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Movimiento obrero
Gallina Blanca: el chocolate sabe más dulce después de una madrugada de piquete
Gallina Blanca ha anunciado su intención de vender el terreno de Sant Joan Despí (Barcelona) en el que se encuentra una de sus fábricas para trasladarla a Ballobar, un pueblo de 823 habitantes en la provincia de Huesca. Los trabajadores llevan dos meses de lucha para evitar el cierre de la planta.
Los zapatos taconean sobre el asfalto. Las manos enguantadas se frotan una contra otra y presionan las bufandas para sellar los huecos por los que se cuela el aire gélido. La llama que emerge del fondo de un bidón hace bailar las sombras, atenuadas por la luz de la luna. En la madrugada del 31 de enero, una treintena de personas ataviada con chalecos amarillos está congregada frente a la puerta de la fábrica. Los corrillos somnolientos ocupan la carretera dejando un solo carril despejado, aunque a estas horas la circulación es muy escasa. El humo de los tubos de escape se condensa al contacto con el frío. De vez en cuando, una furgoneta enfila la cuesta y se adentra en el polígono.
De la barrera de la entrada de turismos cuelga una pancarta. “No al cierre de Gallina Blanca”.
Pegatinas amarillas de Comisiones Obreras cubren todos los espacios entre las letras. Como si fuera la entrada de un circo, varias banderas del sindicato presiden la entrada. Los mástiles —palos de plástico tan endebles como los de un Chupa Chups— se entrelazan en la verja para mantenerse firmes. El mismo lema se repite por todas partes, en pegatinas fluorescentes y en letras pintadas con molde.
Un Seat Alhambra intenta entrar en la fábrica. Se detiene delante de la barrera. Una joven rubia que lleva una capucha de pelo sintético se planta frente al coche. Enseguida se le une un puñado de compañeros que cierran el paso. El resto se arremolina alrededor del vehículo. Dirigen sus gritos a las ventanillas tintadas y hacen sonar sus silbatos de plástico. Una explosión muy cercana hace temblar el suelo.
Antonio Hidalgo da vueltas en torno al coche y su silueta se ilumina al pasar frente a los faros. Él es el delegado sindical de Gallina Blanca en Sant Joan Despí, una ciudad de 34.000 habitantes en el área metropolitana de Barcelona. Unos días antes, la empresa se puso en contacto con él para comunicarle que el ayuntamiento iba a recalificar el terreno en el que se encuentra la fábrica y que planeaban trasladarla a Ballobar, un pueblo de 823 habitantes en la provincia de Huesca, donde la empresa tiene una de sus diversas plantas de producción.
Cuando Conchi entró en Gallina Blanca casi todo el pueblo trabajaba allí. Eran mil empleados. Con la robotización, la producción ha ido aumentando en paralelo a la reducción de la plantilla. Ahora son 70
Ante la posibilidad de perder sus empleos, Antonio Hidalgo pidió una reunión con el alcalde. Poco después de haber acordado el encuentro le llamaron de Gallina Blanca para puntualizar algo. Ellos estaban interesados en la recalificación, había sido un pacto entre ambas partes. La empresa matriz, Agrolimen, propiedad de la familia Carulla, tenía intención de traer sus oficinas centrales de Hospitalet a Sant Joan Despí y construir bloques de viviendas. Ninguno de los trabajadores —cuyas parejas trabajan aquí y muchos están pagando una hipoteca— está dispuesto a marcharse a Ballobar.
¡Carulla, no nos dejan entrar!
Uno de los hombres más jóvenes enciende un petardo y lo lanza dentro del terreno de la fábrica, filtrándolo entre los barrotes. El estruendo sobresalta a Conchi.
—¡Que me asusto!
Se produce otro estallido, esta vez detrás del coche. En el asiento del copiloto se enciende la pantalla de un iPhone. El jefe de personal, un ejecutivo joven, se lleva el teléfono a la oreja.
—¡Carulla, Carulla, no nos dejan entrar! —exclama alguien en un tono lastimero que desata las carcajadas de los demás.
Un vaso de cartón volcado, con un estampado de granos de café, descansa sobre el techo del Alhambra. Los trabajadores escrutan el interior del coche con la mirada.
—¡Chupatintas! A ese le enseñé yo a trabajar —dice Serotina señalando a los asientos posteriores.
—Está la Miriam también. Van cinco.
—¡Que salga el del maletero!
—Qué violento para ellos —comenta Conchi.
—¿Y para nosotros qué? Nos echan a la puta calle.
—Ya…
—No haber venido.
—¡Mira la luna!
En forma de cáscara de sandía, la luna sigue brillando, escoltada por dos puntos de luz que parecen dos aviones suspendidos en pleno vuelo, y que probablemente se trate del fulgor de Venus y Júpiter, que hoy coinciden en el cielo. Ahí abajo, el tráfico comienza a espesarse. El tranvía cruza la rotonda y pasa bajo el puente al tiempo que un tren de cercanías pasa sobre él. Algunos trabajadores gritan y hacen señas para que los coches que circulan frente a la fábrica hagan sonar el claxon. El conductor del primer coche no entiende los gestos que le hacen hasta que ha pasado de largo y pita cuando ya se está alejando. Le siguen otros dos, un joven inclinado sobre el volante como un adolescente en su primera práctica de autoescuela y un hombre mayor que mira al frente impasible. Los dos pasan de largo sin tocar la bocina.
—¡Esaborío! —grita Serotina.
En la acera opuesta, una puerta se abre para dejar entrar a una grúa que arrastra un Dacia Sandero.
—¡Que enganche este! —dice Conchi señalando al Alhambra.
El conductor cruza los brazos. El motor sigue encendido y el intermitente izquierdo todavía parpadea. Una patrulla de la policía local sale del mismo lugar en el que un momento antes ha entrado la grúa. Se detiene durante unos instantes y se aleja calle arriba. Los trabajadores han estado observando conteniendo la respiración.
—Vendrán los Mossos.
Un hombre se agacha para dejar un par de huevos detrás de un árbol y poder encenderse un cigarro. El tronco está repleto de nombres de amantes y fechas grabadas en la corteza. Serotina se frota las manos, enfundadas en guantes azules de algodón.
—Mirad, salen hilillos blancos —dice mostrando las palmas a las demás mujeres.
Ellas son las trabajadoras de más antigüedad. Conchi tiene 71 años y entró a la fábrica a los 15. Es una mujer de risa fácil y enérgica, a pesar de su corta estatura. Lleva un abrigo de tres cuartos de tela sintética y una bufanda blanca que da varias vueltas alrededor de su cuello. Por si acaso, tiene otra colgada del brazo. Su media melena teñida de rubio cobrizo oscila al compás de sus movimientos. A diferencia del resto, ha decidido no ponerse gorro.
Cuando Conchi entró en Gallina Blanca casi todo el pueblo trabajaba allí. Eran 1.000 empleados. Con la robotización, la producción ha ido aumentando en paralelo a la reducción de la plantilla. Ahora son 70, entre indefinidos y subcontratados a Empresas de Trabajo Temporal. Conchi entró en medio de una huelga y se irá con otra. En aquella época corrió delante de los grises en manifestaciones mucho más multitudinarias, aunque esta es la madre del cordero. Para lo pocos que son están armando mucho jaleo.
A Conchi y las demás siempre las trataron muy bien. Nunca se retrasaron en el pago de una nómina. Había un economato a su disposición y un bar con tres cocineros que hacían una comida fantástica. Los corrales en los que criaban a los pollos estaban ahí mismo, pero hace años que los ingredientes para hacer el caldo llegan a la fábrica deshidratados. En las negociaciones de los convenios, los trabajadores consiguieron que se creara un Fondo de Cultura que destinaban a inversiones sociales, como la construcción de una biblioteca en el pueblo, y les permitía viajar juntos a precios asequibles. El último viaje fue a Austria. Incluso, Conchi recuerda Navidades en las que el señor Carulla en persona se presentaba con regalos de Reyes para todos los empleados. Fueron perdiendo estas ventajas a medida que la cantidad de trabajadores fue menguando.
—El coche, ni tocarlo —dice Antonio con una sonrisa, como si temiera que sus palabras sonaran demasiado severas.
Un Seat Ibiza blanco aparca muy cerca de donde se encuentran, del que salen dos hombres.
—Ah, son compañeros.
—Uy, ya vienen los Mossos —advierte Conchi.
Tres vehículos se detienen manteniendo la distancia. Los agentes se agrupan para valorar la situación.
—No creas que les hace mucha gracia subir —le dice Serotina a Conchi.
Al cabo de unos minutos, dos Mossos se acercan al Alhambra. Los trabajadores hacen sonar los silbatos y gritan con todas sus fuerzas. ¡No-al-cie-rre-No-al-cie-rre-No-al-cie-rre-No-al-cie-rre!
—Buenos días —dice uno de los agentes asomándose a la ventanilla que el conductor acaba de bajar.
Conchi no es capaz de oír lo que dicen. Intercambian unas cuantas palabras y los policías vuelven a retirarse.
—Les habrá dicho que no estamos haciendo nada.
Los pasajeros del coche discuten y agitan los brazos. El conductor alza los hombros y señala al frente. Después de unos minutos, Antonio levanta la pancarta para dejar el camino despejado. El conductor alza ligeramente la mano en señal de agradecimiento y la luz de la farola arranca un destello a su anillo. El Alhambra se adentra en la fábrica y se pierde al tomar la curva hacia el interior del recinto.
—¿Por qué les hemos dejado pasar? —pregunta Conchi, sorprendida, a un hombre más joven que está junto a ella.
—El mosso ha hablado con el Antonio y le ha dicho: un ratito, cuando levante la mano les dejas pasar.
—¡Ya hay chocolate!
La llama del bidón está casi extinguida. Sobre la tapa reposa una olla en la que se ha ido cocinando el chocolate. Las manos temblorosas agarran el cazo y se sirven con poco tino, derramando gran parte del líquido viscoso por los bordes de los vasos de cartón. Hay una mesa de camping repleta de pastas. Nadie ha traído cucharillas, así que usan bridas de plástico para remover el café con leche. Los primeros rayos de sol asoman tras los tejados de las naves industriales. El cielo, al aclararse, revela las rayas blancas de agua condensada que los aviones dejan a su paso. La calle se llena de coches aparcados en doble fila y de niños adormilados que se dirigen al colegio, enfrente de la fábrica. Los trabajadores charlan animados mientras, junto al bidón, dos cigarros se consumen sobre el asfalto.
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