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Opinión
¿De vueltas con la patologización de las personas LGTBIQA+? Consensos precarios en la nueva etapa de las redes
Es significativo que el ataque actual proveniente de la Silicon Valley contra el colectivo LGTBIQA+ tenga como foco principal la patologización. En el umbral de una nueva era reaccionaria, no solo en Estados Unidos pero también en Europa, llamar “enferma mental” a una persona que es, o incluso parece, perteneciente a dicha comunidad, nos trae como sociedades de vuelta al patio del colegio. Y a los acosadores que se sentían con el poder de hacernos la vida imposible, les deja sin miedo a repercusión.
En julio de 2024, antes incluso de las elecciones en Estados Unidos, la red social X había movido sus sedes de California y aprobado una nueva política, que permitía la circulación de noticias falsas sobre el colectivo. La propia historia familiar del CEO de X puede, en cierta medida, explicar la razón por la que se han ido tomando decisiones tan radicales tan abruptamente: ha repudiado su hija por ser trans. Eso quizá da pistas sobre cómo puede reaccionar frente a otras partes del colectivo, que ya no formen parte de su extensa familia.
Llamar “enferma mental” a una persona que es, o incluso parece, perteneciente a dicha comunidad, nos trae como sociedades de vuelta al patio del colegioMeta se sumó a la causa con el fin de mostrar más abiertamente su alineamiento con el cambio de mandato en la Casa Blanca a principios de enero de 2025. La compañía tomó la decisión, por un lado, de suspender los comités internos de fact-checking, remplazando la tarea a “las comunidades” de la gente usuaria; y por otro, de dejar de considerar inaceptable que entre Facebook, Instagram y Whatsapp se pueda insultar a personas pertenecientes al colectivo de ser enfermas mentales. Según las noticias más recientes, al cambio de políticas “comunitarias” de X y Meta se suma ahora Amazon, la multinacional de Bezos.
Excepto por asociaciones activistas, sobre todo LGTBIQA+ pero también antipsiquiátricas, las sociedades o colegios de profesionales de salud mental no han mostrado, al menos todavía, una voz unánimemente contraria a esas medidas, que incluso acompañara las noticias mencionadas. En un escenario transnacional en el que parecía que los consensos científicos se habían consolidado, y donde los países que seguían estigmatizando al colectivo lo hacían arriesgando sanciones por parte de la justicia internacional, de repente parece que los acuerdos alcanzado han sido, más que nada, papel mojado.
Para la historia, la homosexualidad dejó de ser considerada un trastorno mental por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA) en 1973, después de una infame deliberación en la que un psiquiatra representante del colectivo tuviera que esconder su cara en público y distorsionar su voz para poder expresar las demandas antipatologizadoras. En la tercera revisión del Manual Estadístico y Diagnóstico de la APA, el DSM, en 1980, el lugar de la homosexualidad lo ocupó el “transexualismo”. Así, se inauguraría una nueva etapa de estigmatización, esta vez para las personas trans.
Para la historia, la homosexualidad dejó de ser considerada un trastorno mental por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA) en 1973
Del transexualismo del DSM-III se pasaría al “trastorno de identidad de género”, en el DSM-IV de 1994, y después a la “disforia de género”, en el DSM-5 de 2013. Mientras en los primeros dos diagnósticos eran obligatorias hasta dos cartas de psiquiatras o psicólogos para obtener acceso a tratamientos hormonales y quirúrgicos, el último se celebró al principio como un acto de despatologización, es decir, de no consideración de las personas trans como enfermas mentales. Sin embargo, no fue así, porque el tutelaje seguía, con tener que alcanzar este diagnóstico para conseguir tratamientos.
Tampoco es cierto del todo que la homosexualidad desapareció del DSM en 1973. El diagnóstico de homosexualidad egodistónica, es decir de sufrir por ser homosexual sin supuestamente quererlo, permaneció en el Manual hasta 1987, fecha de revisión de la tercera edición.
Aunque el DSM se utiliza en varios países fuera de Estados Unidos, la versión con pretensiones más universales y consensos más amplios del Manual, la Clasificación Internacional de las Enfermedades (CIE) de la Organización Mundial de la Salud. Además, esta goza de cada vez mayor prestigio en este ámbito, también tiene una trayectoria curiosa respecto a considerar la diversidad sexual y de género. A lo largo de su historia, la CIE ha ido imitando vagamente la trayectoria que antes trazaba el DSM. De hecho, reproducía denominaciones muy similares a las de los psiquiatras estadounidenses, y tardó más años en conseguir posturas despatologizantes.
Por ejemplo, la homosexualidad se consideraba un trastorno mental en la CIE hasta su revisión de 1990. En cuanto a las personas trans, ellas seguían bajo tutela institucional y profesional hasta muy recientemente: la decisión de mover la transexualidad de los códigos F (trastornos mentales) al capítulo de salud sexual (pero no eliminar del todo la transexualidad de la CIE) llegó en 2019, y no se efectuó hasta 2022.
Que la APA o la OMS hayan trazado estas directrices no significa que sus mandatos sean absolutos. Las profesiones de salud mental, aunque se forman en estas clasificaciones, no están obligadas a aplicar estos parámetros a raja tabla. Este margen de objeción abre la puerta a malas prácticas, a poder ir en contra de consensos alcanzados, y sobre todo a considerar las indicaciones científicas como meras sugerencias, en vez de motivos de denuncia o privación de licencia.
Y esta idea nos retrotrae al giro actual de Meta, X y Amazon, que permite que una ofensa contra personas o grupos del colectivo no se considere ilegítima. Es más, la impunidad de quienes decidan clasificar a las personas LGTBIQA+ de trastornadas será aceptada o normalizada como cualquier otra aserción. Estas redes invitan a cualquier persona usuaria a operar de psiquiatra, a pisotear datos científicos y relatos de personas estigmatizadas, y a equiparar una opinión discriminatoria desinformada con décadas de estudios, estadísticas y relatos en primera persona.
Mientras tanto, el silencio, la ignorancia o la incomodidad de las organizaciones de profesionales de salud mental y de los colegios de psicología, está siendo rampante. O están tardando mucho en sacar comunicados contra los gigantes tecnológicos, o simplemente están cediendo sus pretensiones de cientificidad a Musk, Zuckenberg y Bezos, si es que esas pretensiones llegaron en algún momento a significar algo.
Mientras tanto, el silencio, la ignorancia o la incomodidad de las organizaciones de profesionales de salud mental y de los colegios de psicología, está siendo rampante
Que no se me malinterprete: no se niega que alguna que otra asociación local o estatal haya llegado a publicar una nota de prensa o mostrar su desacuerdo. Lo sorprendente es que este desacuerdo no haya acompañado rotundamente la propia noticia sobre dichas redes sociales. ¿Será quizá porque la propia idea de despatologización nunca gozó de demasiada aprobación? ¿O es, más bien, una muestra de inseguridad, incredulidad, o resignación?
La decisión de los cargos directivos de las redes sociales más influenciables del planeta de levantas las posibles barreras que contenía el odio (posibles, porque en el escenario anterior tampoco se aseguraba que denunciar un acto LGTBI-fóbico implicaría sufrir una penalización) es problemática también desde el punto de vista de las enfermedades mentales. Muchos colectivos contrarios a institucionalizar, medicalizar y vigilar las condiciones de salud mental, han realizado un trabajo impecable señalando los abusos y responsabilidades de psiquiatras y psicólogos en la historia de discriminación de la comunidad. Opiniones contestadas que pasaron por científicas y progresivamente fueron refutadas demuestran lo precario que es el sistema biomédico hegemónico, y que nadie nos asegura que los consensos mencionados den una vuelta de timón en algún momento. Al fin y al cabo, muchas veces el poder económico determina no solo qué estudios financiar, sino qué consensos aprobar.
En un mundo donde cada vez se descubre que los límites entre lo sano y lo patológico se desbordan, ¿qué implica tachar un colectivo ya estigmatizado y etiquetado de enfermo mental? El legado moralista y biologicista de la disidencia sexual y genérica no solo proviene de creencias religiosas, sino que muchas veces ha sido apoyado por discursos profesionales, científicos y políticos, según quién tenía disposición de promoverlos en cada ocasión. De hecho, sigue habiendo lugares geográficos y entornos sociales donde cuestionar los valores tradicionales no es nada conveniente.
¿No debería, a estas alturas, haberse banalizado esta idea de que sean las élites quienes definan lo “normal” y lo “amoral”? Y a la vez, ¿no es preocupante que sean las personas del colectivo quienes tengan que insistir que su propia existencia no tiene por qué ser un problema? De hecho, está siendo cada vez más evidente que la enfermiza es la norma, cuando esa se vuelve obsesiva y excluyente. ¿Es la falta de alianzas y consensos lo que está fallando aquí, o el hecho de que nunca llegó a calar la idea de que formar parte de lo LGTBIQA+ no viene acompañado de patologías mentales?
Ante la pregunta “¿por qué estamos de vueltas con la patologización?”, la respuesta es desoladora: porque parece que, a estas alturas, a pesar de las ingentes evidencias científicas, continúa habiendo gente no convencida con “la causa”. Aceptar incondicionalmente siempre es un reto social y político, porque suena utópico. Pero si se puede extirpar tan fácilmente una legitimidad que costó siglos conseguir, entonces no hablamos solo de utopías, sino de vidas que molestan por su propia existencia.