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Insólita Península
Quiebro cordobés en vísperas de primavera
El problema de Córdoba es que cumple los tópicos: su belleza excesiva abruma, huele a azahar y se escucha el sonido del agua, de las campanas, el aleteo apresurado de las golondrinas.
Este instante ya no vuelve. El instante en el que alguien lee esta línea ya se ha ido. Esa es la única evidencia. Por eso, con la absurda pretensión de capturar un instante, viajé a Córdoba la última tarde de invierno de 2019. Era un miércoles 20 de marzo que ya se ha ido. Quería atrapar la víspera de la primavera.
Con el temor de resultar cursi, de dejarme llevar por los tópicos de la luz andaluza, me apliqué al único deporte que conozco cuando visito una ciudad querida: evitar los lugares demasiado concurridos y huir de las ideas preconcebidas. Con este propósito, me coloqué en el centro y traté de alejarme. Pero el problema de Córdoba es que cumple los tópicos: su belleza excesiva abruma, huele a azahar y se escucha el sonido del agua, de las campanas, el aleteo apresurado de las golondrinas. En Córdoba dan ganas de pisar las últimas naranjas del invierno que sobreviven chafadas entre el empedrado.
Me vino a la mente una frase de Enrique Vila-Matas: “La vida es como un buen poema: corre siempre el riesgo de carecer de sentido, pero nada sería sin ese riesgo”.
Córdoba existe en ese precipicio. Pero sus calles de macetas azules sobre fachadas encaladas, sus rincones donde conviven las flores rojas y el cableado negro, sus esquinas de foto obligatoria en torno a la Mezquita admiten un quiebro, o varios. Así que me alejé de la Mezquita en dirección a la plaza de la Corredera por la calle que discurre paralela al río y, en cuanto pude, giré para encontrarme en una plazuela sin gente. Sin darme cuenta, me vi en la calle Cara ante una estatua de una mujer derramando sobre su cuerpo el agua de una jarra. Leí en la base la siguiente leyenda: “Maravillado por la belleza de este baño, el tiempo ha venido a teñir las lucernas de su techo con los rubores del crepúsculo” (Ibn Suhayd, Córdoba, 992-1035).
“Maravillado por la belleza”. Mil años después, el aire de Córdoba devuelve la misma impresión al paseante.
Traté de seguir, pero los quiebros acechaban. Antes de incorporarme a la calle principal, me detuve en el centro de una plazuela rodeada de fachadas yuxtapuestas en torno a un naranjo y una fuente, apenas una lámina de agua. Y en ese espacio mínimo, esencial, descubrí una puerta pintada con la imagen de una mujer —manto religioso, mirada trascendente— a cuyos pies me llamó la atención la figura de un niño alado, de un ángel. Y puedo prometer que me acerqué a contemplar de cerca el ángel y allí estaba, en una tarde de marzo de 2019, el logotipo de Adidas en la chaqueta del niño alado.
Luego continué el paseo y empecé a sentirme bien. Fue una sensación de gozo elemental. Atardecía. La lentitud de los coches parecía una declaración de intenciones. En un patio de una asociación de patios escuché que allí se estaba produciendo “la primera cata floral de la primavera cordobesa”. No me detuve, aunque tuve la impresión de que podría hacerlo. De que me acogerían allí con la misma naturalidad que en los supermercados con olores árabes y conversaciones de última hora.
Cuando llegué a la plaza de la Corredera, tuve la impresión de que había tenido una alucinación. Creí que no podía ser cierta la visión del ángel de Adidas. Ese instante no vuelve, me dije. Pero me pareció que era posible recuperarlo si volvía sobre mis pasos. Fue lo que hice. Las farolas, encendidas a las siete y media, daban una coloración ocre a la escena.
Y puedo afirmar que a las ocho de la tarde estaba de nuevo en la plazuela, que resultó tener el nombre de un pintor: plaza del pintor Carlos González-Ripoll. Y sí, allí estaba el ángel con su chaqueta ocre con el logotipo reconocible. Acompañaban la escena una fuente de agua quieta, un naranjo sin naranjas y, sobre la puerta pintada, un poco a la derecha, un globo terráqueo enmarcado en una ventana. Desde el interior de la casa llegaban una música repetitiva y la luz rojiza de una habitación acogedora.
En mi última conversación de la tarde, un cordobés que recordaba los paseos matinales con su padre, paseos con olor a azahar de naranjo, me dijo que en la televisión habían anunciado la hora exacta en la que la primavera llegaba a la Península: las 22.58. Aún quedaba algo más de una hora para capturar el final del invierno. Así que, recordando la chaqueta del ángel, anoté: infantil y hermosa, pura y quieta.