Colombia
Caravana por la Vida, la Paz y la Permanencia en los territorios: El rostro oculto de un país en Guerra

El Oriente antioqueño, el Sur de Bolívar, Arauca, Chocó, el Valle del Cauca y el Cauca no son simples nombres en un mapa; son territorios donde la vida se negocia a diario, donde cada amanecer es una victoria y cada noche es un suspiro de alivio.
Blog Sarah
Un hombre observa imágenes de víctimas de la violencia política.
Ecos disonantes
12 sep 2024 14:35

El 23 de agosto, en Cali, la Caravana por la Paz, la Vida y la Permanencia en el Territorio llegó a su fin. Después de más de cuatro semanas recorriendo un país desgarrado por la violencia, el abandono y la impunidad, los y las caravanistas llegaron a la capital del Valle del Cauca con el alma pesada y el corazón dolido. Este recorrido no fue solo un viaje a través de la geografía colombiana; fue un descenso a esa profundidad de los territorios más inhóspitos, una confrontación con la brutalidad que sufre el pueblo en carne propia, una brutalidad que lleva el nombre de paramilitarismo.

Desde Bogotá, el punto de partida, hasta Cali, cada kilómetro recorrido fue un testimonio vivo de la tragedia que atraviesa Colombia. El Oriente antioqueño, el Sur de Bolívar, Arauca, Chocó, el Valle del Cauca y el Cauca no son simples nombres en un mapa; son territorios donde la vida se negocia a diario, donde cada amanecer es una victoria y cada noche es un suspiro de alivio. Fueron semanas de convivir con el dolor y la resistencia, de mirar a los ojos a quienes, a pesar de todo, no se rinden, aunque la muerte acecha en cada paso que dan.

La Caravana, impulsada por más de 100 organizaciones sociales nacionales e internacionales, no solo fue una iniciativa de acompañamiento; fue una declaración de principios, un grito de auxilio, y al mismo tiempo, un acto de denuncia contra la barbarie que se perpetúa en las entrañas de este país. Más de 187 personas, de 14 nacionalidades, se unieron a este viaje, unidas por la convicción de que la paz no es solo una palabra, sino un derecho, un derecho que debe ser defendido con uñas y dientes. A lo largo del recorrido, más de 128 personas de las guardias campesinas, indígenas y cimarronas nos escoltaron, como un recordatorio de que la resistencia es un deber, y la dignidad, una obligación.

El paramilitarismo, lejos de ser una anomalía, se ha convertido en un componente esencial del modelo de control territorial en Colombia

Sin embargo, lo que más impactó durante estas semanas fue la constatación del avance del paramilitarismo en los territorios. La sombra de estos grupos armados se cierne sobre las comunidades, que viven bajo un miedo constante, un miedo que no es abstracto, sino real y tangible. El paramilitarismo, lejos de ser una anomalía, se ha convertido en un componente esencial del modelo de control territorial en Colombia. Ya no son solo los fusiles los que dominan, sino también la infiltración en las estructuras comunitarias, la manipulación del miedo, y la utilización de organizaciones de fachada que, bajo el manto de la legalidad, ejecutan un proyecto de muerte y despojo.

Durante el recorrido, fuimos testigos de cómo los paramilitares han logrado infiltrarse en las Juntas de Acción Comunal y en las estructuras de autogobierno de las comunidades, utilizando ONG que, con un supuesto contenido social, sirven de fachada para sus verdaderas intenciones. Este es un fenómeno alarmante, porque no solo se apropian del control territorial, sino que también buscan desarticular los movimientos sociales desde adentro, minando la resistencia y sembrando la desconfianza entre los miembros de la comunidad.

El paramilitarismo es una estrategia de control total. No se trata solo de ejercer poder mediante la violencia, sino de construir un entramado de dominación que abarca lo social, lo económico, lo político y lo cultural. En cada región visitada, constatamos cómo estos grupos se han apoderado del control de las economías extractivistas, del narcotráfico, de los recursos naturales, y de las vías de comunicación. Este control no es casual ni espontáneo; es parte de un proyecto político que busca subyugar a las comunidades, despojarlas de sus recursos, y convertirlas en peones de un juego de poder que solo beneficia a unos pocos.

Pero el rostro más siniestro del paramilitarismo se revela en su capacidad para sembrar el terror. No es solo el asesinato selectivo, aunque eso ya es suficientemente atroz, sino también la violencia sexual como arma de guerra, la extorsión, y el confinamiento de comunidades enteras bajo amenazas de muerte. Este terror no es un fin en sí mismo, sino un medio para paralizar a la población, para impedir que se organicen, que resistan, que sueñen con un futuro diferente. Es un terror que destruye el tejido comunitario, que arranca de raíz la conciencia colectiva y la memoria histórica, y que deja a las comunidades en un estado de indefensión absoluta.

Colombia
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Durante la Caravana, escuchamos de boca de los líderes y lideresas comunitarios cómo los paramilitares han intentado, y en muchos casos logrado, tomar el control de los procesos organizativos de las comunidades. Lo hacen con una crueldad fría, calculada, utilizando la violencia no solo para silenciar a los opositores, sino para crear un ambiente de miedo constante, donde cada palabra puede ser la última, y donde la vida misma es una apuesta en un juego donde las reglas las dictan los fusiles.

El asedio contra los líderes y lideresas comunitarios es particularmente brutal. Estos hombres y mujeres, que han dedicado sus vidas a la defensa de sus territorios y a la construcción de un futuro mejor para sus comunidades, son perseguidos, amenazados, y en muchos casos asesinados. El objetivo es claro: eliminar cualquier foco de resistencia, cualquier posibilidad de organización autónoma que pueda desafiar el poder de los paramilitares. Pero la crueldad no se detiene allí. Los paramilitares también controlan la movilidad de las comunidades, restringiendo el acceso a alimentos y servicios de salud, y utilizando el hambre y la desesperación como herramientas de dominación.

Uno de los aspectos más alarmantes que constatamos fue la conformación de los Frentes de Seguridad Ciudadana, impulsados por algunas autoridades civiles como en  Antioquia, Valle de Cauca  y otros lugares por donde pasó la caravana, que evocan siniestramente las Convivir, esas asociaciones que, bajo la fachada de la legalidad, operaron como brazo armado del paramilitarismo en los años más oscuros del conflicto colombiano. Estos Frentes, lejos de proteger a la ciudadanía, parecen estar diseñadas para legitimar la violencia y el control paramilitar, extendiendo su influencia y su capacidad de represión.

Las comunidades viven en un estado de abandono total, donde el Estado brilla por su ausencia, excepto cuando se trata de reprimir con su brazo militar

La crisis humanitaria en las regiones visitadas es devastadora. La pobreza, el hambre y la falta de acceso a servicios básicos son la norma, no la excepción. Las comunidades viven en un estado de abandono total, donde el Estado brilla por su ausencia, excepto cuando se trata de reprimir con su brazo militar. Este abandono no es solo una cuestión de negligencia, sino parte de una estrategia más amplia para despojar a las comunidades de sus recursos y dejar el camino libre para los intereses económicos, tanto legales como ilegales, que operan en la región.

La degradación ambiental es otra de las caras de esta tragedia. Los ríos contaminados, secos por los megaproyectos minero energéticos, la desaparición de especies y la destrucción de ecosistemas enteros son el resultado de un modelo extractivista que no respeta la vida en ninguna de sus formas. Las fumigaciones con glifosato indiscriminadas, que en teoría buscaban erradicar los cultivos de uso ilícito, no solo destruyeron las plantaciones, sino que envenenan la tierra, el agua y el aire, llegando a causar repercusiones en la salud de los habitantes, condenando a las comunidades a vivir en un entorno tóxico y peligroso.

El terror paramilitar ha destruido el tejido comunitario en muchas regiones. La violencia constante, la represión, y el miedo han quebrado la confianza entre vecinos, han silenciado las voces de los que alguna vez alzaron la cabeza, y han dejado a las comunidades en un estado de shock permanente. La memoria, ese elemento vital para la resistencia y la reconstrucción, se ha visto erosionada por el dolor y la desesperanza, dejando a las nuevas generaciones sin un referente claro de lucha y dignidad. Cabe mencionar que en diferentes informes de la comisión de la verdad (proyecto JEP-CEV-HRDAG), se evidencia cómo el paramilitarismo fue el grupo ilegal con más víctimas al término del 2016 con: 205.028 víctimas de homicidios (45 %), de las cuales 63.029 víctimas de desapariciones forzadas (el 52 %). Entre otro tipo de malevolencia hay que destacar que para este momento el paramilitarismo es el grupo con más presencia en las diferentes regiones de Colombia, 27 de los 32 departamentos según informes de INDEPAZ, de ahí parte el mayor reto para alcanzar esa paz que piden las comunidades.

Colombia
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Sin embargo, en medio de tanto horror, también fuimos testigos de la resistencia. Las comunidades, a pesar de todo, siguen luchando por forjar vida digna en sus territorios. A lo largo de la Caravana, conocimos proyectos de vida comunales como los proyectos de TECAM, guardias interétnicas, educación popular, recuperación de tierras entre otras, que, aunque pequeñas, son un faro de esperanza en medio de tanta oscuridad. Estos proyectos, que buscan construir una vida digna para las comunidades, son un ejemplo de que, a pesar de la violencia y la represión, hay quienes no se rinden, quienes siguen creyendo en un futuro diferente con una transformación estructural del sistema. Pero estos proyectos necesitan apoyo, necesitan ser protegidos y fomentados, tanto por el Estado como por la sociedad civil.

La Caravana por la Paz, la Vida y la Permanencia en el Territorio fue un llamado de atención para el gobierno colombiano y para la comunidad internacional, un ejercicio de poder popular de las mismas comunidades organizadas que han creado las condiciones para recibirnos, entendiendo que el Estado no los mira ni con el rabillo del ojo. No podemos permitir que la barbarie del paramilitarismo siga destruyendo el país. Es necesario que el Estado asuma su responsabilidad y ponga fin a esta situación de abandono y violencia. El paramilitarismo no puede seguir operando con la complicidad de las autoridades, y las comunidades no pueden seguir siendo las víctimas de un conflicto que parece no tener fin.

Las demandas de las comunidades son claras y justas: inversión social efectiva en educación, salud e infraestructuras; planes de reparación colectiva que reconstruyan el tejido social y la memoria; protección para los líderes y lideresas comunitarios; desmantelamiento del paramilitarismo, y garantías para la participación comunitaria. Estas no son peticiones exorbitantes; son derechos fundamentales que deben ser garantizados por el Estado.

La Caravana ha terminado, pero la lucha continúa. El futuro de Colombia depende de que todos, como sociedad, nos comprometemos a defender la vida, la dignidad, la libertad y los derechos de los pueblos.

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