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Juicio del 1 de Octubre
¿Por qué arde Catalunya?
Un gobierno en alianza con Podemos podría ofrecerle al partido socialista la posibilidad de abrir un nuevo cauce histórico al eterno atasco de España en Catalunya.
La injusta sentencia del Tribunal Supremo español contra los líderes políticos y sociales del independentismo catalán condenados por sedición a penas de 9 a 13 años de cárcel, por haber promovido el referéndum de autodeterminación, fue la primera chispa del incendio que arrasó Barcelona y otras ciudades de Catalunya.
Después de un juicio que se prolongó durante dos años con los acusados en prisión preventiva, la sentencia desencadenó un estallido social sin precedentes, cambiando la percepción general de este conflicto político. Las reacciones fueron principalmente en forma de manifestaciones pacíficas multitudinarias, que se sucedieron a diario en distintas áreas de Barcelona y otras ciudades, acompañadas de grandes marchas que interrumpieron el tránsito y paralizaron el aeropuerto.
Conectados los sectores más activos del independentismo a través de una organización en red, Tsunami Democrátic, se consiguió movilizar a decenas de miles de personas en muy poco tiempo para cumplir cada objetivo planteado.
El talante pacifista que siempre presidió las manifestaciones, y que es la impronta del independentismo catalán, quedó estos días desdibujado por los grupos de manifestantes que al atardecer se enfrentaron con la policía incendiando mobiliario urbano y contenedores para hacer barricadas.
La represión policial fue brutal y en muchos casos de una violencia desmesurada. Durante la primera semana de protestas se contaron 600 heridos, gran parte de ellos policías. Cuatro manifestantes perdieron la visión de un ojo por impacto de balas de goma —una munición prohibida por el parlamento catalán-—, otros perdieron un testículo o sufrieron traumatismo cráneo-encefálico. También hubo centenares de detenidos que quedaron a disposición judicial, muchos de ellos en prisión preventiva.
¿Quiénes son los autores de estos hechos violentos que emergieron en el foco de los medios durante esos días críticos? Según los datos facilitados a la prensa por la policía autonómica, los primeros detenidos eran jóvenes estudiantes sin antecedentes ni militancia previa, calificados sin embargo como “independentistas revolucionarios”. También se dijo que se había identificado a extranjeros pertenecientes a supuestos “colectivos anarquistas, bregados en protestas antisistema” y se habló frívolamente de agitadores “infiltrados”.
Todas estas simplificaciones caricaturescas fueron un vano intento de estigmatizar una protesta juvenil genuinamente catalana, denigrando su naturaleza política con el calificativo pueril de “antisistema”.
En medio de esta situación de descontrol en la calle, el presidente del gobierno catalán, Quim Torra, vapuleado por su demora en pronunciarse contra la violencia, añadió leña al fuego al declarar por sorpresa en el Parlament que convocaría un nuevo referéndum de autodeterminación durante esta legislatura, sin haberlo consensuado con sus aliados de otros partidos independentistas que expresaron su disgusto por considerarlo inoportuno, aunque pocos días después acordaron una fórmula común para condenar la sentencia del Supremo y llamaron conjuntamente a nuevas movilizaciones. Los representantes de los partidos de derecha, Ciudadanos y el PP, reclamaron la destitución de Torra y la intervención de la autonomía.
Más sorprendente que la división de criterios en el bloque independentista, más decisiva que la previsible reacción de una derecha en ascenso, es la incomprensión de la gravedad del momento por parte de las élites políticas y periodísticas supuestamente ilustradas
Más sorprendente que la división de criterios en el bloque independentista, más decisiva que la previsible reacción de una derecha en ascenso, es la incomprensión de la gravedad del momento por parte de las élites políticas y periodísticas supuestamente ilustradas. Por ejemplo, cuando un Editorial de El País (“Destino escrito”, 18/10/2019) acusa a Torra de fomentar la violencia “en su obsesión por mantener artificialmente vivo el programa de la secesión unilateral”. Para justificar este argumento se invierten las relaciones lógicas de causa y efecto: “La sentencia no ha sido la chispa que ha incendiado Catalunya, como pretende Torra, sino el hecho que han estado esperando con impaciencia él y su mentor para convertirlo en excusa de una confrontación con el Estado”. Esta interpretación ideologizada de los hechos se apoya en códigos compartidos por muchos de los lectores, ya que es la continuación de un relato distorsionado y sostenido en el tiempo desde un enfoque radicalmente opuesto a cualquier forma de autodeterminación territorial.
Personalizar la enorme respuesta social catalana contra una sentencia injusta en la “obsesión” de Torra y “su mentor” (Puigdemont) solo dificulta la comprensión de la realidad. La sentencia del Tribunal Supremo (TS) fue percibida como desproporcionada y cruel por gran parte de la sociedad catalana, aunque también fue celebrada por muchos. La intención del tribunal fue dejar claro que estos ‘actos de sedición’ no se pueden repetir, y en ese sentido fue una sentencia ejemplarizante, que describe lo que es políticamente permisible y lo que merece el castigo de la ley. En solidaridad con sus dirigentes presos, miles de ciudadanos que votaron en el referéndum responden ahora autoinculpándose por haber participado en el delito de sedición.
Más de medio millón de personas se manifestaron pacíficamente el viernes 18 de octubre contra la sentencia. Confluyeron cinco marchas simultáneas que recorrieron hasta un centenar de kilómetros durante tres días para llegar a la Marcha de la Libertad en Barcelona. Esa noche también hubo disturbios, fue una de las noches más violentas de una semana convulsa, con una serie de episodios que sugieren la emergencia de un nuevo sujeto político con un potencial desconocido: esos jóvenes que enfrentan a la policía sin vacilaciones y sin miedo.
Pero además del rigor de la sentencia del TS, se está gestando toda una arquitectura jurídica para impedir la disidencia y la protesta ciudadana. La denuncia judicial por ‘indicios de terrorismo’ contra los grupos de personas que intervienen en manifestaciones organizadas, en un escenario enrarecido por la fantasmagórica ilusión de una guerra de guerrillas, solo contribuye a empeorar las cosas.
Semanas antes del estallido juvenil, el mismo juez que ordenó con ese argumento el cierre de las páginas web de Tsunami Democràtic ya había encarcelado por indicios de terrorismo a algunos miembros de los CDR en la llamada “operación Judas”. El poder judicial español, como ocurre en el relato político y periodístico dominante, quería señalar como violento a un sector del independentismo antes de que ocurrieran actos de violencia.
El sustrato de organización social de las grandes manifestaciones independentistas, el llamado soberanismo catalán, que representa a cerca de la mitad de la población de Catalunya, es un movimiento pacífico que va más allá de los partidos y que ha sufrido una enorme decepción con España desde la impugnación del último Estatuto de Autonomía, exacerbada ahora como nunca por la forma en que se judicializó el Procès independentista y su resultado final. No es posible entender la respuesta coordinada de la población catalana, ni mucho menos la reacción furiosa de una parte de la juventud, sin tener en cuenta el sentimiento de escarnio y humillación provocado por el Estado al haber sentado en el banquillo y encarcelado a dirigentes que en realidad cumplieron con su compromiso electoral.
¿Hubo demagogia y engaño en la propuesta de una república catalana independiente? Seguramente sí por parte de algunos dirigentes, sobre todo en el manejo de los tiempos y de las relaciones con la otra mitad de Catalunya; pero la invocación del derecho a decidir es un anhelo muy cementado socialmente, no cabe el relato conspirativo que dibuja unos líderes que habrían traicionado a sus seguidores inventándose una república imposible. ¿Inexistente o imposible? No es una cuestión de matiz, ya que ‘imposible’ equivale a decir que será ‘eternamente inexistente’ porque así lo dictan las leyes.
Mientras en la Catalunya urbana y rural se extendía la revuelta, una Catalunya contraria a la idea de autodeterminación miraba hacia otro lado y continuaba practicando sus rituales como si nada fuera a cambiar. Mientras Barcelona ardía peligrosamente, la ministra española de Cultura asistía a la gala de los premios Planeta, el grupo editorial que trasladó su sede social a Madrid en represalia por la realización del referéndum de autodeterminación.
Estas élites, como los altos cargos de entidades financieras que también trasladaron su sede fuera de Barcelona, conectan perfectamente con el discurso “recargado” del ex primer ministro francés Manuel Valls, ahora concejal del Ayuntamiento de Barcelona, avezado oportunista que se asoma desde el limbo político para pescar en río revuelto, ofreciéndose como figura providencial para gobernar Catalunya, para imponer el orden incluso a través de la aplicación del artículo 155, es decir, conculcando la autonomía catalana. Ante la inacción de Pedro Sánchez, no es extraño que aparezcan figuras mesiánicas que compitan en firmeza para “restablecer el orden”.
Dinamitar puentes en campaña electoral
No fue solo la sentencia del Tribunal Supremo español lo que dinamitó los puentes entre Madrid y Barcelona, también lo hizo la reacción política del presidente del gobierno español y de alguno de sus ministros, que al anunciar que acataban la sentencia, añadieron que no habría indulto ni amnistía para los dirigentes políticos condenados por convocar el referéndum. Así el gobierno de Sánchez demostraba respetar la independencia del tribunal, pero sin actuar con independencia de él, ya que renegaba de atribuciones que solo corresponden al ejecutivo y que podrían servir, en el futuro postelectoral, para recomponer puentes con esa mitad de Catalunya enfurecida por la situación de los presos políticos.
La negativa del presidente español a dialogar con el presidente de la Generalitat después de varios días de movilizaciones y disturbios en las ciudades catalanas es una huida hacia adelante de Pedro Sánchez ante una situación que se le escapa de las manos, a la espera de que el paso del tiempo la resuelva. ¿Táctica electoral o cobardía política? ¿O son estas las dos caras de una misma moneda?
Temiendo el coste electoral de reunirse a conversar con Torra, Pedro Sánchez rechazó hasta cinco llamadas telefónicas directas del presidente de la Generalitat en plena crisis
Pedro Sánchez debe optar entre hacer campaña electoral profundizando su acercamiento a las derechas contra el desafío catalán, o ensayar una arriesgada y valiente alianza con Unidas-Podemos, lo cual seguramente supondría una mayor flexibilidad para dialogar y alcanzar acuerdos con el independentismo. Esta posibilidad devolvería a la política al lugar que le corresponde en esta crisis de modelo de país, convertida en un penoso problema de orden público.
La única finalidad de la supuesta ‘voluntad de diálogo’ que se proclama desde las instituciones solo puede ser la de llegar a alguna clase de acuerdos que permitan distender el clima político.
Para el gobierno autónomo catalán, todo diálogo lleva implícito el debate sobre la autodeterminación. Pero en el ADN del sistema político español, y naturalmente del PSOE, está instalado el supuesto de que la separación de una parte del territorio perjudica intrínsecamente al resto de España, y por tanto es un tema tabú, excluido de la agenda y el debate públicos, algo que no se discute ni se permite discutir.
Este prejuicio se alimenta de un nacionalismo español que alienta el voto de las derechas, las más rancias, como es el caso de Vox, y de las derechas no tan estridentes pero también incendiarias, como lo son los actuales liderazgos del PP y Cs. Después de una semana de disturbios en Barcelona los sondeos pronostican un espectacular crecimiento de Vox, que pasaría del 6 % al 11-15 % de los votos, quedando como tercera fuerza política con 34-50 diputados, incluso por delante de Cs y de Unidas-Podemos.
Triste horizonte al que nos aboca la inacción de Pedro Sánchez. Un gobierno en alianza con Podemos podría ofrecerle al partido socialista la posibilidad de abrir un nuevo cauce histórico al eterno atasco de España en Catalunya, proponiendo el ejercicio de una libertad democrática emergente, el llamado “derecho a decidir” de la ciudadanía de un territorio o región con singularidades culturales, históricas y/o lingüísticas; un derecho que los principales estados-nación europeos no contemplan y al que miran con recelo por temor a sus consecuencias internas.
Por eso Europa no interviene y sus representantes afirman que este es un problema interno de España, sometido solo a la legislación española. Y así se cronifica el conflicto, ya que las leyes permiten regular la vida democrática dentro de ciertos consensos, pero no sirven como muro de contención cuando existe la firme determinación de muchísima gente de establecer nuevas normas basadas en renovados consensos.
La exigencia política de radicalizar la democracia en el ámbito territorial es compartida por 12 partidos políticos (catalanes, gallegos, valencianos y vascos) que acaban de firmar un documento conjunto en Barcelona (25/10/2019) reclamando “la democratización plena del Estado” y criticando “la falta de respeto al derecho de autodeterminación”.
En el actual contexto de exaltación nacional, las elecciones del 10 de noviembre podrían dar la victoria en España a un tripartito con mayoría de derechas, aunque es una eventualidad poco probable. Un gobierno de Pedro Sánchez flanqueado por el PP o Cs sería socialmente reaccionario ante las propias bases socialistas.
Cualquiera de ambas opciones encallaría en una situación de conflicto permanente en Catalunya, con parálisis económica y una espiral de violencia ascendente, que serviría para justificar el sacrificio de muchos derechos ciudadanos en el altar político de la Seguridad. Se acabaría imponiendo la intervención de la autonomía y la vía represiva contra toda clase de manifestaciones, tanto pacíficas como violentas.
El horizonte es de tragedia si a la judicialización de la política y al apresamiento de políticos disidentes le sigue la criminalización de la protesta juvenil, con el enjuiciamiento por “indicios de terrorismo” a los sectores que radicalizan las formas de lucha, en un desbordamiento más parecido a una insurrección juvenil que a operaciones de comando que pudieran calificarse de terroristas. Pero hay una intencionalidad política en juzgar como “terrorismo” a las formas de organización de los Comités de Defensa de la República (CDR), en un burdo intento de equipararlos con la violencia atribuida en Euskadi a las organizaciones juveniles próximas a ETA.
El horizonte es de tragedia si a la judicialización de la política y al apresamiento de políticos disidentes le sigue la criminalización de la protesta juvenil
Agitar de manera oportunista el fantasma del terrorismo vasco, como lo hizo el ministro del Interior español, Fernando Grande-Marlaska, deslegitima a quienes recurren a estas “declaraciones falsas e incendiarias”, como le reprochó la alcaldesa Ada Colau, y es una enorme irresponsabilidad porque da alas a los discursos más reaccionarios de la ultraderecha.
Esta escalada de imputaciones judiciales y acusaciones políticas contra la lógica propia de la revuelta catalana se produce en simultáneo con la negativa del presidente español a dialogar con el presidente de la Generalitat, con el argumento de que este no condena plenamente la violencia. En el colmo de la manipulación política, se proyecta así la idea de que el interlocutor no es válido porque defiende a los protagonistas de supuestos actos de terrorismo. Temiendo el coste electoral de reunirse a conversar con Torra, Pedro Sánchez rechazó hasta cinco llamadas telefónicas directas del presidente de la Generalitat en plena crisis, evitándolo incluso durante su breve visita a la ciudad condal.
Pedro Sánchez llegó a Barcelona convencido de que la solución estaba próxima, y se fue con la certeza de que esta escalada del conflicto no se resolverá rápidamente. En el cambio de perspectiva pudo haber influido el choque entre la realidad ficticia que se escribe en Madrid sobre Catalunya y el contacto con la población catalana real, con su firmeza y determinación al expresar sus convicciones.
No habrá diálogo institucional, de todos modos, en campaña electoral. Como trofeo de campaña, el presidente del gobierno español recuperó protagonismo con la exhumación de los restos de Francisco Franco, con el espectacular traslado de su ataúd del Valle de los Caídos, en un meritorio acto simbólico de restañar heridas de la guerra civil. Por desgracia, el socialismo español solo consigue lidiar con la momia inerte del generalísimo Franco, sin atreverse ni tan solo a debatir su concepción de la unidad de España como destino histórico inexorable de los pueblos ibéricos.
Hace tiempo observé esta leyenda en un muro de una ciudad catalana: “La república no existe, idiota”, en catalán y con dos signos de exclamación al final. He visto también este mensaje en otros lugares y sugiere un intento muy consciente de desmoralización del activismo independentista. Unos días después de la aparición de la leyenda, alguien había tachado la palabra “república” y había escrito al lado la palabra “democracia” (“La democracia no existe, idiota”).
La inexistencia de la república es una obviedad, pues a su proclamación le siguió su suspensión inmediata. La presunta inexistencia de la democracia remite en cambio a una España históricamente unida a sangre y fuego, irrespetuosa de la voluntad de los pueblos que habitan territorios que reclaman un trato diferenciado.
La paradoja es que la inexistencia de la república, entendida como su arbitraria imposibilidad, y el encarcelamiento de quienes llegaron a proclamarla actuando pacíficamente, puede entenderse como prueba de la inexistencia de cierta calidad en el ejercicio de la democracia española. El referéndum de autodeterminación fue un ejercicio democrático en el ámbito de la comunidad autónoma catalana, aunque no estuviera autorizado por la Constitución española y por tanto no fuera democrático para el ordenamiento jurídico vigente. Hay aquí un choque de legitimidades para el que solo cabe una resolución política.
El castigo del Estado a los políticos que convocaron el referéndum, una pena que pretende ser ejemplificadora, es percibido como un duro castigo infligido a los votantes que los eligieron, y resulta completamente ineficaz, ya que los grupos independentistas respondieron a la sentencia del Supremo con una resolución conjunta por la que el Parlament de Catalunya “reitera y reiterará tantas veces como quieran los diputados y las diputadas la reprobación de la monarquía, la defensa del derecho de autodeterminación y la reivindicación de la soberanía del pueblo de Catalunya para decidir su futuro”.
Probablemente los parlamentarios incurran otra vez en desobediencia al Tribunal Constitucional, y otra vez asuman las consecuencias de ello (como mínimo inhabilitación). Queda claro entonces que la dureza en la aplicación de la ley no basta para contener la determinación de una poderosa voluntad de cambio.
Volviendo a esa pintada que siempre atrapa mi atención por lo sugerente que es su doble lectura, sin duda su mensaje es este: la república catalana no existe, no puede existir; pero precisamente porque no puede existir, porque no se dan las condiciones para decidir (o no) su existencia, hay un déficit de credibilidad en la propia democracia española. Tal vez sea esta percepción lo que aleja a una parte creciente de la población catalana, incluso a muchos que no son independentistas, de la mirada centralista y de algún modo indolente que predomina en los medios, los tribunales y la clase política de Madrid.
Hace muy pocos días, alguien tachó en la leyenda la palabra “no”, dando a la frase un nuevo giro que la devuelve al punto de partida (“La democracia existe, idiota”), en un bucle interminable de valoraciones contrapuestas donde lo único que permanece es el insulto. La pintada sigue allí para quien quiera verla, como testimonio de la profunda fractura entre dos culturas políticas que hoy se confrontan como mutuamente excluyentes.
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Barcelona no arde ni ha sido arrasada, sólo han sido cuatro contenedores y unos adoquines, venir a pasear y lo veréis. Saludos
A sido un escenario vergonzante y mas vergonzante los que no lo querais ver
Ya no hay duda, una mayoría de Catalanes tenemos claro que mejor solos que mal acompañados. El a por ellos continuó y trasversal sólo conseguirá que seamos más.
Quizás es hora de que aquellos que se dicen ‘de izquierdas’ denuncien sin excusas la represión del estado.
Como puede ser que sólo Rusia, China y España impidan acceder a una web?
A la pregunta del titular, arde porque hay gente insolidaria que sabiendose en mejores condiciones que otras comunidades autonomas fomenta un sentimiento de nacionalismo fascista alentado por sus propias elites y disfrazandolo de revolucionario, no tiene nada de revolucionario ni por asomo pero bueno las fronteras son imaginaciones
Dos objeciones. Una, ¿por qué sería más fascista el nacionalismo catalán que el nacionalismo español, heredero del franquismo? Dos, suponiendo que sea cierto que se quieren separar por egoísmo, ¿eso autoriza al resto de la población a impedirles que decidan lo que quieren hacer con su vida? Es como si obligaras a tu hermano a convivir para siempre en la casa familiar porque gana más y puede pagar también tus gastos.