Rivesaltes
Barracones del campo de Rivesaltes. Pedro Ramiro (CC BY-NC)

Migración
Rivesaltes o el eterno presente colonial de Europa

En un eterno presente racista y colonial, Rivesaltes nos recuerda el horror de un siglo de políticas de control migratorio que, lejos de quedarse en una vergüenza histórica de la que hablen los museos, son reimpulsadas con fuerza ahora en el marco del necrocapitalismo patrocinado por la Unión Europea.

La historia de la Europa fortaleza se condensa en Rivesaltes. Este campo de concentración, construido en el sureste de Francia en los años 30 del siglo pasado para servir como centro de entrenamiento militar, fue utilizado durante siete décadas para encerrar a 60.000 personas de más de cien nacionalidades diferentes. Ninguna de ellas había cometido delito alguno: sufrieron situaciones de detención prolongada por razón de origen o ideología.

Operativo entre 1940 y 2007, el campo de Rivesaltes funcionó como un centro de reclusión de “indeseables”. Primero llegaron las exiliadas y exiliados republicanos que huían de la guerra civil española. Luego, los judíos que poco después serían deportados a Auschwitz. Más tarde los harkis, argelinos que combatieron junto al ejército francés en la guerra de descolonización y que tras la independencia fueron repudiados en su país. Finalmente, las personas migrantes sin papeles.

La Caravana Abriendo Fronteras visitó este verano el Memorial de Rivesaltes. El centro de detención de extranjeros, equivalente a lo que sería un CIE en el Estado español, se clausuró definitivamente hace 15 años. En su lugar, un museo de la memoria recuerda lo que sucedió en el campo, mostrando cómo en Europa los derechos de ciudadanía siempre se han otorgado en función de la clase y la procedencia de las personas.

El CIE, en realidad, no se cerró: se trasladó al aeropuerto más cercano. Tampoco se han cerrado los centros de retención y deportación de migrantes que siguen operando por toda Europa, de Turín a Madrid. En un eterno presente racista y colonial, Rivesaltes nos recuerda el horror de un siglo de políticas de control migratorio que, lejos de quedarse en una vergüenza histórica de la que hablen los museos, son reimpulsadas con fuerza ahora en el marco del necrocapitalismo patrocinado por la Unión Europea.

Campos de concentración, ayer y hoy

Centros de internamiento, campos de refugiados, centros de acogida, de estancia temporal... Los eufemismos utilizados para suavizar la denominación de estos no-lugares que se prometen provisionales y acaban siendo permanentes son muy variados. Pero las políticas migratorias europeas, las pasadas y las actuales, tienen mucho más que ver con la existencia de campos de concentración para encerrar a las personas extranjeras y pobres que con los valores supuestamente basados en los derechos humanos de los que Europa viene haciendo gala desde hace décadas.

A lo largo de todo el sur de Francia hubo campos de concentración para recluir a los cientos de miles de republicanos que huyeron de la guerra civil a principios de 1939. En el de Gurs, en Iparralde, un bosque cubre ahora casi todo lo que fue el campo que alojó a más de 18.000 personas, un tercio de ellas provenientes del País Vasco. Apenas un cementerio y un barracón reconstruido, junto con algunos restos de los depósitos de agua, los sitios para calentar la comida y la vía del tren que se usaba para evacuar los residuos, recuerdan hoy la existencia de aquel campo.

En lo que fue el campo de Argelès-sur-Mer, alrededor de la larga playa que en aquel último invierno de la guerra española recibió a más de 100.000 personas que huían tras la caída de Barcelona, se sitúa actualmente un complejo turístico. Entre los bloques de apartamentos, una placa y un monolito honran la memoria de los exiliados y las exiliadas republicanas que hace ochenta años sobrevivieron en ese lugar como pudieron. Hubo muchos que no lo consiguieron, por las noches tenían que enterrarse en la arena para combatir el viento y el frío.

Las fotos de miles de personas huyendo de la guerra y migrando a Francia son análogas a las que ocho décadas después hemos podido ver en Siria, Libia, Ucrania

Las fotos de miles de personas huyendo de la guerra y migrando a Francia son análogas a las que ocho décadas después hemos podido ver en Siria, Libia, Ucrania. También el tratamiento que se les ha dado ha sido similar: retención en campos de internamiento, negación de derechos en base a la procedencia, tratamiento policial y militar de un problema eminentemente social.

La respuesta jurídica, hoy como ayer, ha sido crear zonas especiales de protección de derechos. O lo que es lo mismo, de vulneración sistemática de los mismos. Para que la mayoría de las clases medias europeas hayan podido disfrutar de una sensación de estabilidad, seguridad y bienestar, se ha potenciado la figura del extranjero pobre que, por definición, no puede tener los mismos derechos que quienes hemos nacido en la Unión Europea.

La economía del encierro

Las políticas migratorias actuales se asemejan a un apartheid global. Aquí y allá, los gobiernos movilizan al ejército contra las personas migrantes. Y amplían los muros como espacios sin derechos, como imaginarios de guerra contra los otros y las otras, como refuerzo del business as usual.

El fantasma del enemigo externo se vincula con un régimen de seguridad global donde la industria militar blinda los controles fronterizos

Las vallas y fronteras forman parte de una misma lógica colonial, heteropatriarcal y de clase. El fantasma del enemigo externo se vincula con un régimen de seguridad global donde la industria militar blinda los controles fronterizos, mientras favorece la movilidad del dinero, las mercancías y las personas que por su color de piel, sexo, género o grado de miseria no se conviertan en prescindibles. En un sistema capitalista que no deja de ensanchar las desigualdades, se deja abandonadas a quienes no resultan funcionales a los mecanismos habituales de extracción de riqueza.

Hay toda una economía del encierro a escala mundial que se nutre de la securización, ese orden que exige el confinamiento estructural de una parte significativa de la población. El cerco al pueblo palestino, saharaui y kurdo es la otra cara de este modelo, donde el secuestro y el aislamiento de pueblos enteros sometidos a prácticas autoritarias, a lógicas imperiales y geoestratégicas, eliminan el derecho a una vida digna para millones de personas. El círculo se cierra con el relato del miedo, punta de lanza sobre la que sostener esta política generalizada de apartheid.

Junto a las alambradas, vallas y controles que se multiplican en las costas del sur de España, Italia y Grecia, la Europa fortaleza se articula también en torno a sus fronteras interiores. Desde 2015, 46 personas han muerto tratando de atravesar los Alpes italianos para llegar al centro del continente. En el último año, han fallecido cinco personas en el Bidasoa cuando intentaban cruzar a Francia desde Irún. Y en la trastienda del aeropuerto de La Laguna, en Canarias, sigue operativo en condiciones indignas el campamento de Las Raíces.

Salir del necrocapitalismo

El necrocapitalismo se articula sobre la descomposición de derechos en cuatro ejes. Primero, los derechos se desregulan mediante la explotación generalizada de las personas y los procesos de privatización. Segundo, se expropian en base a la acumulación por desposesión en el marco de una ofensiva mercantilizadora global. Tercero, se destruyen en función del colonialismo y el racismo estructural. Todo ello, por último, se enmarca en un contexto de agudización del autoritarismo y la violencia.

Las instituciones que nos gobiernan, además de eliminar y suspender derechos, están decidiendo quiénes pueden ser sujetos de derecho y quiénes se quedan fuera de la categoría de seres humanos. A la vez, lo que ayer parecía éticamente intolerable hoy se naturaliza y se vuelve admisible. Mientras las responsabilidades por la masacre de Melilla tratan de ventilarse con la disculpa (mal y tarde) del presidente del gobierno, esos hechos tienen una tipificación penal clara y como tales deberían juzgarse: crímenes de lesa humanidad.

Frente a este contexto en el que “las ‘zonas de sacrificio’ son cada vez más a nivel planetario”, como sostiene Rossana Reguillo, “hay en la sociedad un repertorio importante de tácticas robustas que pueden, si no combatir a la necromáquina, sí atenuar sus efectos y volver visible para la sociedad la urgencia de una acción colectiva”. Las caravanas de madres que buscan a sus hijos y exigen justicia para las personas migrantes desaparecidas en su tránsito por Centroamérica o el Mediterráneo, son el vivo ejemplo de ello.

La Caravana Abriendo Fronteras llegó en julio hasta el valle de Susa, al norte de Italia, donde se entremezclan las luchas ecologistas con las antirracistas, antimilitaristas e internacionalistas. En la región que antes vio resistir a partisanos e insumisos, hoy son protagonistas los movimientos que defienden las montañas de los destrozos que generaría el tren de alta velocidad, que a su vez están coordinados con las organizaciones francesas que dan cobijo y apoyan a las personas que tratan de cruzar la frontera. Ante la criminalización de la protesta y los decretos gubernamentales que quieren bloquear la autoorganización social, los colectivos transalpinos marcan el camino de las luchas por venir en el capitaloceno.

En la misma línea, a finales de septiembre, una marcha a Bruselas denunciará las políticas migratorias de la Unión Europea y reivindicará la regularización de todas las personas migrantes. Las exigencias de verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición se transforman así, de hecho, en prácticas políticas ante la indiferencia que envuelve estas catástrofes humanitarias ubicadas en la absoluta impunidad. Cuando el dolor se politiza, la denuncia y la movilización se humanizan. Y la frialdad y el olvido dejan de imponerse a la justicia.

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