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Colombia
La Colombia del cambio, frente a frente con Trump
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El reciente estallido diplomático entre Colombia y Estados Unidos ha sorprendido a propios y extraños. En el marco de las masivas redadas de personas migrantes que asolan los EEUU, el gobierno de Colombia denegó el permiso para aterrizar en su territorio a dos vuelos que trasladaban a un contingente de nacionales de este país en régimen de deportación. El motivo: las inhumanas condiciones, bajo inmovilización con esposas y en aviones de carácter militar.
Frente a esta contundente toma de posición, Trump respondió amenazando con un incremento general de los aranceles a las importaciones colombianas del 25%, que ascendieron hasta el 50% en el plazo de una semana. Esto ha sido aderezado con retiradas de visados a personal gubernamental y otra serie de medidas más propias del “eje del mal” que de un país con el que EEUU mantiene un vínculo estratégico desde hace décadas. El gobierno de Petro advirtió que respondería en consecuencia, con una subida análoga del 25% para las importaciones estadounidenses. El pulso finalizó en pocas horas: se alcanzó un acuerdo la misma noche del 26 de enero, siendo confusas las versiones sobre quien ha salido victorioso y quien ha cedido en sus pretensiones. Toca esperar y ver en qué condiciones se producen ulteriores vuelos de deportación para conocer la realidad de los términos del acuerdo.
El choque ha sido breve pero intenso, y pone sobre la mesa varias cuestiones relevantes sobre el nuevo orden global que se abre paso, así como sobre los retos que enfrentan las estrategias transformadoras que se están ensayando en países como Colombia.
Trump pone en la mira a América Latina
Estamos ante el aterrizaje sobre el terreno de algo que la mayoría de analistas viene señalando en las últimas semanas: la agenda reaccionaria, pro-corporativa e imperialista de Trump es más agresiva hoy que hace ocho años, tanto por la ausencia de contrapesos institucionales internos (incluyendo un partido republicano altamente cohesionado en torno a su figura) como por el avance social de toda una cosmovisión protofascista en el interregno bideniano, con la pandemia como gran eje de bifurcación.
El mundo corporativo no es ajeno a esta mutación, dando pie a casuísticas en apariencia desconcertantes. Más allá de sectores fosilistas como los hidrocarburos o la automoción (“Donald Trump ama a Ford”, Bill Ford dixit), o de aquellos ámbitos más desprotegidos frente al mercado global o menos vinculados a la proyección exterior de la economía estadounidense, las grandes tecnológicas de Silicon Valley han dado la campanada. Asociadas a una globalización neoliberal hoy en franca des(re)composición, y en parte exponentes simbólicos de lo que Nancy Fraser ha denominado neoliberalismo progresista, se han alineado sin escrúpulos con el brutalismo capitalista, patriarcal, colonial y ecocida que representa Trump.
El ya presidente les ha recompensado con la salida de EEUU del acuerdo de la OCDE para imponer un impuesto mínimo efectivo del 15% sobre el beneficio a las grandes empresas, que afecta especialmente a un sector que define su operativa, más que ningún otro, por la extraterritorialidad. Esta apuesta de personajes como Zuckerberg o Bezos (no tanto Musk, que ya apuntaba maneras) da fe de un vuelco en sectores importantes de la élite empresarial estadounidense, que parecen hoy más convencidos que ayer de que no hay garantías de prevalencia en el mercado sin una apuesta clara por una fascistización global en la que EEUU recupere, por las malas, su condición de hegemón indiscutible. La irrupción de la china Deep Seek, y la consiguiente debacle en bolsa de Nvidia y otras tecnológicas estadounidenses top, no hace sino apuntalar este mantra.
América Latina va a ser uno de los espacios regionales que va a padecer de manera más cruda esta pulsión de dominación por la fuerza, y el conflicto con la Colombia de Petro ha sido una primera prueba de fuego
Es un escenario que, pese a estar teñido de una retórica “antiglobalista”, no pretende limitar la preeminencia de las transnacionales estadounidenses a nivel internacional −más allá de que todo Occidente coincide en que partes de las cadenas globales de producción deben ser repatriadas o, al menos, “acercadas” a entornos geográficos más seguros−, sino posicionarlas de forma ventajosa frente a la competencia en sectores como el tecnológico o las materias primas críticas, ambos dos sometidos a una clara prevalencia de China, y quebrantando por el camino varios de los dogmas neoliberales hasta ahora inamovibles. En este contexto se enmarca la anunciada ofensiva proteccionista y de guerra comercial que caracteriza al trumpismo, que con posterioridad al choque con Petro ha comenzado a cobrar forma con una subida de aranceles de hasta el 25% para sus tradicionales socios Canadá y México, y del 10% para China (todas ellas a día de hoy en suspenso provisional). En paralelo, se enmarca también aquí su apuesta por acrecentar el control físico de aquellos territorios necesarios para hacer frente a sus competidores globales.
América Latina va a ser uno de los espacios regionales que va a padecer de manera más cruda esta pulsión de dominación por la fuerza, y el conflicto con la Colombia de Petro ha sido una primera prueba de fuego. Una prueba que ha sido antecedida por toda una serie de exabruptos dialécticos altamente ilustrativos, como la solicitud de un control directo estadounidense sobre el Canal de Panamá, la propuesta de renombrar el Golfo de México como Golfo de América (que Google ya ha incorporado en su aplicación maps para las búsquedas efectuadas desde territorio estadounidense), o la amenaza de designar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas al calor de la crisis del fentanilo, abriendo así el camino para eventuales intervenciones directas en el México de Sheinbaum. Inmigración ilegal y la siempre recurrente “guerra contra las drogas” operan aquí como coartadas ideológicas, de la mano de un expansionismo que, cada vez más, no precisa de justificaciones pretendidamente éticas o humanitarias.
La mencionada subida arancelaria a sus vecinos del Norte y el Sur, y la reclamación lanzada sobre el territorio danés de Groenlandia completa el puzle de la mirada trumpista sobre el escenario global: la ofensiva para recobrar la hegemonía global y debilitar a China y sus alianzas subalternas tiene como prioridad reforzar el control político y territorial a nivel del conjunto hemisférico y continental, forzando un alineamiento sin fisuras en su espacio geográfico de influencia “natural” y garantizando un control político-militar y comercial directo sobre el mismo. Sobre esa base firme, se expandiría la guerra de posiciones en otras regiones: Palestina y Oriente Medio (ahí está el respaldo explícito a Netanyahu y la mención a un eventual control directo estadounidense sobre la Franja de Gaza, limpieza étnica de por medio), Europa (que con toda probabilidad va a ver agudizado y explicitado su actual estatus subalterno dentro de la alianza de potencias centrales), África (estratégica ya desde la era Biden por su importancia en términos de acceso a minerales críticos, así como por las reservas de petróleo y gas de la costa noroccidental del continente) y, sobre todo, Asia-Pacífico, en tanto que área de disputa directa con China.
La centralidad recobrada por América Latina nos sitúa, por tanto, ante una reedición fascistizante de la siempre presente doctrina Monroe. Con una diferencia significativa: su formulación original se produjo en un contexto ascendente hacia la condición de potencia hegemónica, mientras que en la actualidad estamos ante la ineluctable decadencia de esta posición. Esto explica en gran medida su exacerbada agresividad.
En este camino hacia el total control continental y hemisférico, los gobiernos progresistas de distinta índole que gobiernan en diversos países de América Latina son una piedra en el zapato, especialmente aquellos con mayor peso económico y político, o que atesoran recursos naturales estratégicos en la actual coyuntura de crisis climática y disputa global por los mismos (petróleo, gas, litio, cobre, etc.). Así, la ofensiva contra estos gobiernos de izquierda −pese a que muchos de ellos no van más allá de una socialdemocracia amable, lejos del desafío que representó la oleada bolivariana de la primera década del siglo XXI, y en un contexto general de reflujo de la movilización popular− camina en paralelo al alineamiento explícito y sectario en lo ideológico con figuras como Milei, Noboa o Bukele. Trump no acepta la más mínima desviación en esta nueva doctrina Monroe. Colombia, Petro y el Pacto Histórico han protagonizado el primer round de esta pugna, pero, como cabía prever, ya hay sobre la mesa nuevos conflictos con México y Canadá.
La respuesta de Petro: potencialidades y límites del paradigma progresista
Frente a este escenario tan adverso, la respuesta del gobierno colombiano ante la llegada de los vuelos de deportación ha de ser valorada de forma positiva. Petro ha puesto pie en pared en defensa de los derechos humanos y la soberanía frente al racismo y el injerencismo que destila la actual política estadounidense. Como decíamos, queda pendiente comprobar los términos reales del acuerdo finalmente alcanzado entre ambas administraciones pero, en cualquier caso, la visibilización del conflicto es un valor en sí mismo, que ha permitido avanzar en el deslinde de campos respecto a cuestiones que conforman hoy el núcleo central del imaginario protofascista trumpiano (estigmatización de la migración y expansión imperial sobre el Sur global), explicitando una oposición efectiva al mismo.
Un posicionamiento que se inscribe en una línea audaz de conservación de autonomía y enfoque progresista en materias tales como las estrategias internacionales para la descarbonización de la economía (con propuestas a tomar en consideración también desde un afianzamiento del Sur global como actor, destacando el canje de deuda por ambiente), el auge del militarismo al calor de la guerra en Ucrania o la denuncia del rol occidental ante el genocidio en Palestina. Sin duda, estamos ante un gobierno que, en el marco de la última ola progresista regional, está implementando importantes niveles de confrontación frente a sus contras políticas y empresariales (tanto nacionales como internacionales), situando además en el centro neurálgico de su apuesta de legislatura el impulso de la transición ecosocial.
La puesta sobre la mesa de medidas arancelarias y de política comercial como medio de chantaje por parte de Trump ha explicitado los límites de cierto gobernismo progresista
Ahora bien, este rifirrafe ha tenido unas connotaciones que nos remiten más allá de la dimensión más mediática, poniendo sobre la mesa dilemas cada vez más insoslayables en materia de política emancipadora. En este sentido, la inmediata puesta sobre la mesa de medidas arancelarias y de política comercial como medio de chantaje por parte de Trump, además de revelar el rol central que van a jugar en este rearme imperial de EEUU, ha explicitado los límites de cierto gobernismo progresista, en el cual se inscribe la hoja de ruta del Pacto Histórico para la transformación de la matriz económico-productiva.
Esta administración, desde su inauguración en agosto de 2022, viene rebajando las expectativas sobre el alcance de la prevista renegociación del Tratado de Libre Comercio (TLC) con EEUU. Actualmente se viene hablando más bien de una revisión del mismo, en una modulación a la baja de la ambición impugnatoria de lo que la izquierda colombiana históricamente ha considerado como una herramienta netamente neoliberal, pro-corporativa y de rapiña colonial. Un tratado que constitucionaliza, mediante la rebaja o eliminación de barreras arancelarias y no arancelarias, un régimen de intercambio desigual en beneficio del gigante del Norte (principal socio comercial y primer país inversor en Colombia, seguido del Estado español y con cada vez mayor presencia de paraísos fiscales), y que incide en la periferización y desindustrialización de una economía, por lo demás, profundamente primario-exportadora. No en vano, Colombia exporta en torno al 60% de la energía primaria que extrae, con una importancia desproporcionada de la venta internacional de hidrocarburos y carbón. Sectores de carácter extractivo, escasamente favorecedores de procesos de escalamiento industrial, e insertos en los eslabones de menor valor añadido de las grandes cadenas globales.
En este sentido, una apuesta de alteración sustancial de los equilibrios entre el Estado y las comunidades por un lado, y las grandes corporaciones multinacionales con matriz en el Norte global por otro, pareciera pasar forzosamente por subvertir este tipo de estructuras que constitucionalizan a nivel internacional la impunidad empresarial y la hegemonía de las grandes potencias en el propio territorio. Algo necesario incluso desde un enfoque como el adoptado por el gobierno Petro, que no pretende una superación sistémica integral, sino más bien una modernización capitalista de corte neokeynesiano, bajo parámetros de diversificación productiva, impulso de la transición energética y la descarbonización, y fomento de la igualdad social y el acceso a recursos para las capas más empobrecidas. En cambio, parece que no se van a producir cambios sustanciales en esta revisión del TLC, salvo en el capítulo relativo a las instancias arbitrales para la resolución de diferencias Inversor-Estado (lo que no es una cuestión menor), tratando así de preservar el flujo privilegiado de comercio e inversión con su principal socio.
Más allá de que no son decisiones que se puedan tomar a la ligera, lo cierto es que prevalece no explicitar contradicciones, mantener a toda costa las condiciones comerciales existentes y eludir el conflicto con EEUU
Partiendo de las dificultades que sin duda comporta para un país periférico y dependiente como Colombia la implementación de medidas que puedan conllevar una enajenación, siquiera parcial, respecto a los circuitos globales de comercio e inversión, es preciso constatar que la posición del gobierno del cambio en esta materia ilustra los límites de la gobernanza progresista en el actual escenario. Así, más allá de que no son decisiones que se puedan tomar a la ligera, lo cierto es que prevalece no explicitar contradicciones, mantener a toda costa las condiciones comerciales existentes y eludir el conflicto con EEUU. Una posición que es reflejo también de rol central que el gobierno del cambio otorga a los mercados internacionales en su estrategia de transformación productiva y transición ecosocial, dejando a un lado alternativas de mirada más disruptiva respecto a los mismos.
Si desde miradas más anticapitalistas descentrar los mercados internacionales constituye un imperativo de primer orden, no es este un eje de actuación presente en la actual hoja de ruta del Pacto Histórico, que privilegia sus expectativas de posicionamiento ventajoso en distintos ámbitos como minerales críticos (especialmente el cobre), hidrógeno, producción de energías renovables, exportaciones agrícolas como el café o el aguacate, floricultura… al tiempo que persisten inercias fósiles de gran peso en la balanza comercial colombiana en torno a petróleo, carbón y, sobre todo, gas. De los ingresos obtenidos por la venta internacional de estos y otros rubros, se financiarían la transición energética, la diversificación y modernización productiva, y los ambiciosos programas y reformas sociales. En este contexto se enmarcan los pasos atrás en materia de renegociación del TLC con EEUU y otros territorios con los que existe déficit comercial (como la UE o México).
Una apuesta que, con Biden en la Casa Blanca, tenía visos de implementarse sin mayores estridencias, bajo un cierto grado de certeza y confiabilidad en el mantenimiento de la gobernanza comercial más tradicionalmente neoliberal. Es decir, un escenario estructuralmente desigual, pero seguro y predecible. En cambio, ha bastado una semana de mandato trumpista para constatar la fragilidad real del mismo bajo la actual agudización de la ofensiva capitalista y reaccionaria. Sobre todo, en este contexto en el que América Latina se va a convertir en el primer foco de sometimiento inmisericorde de la estrategia imperial estadounidense. Así, a la primera de cambio, Trump amenaza con aranceles del 50% y el TLC, otrora sacralizado y sobre el que no se ha querido plantear una disputa fuerte, corre el riesgo de quedar en papel mojado nada más iniciarse el nuevo mandato.
Existen serias dudas sobre la capacidad real de EEUU de sostener una política proteccionista generalizada de subida de aranceles. En este sentido, la adopción de las anunciadas medidas punitivas contra las exportaciones colombianas afectaría en no poca medida a las numerosas compañías estadounidenses con filiales permanentes en el país, y que operan en sectores tan delicados como el hidrocarburífero o el agropecuario. Como en el caso de Colombia, esto ocurre en casi todos los países del mundo sobre los que Trump amenaza con un incremento arancelario, comenzando precisamente por los ya oficialmente afectados México y Canadá. Además, se trata de una política con un alto riesgo de generar importantes niveles de inflación interna en EEUU, lo que la base social más popular de Trump consideraría inaceptable.
Pero la pulsión está ahí y comienza a concretarse, tanto como política comercial general como posible medio de castigo a aquellos agentes político-gubernamentales que no se plieguen a la estrategia internacional de EEUU. Más allá de que esta crisis en concreto se haya resuelto sin imposición definitiva de medidas, países subalternizados y periféricos como Colombia ya no pueden contar con una estabilidad basada en lo “malo conocido”; el statu quo puede cambiar en cualquier momento, y lo hará siempre a peor. En este sentido, quizá hubiera resultado más útil (aunque sin duda dificultoso) haber forzado desde el comienzo del mandato del Pacto Histórico una estrategia fuerte de impugnación de este y otros tratados de esta índole.
A ambos lados del charco, las izquierdas institucionales han rebajado el poso crítico sobre los TLC en los últimos años de forma muy marcada.
No es esta una mirada exclusiva de las izquierdas gobernantes en Colombia. A finales de 2024 se ha anunciado la conclusión provisional del eternamente postergado Acuerdo UE-Mercosur. Un acuerdo igualmente orientado a ahondar en unos términos de intercambio de carácter desigual entre Europa y, fundamentalmente, Brasil y Argentina. Donde, a cambio de poder colocar su competitiva producción agropecuaria en Europa, el bloque sudamericano permitiría el acceso de transnacionales europeas a sectores vitales como la contratación pública y las manufacturas industriales o a minerales críticos como el litio. También abriría nuevos espacios a una automoción europea dominada por el gigante alemán, que se encuentra sumida en una crisis existencial sin precedentes.
En virtud de este carácter abiertamente desigual y neocolonial, las izquierdas europeas y latinoamericanas se han venido oponiendo históricamente a su suscripción. Sin embargo, a ambos lados del charco, las izquierdas institucionales han rebajado este poso crítico en los últimos años de forma muy marcada. El resultado es que gobiernos progresistas (sin duda, de distinta índole, vocación transformadora y posición en la división internacional del trabajo) como el brasileño y el español están hoy a la cabeza de la conclusión definitiva de este acuerdo.
Hay en esto una parte de realismo político-comercial. Pero también está operando una mirada por la cual, si Trump y el neofascismo global se oponen desde un prisma reaccionario a este tipo de herramientas, su defensa se torna por arte de magia en una trinchera de carácter progresista a defender desde la izquierda. Así, lo que era una arquitectura global para la impunidad corporativa se torna objeto de defensa por parte de unas izquierdas institucionales que, de paso, pueden seguir participando en instancias gubernamentales sin escalar en la confrontación y el conflicto con actores que, sin duda, atesoran capacidades de sobra para doblar el brazo de gobiernos más o menos contestatarios. Un viaje hacia ninguna parte.
Agudizar la dialéctica del cambio
El gobierno del cambio en Colombia, aunque destaca por su combatividad dentro de la nueva oleada progresista, no está exento de padecer las limitaciones de una estrategia gobernista asumida por las principales izquierdas institucionales en Europa y América Latina. En virtud de la misma, se constatan algunos pasos atrás en la ambición transformadora y de confrontación con los principales poderes políticos, empresariales, sociales, culturales y militares. El cambio de percepción respecto a los tratados de comercio e inversión es evidente. Y se inserta de forma más general en toda una mirada de modernización capitalista en la que las grandes corporaciones transnacionales siguen jugando un papel central, y que lo fía todo a la potencialidad del país sobre determinados mercados internacionales.
En este sentido, cada vez se hace más presente el riesgo de que la acción del gobierno del cambio para la transformación de la matriz económico-energética del país no consiga consolidar unos determinados niveles de descorporativización del tejido económico-empresarial del país, un mínimo reequilibrio de poderes y capacidades en favor del Estado, las comunidades y los sectores populares. Eso puede traducirse en la práctica en el desarrollo hegemónico de un capitalismo verde oliva y digital que apuntale el rol subalterno y periférico del país, ahonde en el modelo primario-exportador de acumulación, favorezca la proliferación de megaproyectos corporativos sin contraprestación público-social e incumpla los objetivos climáticos fijados.
Más aún en el actual contexto de escalada reaccionaria, en el que se abre paso una creciente incertidumbre en torno a un statu quo injusto y desfavorable, pero predecible, sobre el cual se han basado los diseños estratégicos de cambio económico del gobierno Petro. Y en el que se prevé un recrudecimiento de los ataques de corte imperial, con la complacencia de sectores oligárquicos a la interna, que se prestarán a jugar un rol cipayo con tal de recuperar posiciones ventajosas en el país. Un contexto que objetivamente achica el espacio para soluciones intermedias de gobernanza capitalista con tintes sociales, incluso en territorios periféricos en los que la izquierda, históricamente, ha defendido la necesidad de una cierta fase transicional en estos términos. Más aún si, como en el caso de Colombia, se pretende implementar una ambiciosa agenda de transición ecosocial.
La vitalidad y efectividad de los procesos de cambio pasa por jugar a la ofensiva, despojar de capacidades a los actores hegemónicos e imponer cambios sustanciales que busquen doblar el brazo del enemigo interno y externo
En consecuencia, y sin perder de vista la complejidad que ello conlleva, es preciso incorporar prudente pero firmemente elementos de una agenda de transición nítidamente anticapitalista, así como abrir escenarios de ruptura política que deslinde los campos y clarifique los cambios. Las grandes potencias centrales como EEUU, de la mano de las grandes corporaciones que operan en el territorio, requieren ser sustancialmente expropiadas de sus capacidades, descentrando radicalmente el rol determinante que poseen a día de hoy. Así lo están defendiendo organizaciones sociales, sindicales y comunitarias de peso en el país, y que hacen parte de la base de apoyo del gobierno.
En nuestro informe Transición ecosocial y megaproyectos en Colombia sugerimos algunas medidas en este sentido, orientadas a una redefinición económica en términos de planificación democrática y vinculante, bajo protagonismo popular, que descentre los megaproyectos como opción unívoca para acumulación corporativa de capital, que avance en la transformación de la matriz energética con la vista puesta en horizontes de desmercantilización, que restablezca la centralidad de lo público-comunitario en la propiedad y control de las herramientas para la transformación económica y ecosocial, y que refuerce un giro endógeno en la economía del país ante las vulnerabilidades estructurales ligadas a un modelo primario-exportador de desarrollo basado en la atracción masiva de inversión extranjera directa.
En este camino, la andanada de Trump torna aún más imperiosa la necesidad de promover un desmantelamiento de la arquitectura jurídico-política de impunidad que representan los tratados de comercio e inversión neoliberales suscritos por Colombia, apostando por su denuncia sistemática. Especialmente en los casos en los que los términos de intercambio son especialmente desiguales y neocoloniales: EEUU y la Unión Europea, fundamentalmente. En este camino, es fundamental dotar de un nuevo impulso a una integración regional latinoamericana de corte contrahegemónico, así como explorar tácticamente el potencial de dinamización económica alternativa que pudieran proporcionar actores emergentes como BRICS. Y, por supuesto, promover la salida del territorio colombiano de las siete bases militares actualmente operativas, verdadero caballo de troya de un actor imperialista que ya ha mostrado abiertamente su hostilidad al proceso en curso en el país.
En definitiva, en el contexto de agudización reaccionaria que inaugura el segundo mandato de Trump, los llamados a preservar un statu quo pretendidamente “democrático”, al cambio dialogado y a la concertación con los poderes político-empresariales establecidos, difícilmente van a funcionar a la hora de lograr avances de corte progresista, incluso aquellos más parciales o limitados. Esto incluye, por supuesto, el riesgo evidente de anulación de toda la mordiente crítica contenida en la vocación de impulsar una verdadera transición ecosocial en Colombia. Por el contrario, la vitalidad y efectividad de los procesos pasa por jugar a la ofensiva, despojar de capacidades a los actores hegemónicos, incluyendo a las grandes corporaciones que operan en el país, e imponer cambios sustanciales que busquen doblar el brazo del enemigo interno y externo. Es decir, ahondar en el cambio y en su dimensión más antagonista.
Esta es una enseñanza que sirve en la Colombia del Pacto Histórico, pero también en el resto de América Latina. Y especialmente en Europa, el Estado español y territorios como Euskal Herria, parte del centro del sistema-mundo capitalista y, por ello, especialmente corresponsables a la hora de impulsar estrategias de emancipación integral, precisamente por ser el origen de numerosos flujos de dominación y explotación hacia el Sur global. La rebaja del posicionamiento de las izquierdas europeas en materia de tratados de comercio e inversión como UE-Colombia o UE-Mercosur es un ejemplo claro de los riesgos de desnaturalización de la mordiente transformadora que llevan asociados este tipo de giros tácticos supuestamente “realistas”, añadiendo además, en este caso, una adhesión a herramientas orientadas a defender la posición de nuestros territorios como centro dominante del sistema-mundo, y que por tanto, operan directamente contra América Latina y sus procesos de cambio político y social.
Frente a esta amenaza, es nuestro deber internacionalista articular una ofensiva antagonista contra la pujante pulsión reaccionaria e imperialista que avanza en Europa, y hacerlo en términos de confrontación radical con aquellos agentes político-empresariales con matriz en nuestro territorio que precisamente apuntalan la subalternización de experiencias de transformación como la colombiana. No cabe engañarse: eludir la confrontación aquí es tirar piedras sobre los procesos allá.