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Memoria histórica
Un cuerpo recubierto de cemento, los ojos de metal
Imagina que para abrazarte alguien extendiese sobre el suelo un trozo de aluminio, imagina que para decir “te quiero” alguien tomase un puñado de paja y lo echase dentro de tu cama, que para hablar contigo pintase de negro las paredes de tu casa hasta hacerlas irreconocibles.
Imagina que para hablar de algo que te duele sólo pudieses pintar flores bonitas en las que en sus pétalos jamás pudiese ir escrita la palabra “dolor”, pero que al otro se le obligase, se le presupusiese, en una especie de juego desquiciado que allí donde yo pinto unos pétalos, donde dibujo los pistilos, el otro tuviera que leer las palabras “muerte”, “dolor” o “asesinato”.
Memoria histórica
Daniel Palacios González “Las fosas nos dictan un deber hacer respecto al futuro”
Imagina que tu madre para homenajear a tu abuelo muerto te diese una barra curvada de acero inoxidable. Imagina que para conmemorar uno de los episodios más sangrientos de la guerra civil juntases en un manojo cinco barras de acero.
Todos los días pasas por ahí, pero aun así tienes que estar muy atenta, porque los gestos que conmemoran el dolor, los gestos que expresan a un mismo tiempo la tristeza y la empatía, la memoria de los muertos y la integración de su historia en un presente vivo son ciertamente difíciles de comprender.
Por ejemplo, aunque día tras día veas las barras de metal, y en esas barras de metal quieras intentar entender el calor imposible de aquel agosto del 36 —tal vez ese brillo blanquecino del metal al sol que te duele en los ojos lo propuso la artista para que lo recordases—, quieras ver los cuerpos de los campesinos amontonados, las mujeres en la puerta de la plaza de toros que fueron a buscar a sus maridos llorando —¿serán las curvas del metal?—, los capotes rojos mezclados con la sangre —¿el estoque de la barras que se juntan apuntando al cielo?—, sencillamente, estás equivocada. No hay que mirar las barras de metal para ver esa historia, para ver ese homenaje. Lo que tienes que hacer es mirar el suelo.
Imagina que alguien que quisiese hablar sobre la memoria cogiese una silla, señalase su sombra y te dijese “esto es la memoria”; que la sombra de la silla, vista de una determinada manera, es un homenaje a la memoria de cientos de muertos
Imagina que alguien que quisiese hablar sobre la memoria cogiese una silla, señalase su sombra y te dijese “esto es la memoria”; que la sombra de la silla, vista de una determinada manera, es un homenaje a la memoria de cientos de muertos. Cambia la silla por unas barras de metal, por un monumento llamado “Eclíptica” de la artista Blanca Otero que conmemora las víctimas de la Guerra Civil junto a la antigua Plaza de Toros de Badajoz.
Nos hemos acostumbrado a una especie de gaslighting continuo en el que se nos obliga a ver una nube donde lo único que tenemos delante es una roca. Como en el cuadro de Magritte, Esto no es una pipa, vemos un cúmulo inexpresivo de barras de metal y tenemos que creer que “esto es memoria histórica”, según lo señalan las instituciones, pues ni siquiera en el título de la obra, “Eclíptica”, encontramos ninguna referencia al hecho histórico, algo que señalase su relación con lo ocurrido entre el 14 y el 17 de agosto de 1936.
Obligadas a abstraer lo que vemos y a superponerle la etiqueta, “esto es memoria”, vemos, sin ninguna sorpresa, que la memoria nunca llega. Muchas han terminado pensando que la memoria histórica es una etiqueta que se coloca encima de una pieza de arte abstracto. Esta especie de intercambio lingüístico en la que el referente esta abstraído de la realidad —nadie sabría que eso es un homenaje a las víctimas si no lo dijesen las autoridades, nadie sabría que eso no es una pipa sin ver el título del cuadro— ha terminado, sencillamente, por arrebatarnos la capacidad de expresión.
Muchas han terminado pensando que la memoria histórica es una etiqueta que se coloca encima de una pieza de arte abstracto
La supuesta flor que dibujan las barras de metal de ese manojo desquiciado cada 14 de agosto, mide año tras año, a la manera de un reloj de sol, lo lejos que estamos de haber encontrado una posibilidad de expresión conjunta, un lenguaje común en el que la memoria pudiera expresarse de manera pública sin resultar peligrosa, en el que no fuese una amenaza para el pacto de silencio impuesto por la transición.
Mientras permanezca ahí, ese reloj sigue marcando que las instituciones y la ciudadanía, tanto en su relación común como en su relación consigo mismas, continúan viviendo, conviviendo y expresándose desde una ineludible condición afásica, sin poder señalar qué lugar del cuerpo les duele y sin tener palabras para comunicar su dolor.