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Literatura
Aixa de la Cruz: “Las drogas psiquiátricas no curan una enfermedad sino que alivian su síntoma con fines productivos”
“Si estamos locas, sostiene, será porque nos han enloquecido”, pone en boca de una de sus personajes Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988). Ha compuesto otra novela que, aunque muy diferente, mantiene una conexión por un hilo con Cambiar de idea (Caballo de Troya, 2019). Las 323 páginas de Las herederas (Alfaguara, 2022) se sustentan por un tono severo, con la voz radical que asentó el nombre de la autora en el panorama literario. Arremete desde la ficción contra el “psistema” —con una “p” por delante—. Exacto: arremete a cabezazos contra la privatización de la salud mental, pero también la patologización, la psiquiatrización y el estigma de la droga. Aixa de la Cruz ha logrado desplegar una maquinaria de memoria, irrealidad y sencillez para hacernos llegar a su lado.
Erica —Rica— no tiene memoria en el móvil, pero en su cabeza puede buscar los usos medicinales de decenas de plantas sobre las que ha leído en Wikipedia gracias al PlantApp que tiene en su iPhone su hermana Nora. Lis parece sufrir. El dolor le viene por diferentes direcciones, aunque ahora se le pone la piel dura cuando su hijo Peter —Pito o Sebas— se tranquiliza cerca de los brazos de Erica —Rica—. Olivia también padece. En este caso, unas estrellitas le alertan y, como el que avisa no es traidor, le llega una jaqueca inasumible humanamente: serán las hormonas, será el estrés. “¿Será tu voz / será el licor / serán las luces de esta habitación?”. El lugar es una casa en un pueblo de Castilla donde en enero hará un frío inasumible. La razón es el suicidio, hace unos meses, de su abuela. El obstáculo es el “sarcófago” que encierra tras esa droga legal recetada, el autoconsumo o la droga ilegal, sus cuerpos, dejando al aire las debilidades. Ese pastillazo rigurosamente pautado, esa raya esnifada a escondidas o ese estramonio creciendo asilvestrado donde juegan los niños.
Esta conversación se produjo horas antes de la presentación de Las herederas el pasado viernes 30 de septiembre en el Salón de Actos de la Biblioteca Central de Bidebarrieta de Bilbao.
Tramas una historia donde el suicidio, la maternidad, la violencia sexual, la precarización o la uberización están presentes como lana que se entreteje. Pero la urdimbre, lo queda por detrás, es la crítica a la psiquiatrización de la sociedad y la privatización de la salud mental. ¿Cómo lograste entramar un relato con tantos patrones diferentes?
Pensé en ello después de Cambiar de idea (Caballo de Troya, 2019), donde me sentí muy cómoda con una voz que era claramente la mía: partir de la experiencia, que es algo que me ha ido resultando no solo interesante sino un punto de partida propicio para el pensamiento. Me di cuenta de que los temas a los que me quería enfrentar eran tan complejos que admitían tanta réplica y contrarréplica que quizás era más interesante abordarlos desde la ficción. La idea de suicidio quedó en segundo plano pero busqué cuatro personajes que ejemplificaran las diferentes posturas que los supervivientes pueden adoptar cuando hay un suicidio cercano. Quería, por un lado, ilustrar una salida muy habitual, que yo de hecho encarné en un momento determinado cuando alguien querido se suicidó en mi entorno, que es la de suplantar el proceso de duelo por una suerte de pesquisa policíaca: o negándolo o intentando buscar explicación.
Me interesaba que hubiera un personaje que cuestionara siquiera la necesidad de darle respuesta a todo, ¿no? Que en este caso sería Erica, religiosa y espiritual, acostumbrada a que haya grandes preguntas sin respuesta. Quería jugar también con las dos dimensiones de la explicación del suicidio como locura, con dos formas de dependencia de los fármacos psiquiátricos, que son las que encarnan Nora y Lis. Nora, que es adicta a drogas de abuso y Lis, que está medicada en contra de su propia voluntad. Son las dos caras de la misma moneda. Y ahí me permití abordar la precarización, la patologización del sufrimiento cotidiano… Para mí, tanto Nora como su prima psiquiatrizada encarnan ese patrón por el cual nos drogamos para seguir produciendo. Las drogas psiquiátricas en casi todos los casos lo que hacen no es curar una enfermedad sino aliviar el síntoma con fines productivos. Para que el deprimido pueda por fin levantarse de la cama e ir a trabajar, para que el psicótico no moleste…
Diagnóstico. Esa es la palabra con la que me quedo de Las herederas. Diagnosticar todo. ¿Qué significa para ti diagnosticar?
El diagnóstico sobre todo es el riesgo de una profecía autocumplida. El diagnóstico se hace mediante una valoración externa de los síntomas. Y los síntomas pueden ser contextuales. Cuando se impone un diagnóstico, de pronto lo contingente se vuelve identitario. Me da mucho miedo. Una persona externa te evalúa en un momento muy concreto de tu vida, decide lo que eres. ¿Acabo repitiendo un diagnóstico porque, en efecto, es una enfermedad para toda la vida o acabo plegándome a esa etiqueta identitaria que me han puesto y repitiendo los gestos para encajar en la misma?
Las nietas de la recién fallecida se reúnen en su casa para recoger, empaquetar y decidir qué hacer con el lugar. ¿Se debe respetar la intimidad de un muerto?
Lo he pensado mucho sin tener yo misma una respuesta. Es uno de los interrogantes que se plantean las protagonistas y cada una desde un lugar. Erica privilegia mucho el rito, lo sagrado y, por tanto, también la obligación de respetar la voluntad de los muertos. Pero, ¿hasta qué punto no hacer preguntas también es consolidar ciertas ciertas violencias? Erica piensa que es mejor respetar que la abuela hizo lo que quiso y se ha de respetar su decisión. En ciertos contextos no hacer preguntas puede fomentar la despolitización. Doy por hecho que el suicidio tiene causas sistémicas y si dejamos de hacer preguntas también dejamos de acceder a las respuestas. Creo que son dos vías contradictorias. Ninguna de las dos me satisface personalmente.
“¿Hasta qué punto no hacer preguntas también es consolidar ciertas violencias?”, reflexiona Aixa de la Cruz
Como ilustras en la novela cuando introduces a cuatro herederas en una casa alejada, el dolor psíquico es casi siempre algo compartido y reconocido por los otros. ¿Por qué, entonces, abordamos la enfermedad mental de forma individualizada?
Llevamos décadas de bombardeo informativo falaz por parte de farmacéuticas y sistemas psiquiátricos con esas teorías sobre el desajuste químico. Teorías que ¡oh, casualidad! le vienen perfectas al sistema. La privatización de la enfermedad impide solucionar sus causas sistémicas: ansiedad, depresión o formas incapacitantes de sufrimiento físico.
Por otro lado, no existe la locura y la cordura no es ser cuerdo, sino aparentar estar cuerdos. La definición de la locura es tan inestable y genera tantas dudas que acabamos aferrándonos a esa máscara, a pretender estar cuerdos y dejamos de querer hablar del tema por el miedo a que se nos caiga la máscara. Yo creo que todos tenemos miedo a la locura porque es algo abstracto, algo construido por parte del poderoso contra el desposeído. Hay pánico, sobre todo entre la gente más precaria, de reconocer que todos tenemos el germen para pasar al otro bando.
Aixa de la Cruz: “La cordura no es ser cuerdo, sino aparentar estar cuerdo. Tenemos miedo de que se caiga la máscara”
¿Nos estamos dejando “evaluar, despersonalizar y etiquetar”, como expresas en tu libro, o es que acaso lo necesitamos o hemos creado esa necesidad? ¿Es verdad que debemos todos acudir al psicólogo?
Ojalá que no. El problema es que no se nos permite parar, no se nos permite reconocer el malestar, no se nos permite dejar de producir si no viene avalado por un diagnóstico. Bastaría con decir “mira, no puedo más, no puedo ir a trabajar hoy, no porque tenga gripe ni nada certificable por el sistema de salud, sino porque tengo un sufrimiento psíquico que me lo impide”. Como la única forma de validar esta experiencia es a través de los cauces institucionales, pues acabamos ansiando el diagnóstico para hacer valida nuestra propia experiencia. Es muy perverso, pero tiene que ver con los ritmos productivos, con lo complicado que es exigir márgenes para la vida.
¿Entonces?
Para empezar, me siento un poco incómoda porque algunos creen que tengo la portavocía en temas de psiquiatrización. No soy una persona psiquiatrizada. Lo que he hecho es hablar con mujeres que son víctimas del sistema psiquiátrico, que han pasado por internamiento y cuya experiencia personal te hace reevaluar esta idea de que los manicomios de hace más 50 quedaron atrás. No quiero apropiarme de su discurso, pero sí invito al cuestionamiento crítico de la institución de la salud mental.
Algo que me obsesiona es que lo peor de que te etiqueten como loca es que pierdes la capacidad del testimonio, dejas de poder esgrimir el yo porque tu relato pierde validez. De pronto un señor externo, un psiquiatra que te evalúa durante diez minutos, es más experto sobre tu experiencia que tú misma. Creo que es fundamental, incluso para generar nuevas políticas públicas, escuchar a la gente que es víctima del sistema antes de meter más psicólogos en ese sistema como vemos pedir a [Íñigo] Errejón y compañía.
Nociceptores, benzodiacepinas, zolmitriptán, Valium, Orfidal, keta, speed, ácido… pero heroína no. La heroína es la línea roja que pones en la historia ficticia de tus personajes. ¿Por qué la heroína? ¿Es por lo visto y recordado en Bilbao en los años 80 y 90?
Recuerdo con mucha emoción cuando, estando en la aldea en la que viví en los últimos dos años, me encontré con la planta protagonista de la novela, que es el estramonio. Y también recuerdo cuando creció la planta de la adormidera junto a mi casa. La naturaleza nos brinda opio al mismo tiempo que alucinógenos. Pero hay que entender que nos lo brinda para contextos determinados. Creo que el opio está allí para ayudarnos a morir. Su función es aliviar el dolor cuando ese dolor ya es inaguantable y forma parte de los últimos estadios de la vida. Pero tengo esta sensación, obviamente, influida por la terrible crisis de la heroína.
Hablando de los últimos lugares donde viviste… ¿Crees que haber huido de la ciudad hace que tus párrafos ahora se sientan como los páramos que describes? ¿Es solo cosa mía?
Podría ser [ríe]. Suelo asociarlo más a que me ha cambiado el pulso narrativo, el estilo, después de haber sido madre. Encaja mucho con una especie de, no sé, como de advertencia que recibimos las madres: “Ten cuidado que después de parir no vas a ser la misma”. Yo ya noté que mi prosa estaba cambiando desde el primer día que me senté a escribir después de haber parido. No obstante, la experiencia de haber vivido estos dos años en un medio rural ha sido una de las cosas que más ha transformado, y a mejor, mi mirada. Te das cuenta del valor de percibir el cambio de las estaciones, de los periodos de descanso de la tierra, ritmos de los nos hemos alejado en las ciudades. Te das cuenta de que la maleza no es maleza, que está compuesta de miles de hierbajos con nombres propios. En un momento de reto climático brutal hace falta una sensibilidad muy concreta que yo, al menos, adquirí estando en contacto con la naturaleza. Te das cuenta de qué está en juego, de cuán importante es desacelerar y emprender cambios.
Hay un intento por tu parte de describir el dolor en Las herederas. Sobre todo en el personaje de Olivia. ¿Cómo narrar el dolor? ¿Cómo ha sido el proceso de ponerle palabras?
Ha sido bastante intuitivo porque las protagonistas experimentan sufrimientos físicos muy cercanos. Hay una madre con depresión posparto —aunque yo no creo en esta etiqueta—. He sufrido muchísima ansiedad por haberme visto madre en unas condiciones contextuales adversas como el terrible confinamiento. Es un dolor que yo he vivido. Para mí la escritura de ficción tiene que ver con coger dolores personales, emocionales, vivenciales… y proyectarlos. He podido verbalizar malestares personales que pasaban por el embudo de los personajes de ficción, pero que estaban muy dentro de mí.
Aixa de la Cruz: “He podido verbalizar malestares personales que pasaban por el embudo de los personajes de ficción, pero que estaban muy dentro de mí”
Como recoges en Las herederas, benzodiacepinas y alcohol están por delante de la burundanga (y similares) cuando se habla de la sumisión química. Sin embargo solo triunfa el relato de lo grotesco.
Me obsesiona desde hace mucho tiempo, antes siquiera de la escritura de esta novela. ¿Por qué se llama burundanga en los medios a lo que nunca es burundanga? Por un lado creo que hay una cosa incluso culturalista, racializada: el término es exótico y es el equivalente al estramonio pero del Sur global. Siempre es la idea del otro, el que viene a por nuestras mujeres.
Sobre la propia historia etnobotánica de la escopolamina, que es el principio activo de la burundanga, cuenta [Antonio] Escohotado que lo utilizaban las brujas en ungüentos que, según él, se aplicaban vía vaginal con los palos de las escobas y de ahí la iconografía típica de la bruja volando. De pronto una droga emancipadora de nuestras ancestras brujas, que las saca del sistema, es la misma droga que utilizan los violadores. Esto dice mucho de la historia contra las mujeres como sujeto: se expropia su conocimiento para utilizarlo contra ellas.
También dedicas tiempo a reflexionar sobre la culpabilidad y la responsabilidad. ¿Cómo no ser cómplices del sistema, sacando al policía que tenemos dentro sin caer en ser el facilitador que invita a drogarse a todo el mundo?
Es curioso porque en la novela se verbaliza un problema que tengo con ciertos tipos de terapias psicológicas que parten de un discurso muy neoliberal y, que, por ejemplo, ante la idea de la culpa te dicen que no, que seas egoísta. “No sientas culpa por no cuidar a tu madre dependiente, que te genera malestar”. Pero es que la culpa es una moneda muy peculiar, porque es el origen de la toma responsabilidades colectivas y políticas, y a su vez puede servir para incapacitar y anular el sujeto. Entonces la pregunta sería cómo pasamos de la culpa a la responsabilidad colectiva. La idea de la culpa siempre me hace pensar en este doble camino.