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Fake news
El arte de perder
¿Cómo se viviría en una Segunda Revolución Industrial que, en vez de ser meramente mecanicista, fuera informativa y tecnológica? ¿Y si, en vez de enfrentarnos a la escasez de conocimiento, nos enfrentásemos a un exceso en el que estuvieran a la misma altura informaciones falsas y verídicas, lo banal y lo profundo, como si fuese un vertedero informativo y nos dejasen allí y hubiese que entrar a buscar algo que no se sabe cómo es y está enterrado?
Cuando Quin Shi Huang unificó China, su primera medida fue quemar libros y matar a quienes transmitían el pensamiento. Pasaron cuatro siglos y un poquito, y Diocleciano prendió fuego a los textos alquímicos de la Biblioteca de Alejandría. La Hoguera de las Vanidades, antes de ser novela de Tom Wolfe, fue la quema de manuscritos en Florencia, y Diego de Landa quemó todos los códices mayas del Yucatán. El cardenal Cisneros abrasó todos los libros de La Madraza de Granada. Y las llamas nazis devoraron todos los libros de autores judíos, comunistas o anarquistas. Argentina quemó su conocimiento dos veces en del siglo XX y el ISIS destruyó, también con fuego, 20.000 libros. Pero, a veces, no hace falta. Al fin y al cabo, los libros solo son peligrosos si los abres y les dedicas tiempo. Era el año 1990 y el cantante de un grupo del momento decía en un documental que le encantaban los anuncios de la televisión porque había consumido tantas drogas que no podía mantener la atención más de un minuto. El fuego lo llevaba dentro.
Hasta la primera revolución industrial la vida era muy lenta, los oficios, hereditarios; la información, escasa. Se aprendía escuchando, mirando, no leyendo. Los textos eran tan escasos que el acceso a los mismos era un valioso privilegio. Y la memoria y la capacidad de concentración para aprender o para hacer podían salvarte la vida. Pero ¿cómo se viviría en una Segunda Revolución Industrial que, en vez de ser meramente mecanicista, fuera informativa y tecnológica? ¿Y si, en vez de enfrentarnos a la escasez de conocimiento, nos enfrentásemos a un exceso en el que estuvieran a la misma altura informaciones falsas y verídicas, lo banal y lo profundo, como si fuese un vertedero informativo y nos dejasen allí y hubiese que entrar a buscar algo que no se sabe cómo es y está enterrado? ¿Qué pasaría si, en vez de nacer a varios días de la ciudad más cercana, se pudiese charlar con alguien al otro lado de la tierra en casi cualquier momento y, sin embargo, no se supiese por qué puedes hacerlo? ¿Cómo sería vivir sin saber cultivar la tierra, levantar una casa, hacer fuego, cocer el pan, porque todo estuviese destinado a formarte para una sola cosa, aislada, una pieza especializadísima de un engranaje tan complejo que una sola persona no podría reproducirla sola aunque quisiera?
Si se naciera, por ejemplo, en un mundo de luces de colores que disparan desde todos los flancos y las canciones de la radio y las series de televisión se interrumpen abruptamente para dar paso a imágenes inconexas, música confusa, gritos. Y en la calle las voces de los turistas llegasen a la ventana incluso en las noches de invierno y las redes sociales resumieran el mundo en vídeos de dos minutos y nunca se supiera cuando puede ser necesario responder a un mensaje y se hubiera nacido para aprenderlo todo, y nada entra en la mente si no es por los sentidos. Nacer en ese mundo donde antes que persona se es consumidor potencial bombardeable y si existiese una estructura indiscriminada que te asaltase a todas horas gritando: “¡Mira!”, y señalase en todas direcciones…. Eso tendría un precio.
Adam Schaff se quedó en la economía, en el trabajo como mercancía escasa, y en el desengaño y la resignación que genera la falta de expectativas de futuro. Pero es aún más cruel. Aguantamos porque somos adaptables. Somos animales que sobreviven en las condiciones más extrañas. La especie humana soporta la tundra y el desierto, la selva y la montaña, terremotos, monzones, guerras, dictaduras… Somos maleables. Nos adecuamos al medio y, en lo que podemos, adecuamos el medio a nosotros. Nuestro cerebro es plástico, nuestra conducta, nuestro código moral, nuestras costumbres… Por eso funciona la psicoterapia. Por eso somos tan frágiles también.
¿Cómo sería nacer en un mundo que atentase contra lo más profundo de la psique, contra nuestra cognición, incluso contra la propia narración de lo que somos? ¿Cómo sería nacer en un lugar donde no hay expectativas de futuro ni tiempo para hacerse uno? Tal vez nuestro tiempo de reflexión, nuestros silencios, el espacio que usamos en las esperas para poner el pensamiento en orden, se cambiase por mirar a una pantalla, responder emails, utilizar fotos con letras grandes como alternativa a leer ensayo. Y, si así fuera, empezaríamos a perder la capacidad de abstracción y la memoria a largo plazo porque donde todo es de consumo rápido —la comida, la información, las relaciones—, casi no se puede centrar la atención durante veinte minutos, y si se llevase un ordenador en el bolsillo no haría falta recordar teléfonos o datos y el conocimiento podría acabar siendo una colección de impresiones, sensaciones, imágenes que apenas se articulan. Perderíamos la capacidad de la metáfora, de la interpretación lingüística entre lineas, acabaríamos en un cierto erial semántico, demasiado literal para ser bueno.
Si eso pasase, los adultos lucharíamos contra la incapacidad de concentrarnos para leer una novela, hablaríamos de lo que nos cuesta últimamente “entrar” en el libro, a nosotros, que hace quince años leíamos tanto, y la infancia nacería ya diagnosticada de trastornos de atención y de ansiedad.
Veríamos niños con estrés en parvulario y olvidaríamos la historia más reciente. Habríamos perdido lo más básico: nuestra capacidad de reflexión y permanencia, nuestro análisis profundo, y la poesía.
Adaptándonos a tanta insidia, habríamos perdido aquello que nos permite ser.
No digo que fuera imbécil esta sociedad hipotética. Sería, eso sí, completamente vulnerable. Estaría, eso si, trágicamente indefensa.
Menos mal que nada de eso puede pasarnos a nosotros.
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