lo demás? ¿Por qué dos cosas pasan en puntos del mapa diferentes y somos incapaces de verlas a la vez? ¿Cuándo se ha vuelto el lobo capitalista —pies de Fondo Monetario Internacional, manos de OTAN, dientes de imperio yanqui (siempre dientes de imperio yanqui), orejas de petróleo y gas‒ la abuelita del cuento?
El mismo mundo viejo, todo aquello sobre lo que antes escupíamos, todo aquello que antes éramos capaces de reconocer como el enemigo a batir, ahora huele a talco y nos sonríe como bebé recién nacido (¿qué alma podrida se negaría a besar sus mejillas rosadas?). Y, mientras, hay tierra que se arroja a paladas sobre Yemen, Colombia, Palestina, el Sáhara Occidental, Etiopía. Tierra sobre lo negro, lo indígena, lo árabe, lo pobre, lo paria, lo desechado, lo ilegal. Más tierra donde la tierra nunca ha dejado de caer: las guerras alrededor de la guerra, quienes solo encuentran vallas al huir. La muerte, la miseria, el miedo, la violencia fuera de plano, teniendo lugar a todas horas, en todos sitios, sin que nadie escriba un solo titular.