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Enfermedades laborales
Las deudas pendientes del caso Ardystil
Seis personas murieron y 72 enfermaron trabajando en fábricas de aerografía textil en Cocentaina, Alcoi y Muro d’Alcoi (Alacant) hace 27 años. El síndrome Ardystil vuelve ahora a la actualidad: la Generalitat Valenciana ha cumplido, más de dos décadas después, su compromiso de sufragar los gastos jurídicos derivados del caso.
Hubo un tiempo, años después de que pasara todo, en el que a Carmina Porta le dio por dibujar sobre telas. “Pintaba las zapatillas de mis hijas y de sus amiguitas”, narra. Tenía que emplear un tipo de producto libre de químicos y que no emitiera olores fuertes para que su creatividad no afectara todavía más a su salud. “Ahora lo pienso y me doy cuenta de que estaba transmutando el dolor, de que estaba convirtiendo aquello que me hizo enfermar en algo con lo que pudiera disfrutar de nuevo”, cuenta.
Porta es una de las supervivientes del síndrome Ardystil, una grave afección pulmonar derivada de la inhalación de productos químicos que se empleaban en la industria de la aerografía textil y que hicieron que en 1992 murieran seis personas y enfermaran más de 70. Fueron ocho las empresas que registraron casos, todas ellas ubicadas en las comarcas de El Comtat y l’Alcoià (Alacant), pero el síndrome tomó el nombre de aquella en la que las consecuencias fueron más nefastas: Ardystil.
Gemma Martínez, afectada por la enfermedad, cuenta que Ardystil nunca existió realmente. No era la razón social de la empresa. Gemma comenzó su trayectoria laboral con 16 años: “Antes teníamos la opción de trabajar si no queríamos seguir estudiando”, recuerda. “Yo empecé en la empresa Juana Llácer, dedicada a la industria textil, donde confeccionábamos cortinas”, añade. Pocos años después se inició la aerografía textil allí, en la misma empresa. “Pusieron un tabique en mitad de la nave para estampar las cortinas que se recortaban y nos llevaron a las más jóvenes a esa sección”, asegura a El Salto.
El término Ardystil, explica, lo acuñaron ella y sus compañeras cuando Juana Llácer, propietaria de la empresa homónima y quien resultaría condenada a prisión una década después, las invitó a pensar un nombre para lo que sería su nueva dedicación. “Recuerdo a las compañeras debatiendo alrededor de la mesa, buscando un nombre bonito porque el trabajo realmente nos gustaba —reconoce— y decidimos proponer una combinación de las palabras arte y estilo. No sabíamos que nosotras mismas estábamos bautizando nuestra propia enfermedad”.
Al principio, las jornadas transcurrían con normalidad. El primer turno empezaba a las seis de la mañana, momento en el que las personas empleadas —la mayoría mujeres muy jóvenes— llegaban, se colocaban el babi y cogían una pieza de tela. Cada día tocaba un color: la encargada hacía las mezclas, siguiendo las indicaciones que le dio el químico cuando se inició la sección, narran las exempleadas. Llenaban las pistolas aerográficas, se colocaban por parejas en las cuatro mesas del interior de la nave y trabajaban a destajo: “Cuantos más metros hacías, más dinero ganabas, así que mi compañera de mesa y yo nos retábamos”, explica Gemma Martínez. “Cobrábamos muy poco, pero nos llevábamos muy bien y nos encantaba el trabajo”, añade. Con ese primer empleo, Gemma pudo comprarse una moto y hacer planes con sus amigos.
No había extractores, existía una estufa de gasoil y dos planchas transfer, y a menudo las ventanas permanecían cerradas: "Se formaba una especie de nube dentro de la nave"
“Era su trabajo, pero también era su independencia y su espacio personal”, recuerda Ana Belén Miró, refiriéndose a su hermana Isabel, quien trabajó en Ardystil. “Mis padres se dedicaban al campo y a ella no le gustaba nada el trabajo en el campo. Para ella la fábrica significaba seguir su propio camino, y le encantaba”, admite. Aunque el ambiente era bueno en lo intangible, no lo era en lo tangible. En ese momento no había ventiladores ni extractores, y el tipo y número de mascarillas empleadas resultaba insuficiente. No recibieron ningún tipo de curso de riesgos laborales. Existía una estufa de gasoil y dos planchas transfer, y las bajas temperaturas hacían que a menudo las ventanas del recinto permanecieran cerradas. “Se formaba como una capa, una especie de nube dentro de la nave”, dice Carmina Porta.
desde un resfriado
Los síntomas no tardaron en aparecer. Sangrados nasales, resfriados que no se curaban, episodios de tos. Pero ellas todavía no sospechaban la gravedad del asunto: un químico les había enseñado a hacer las mezclas, los productos venían etiquetados y eran de Bayer… “¿Cómo vas a pensar que eso es cualquier cosa?”, expone Porta. “Empezamos a resfriarnos, primero una, luego otra, luego otra… Pero dimos por hecho que era algo normal, o algún virus de estos que se van transmitiendo”, reconstruye Gemma Martínez. “En ningún momento pensábamos que pasaba algo raro”.
“Lo de los sangrados lo achacábamos a que se nos podía estar resecando la nariz al pulverizar la pintura”, añade Porta. “Íbamos al médico y los diagnósticos siempre eran resfriados —explica Gemma—, pero una compañera no paraba de recaer y le dieron la baja. Mejoró un poco y volvió, pero tiempo después tuvo un episodio muy grave de tos y la ingresaron”. Se trataba de Isabel Miró. Su hermana, Ana Belén Miró, era entonces muy pequeña —tenía 10 años—, pero recuerda que Isabel tosía mucho: “Parecía un resfriado que nunca se acababa de curar y mis padres y su marido insistían en que fuera al médico, pero ella no quería. Hasta que un día empezó a sangrar por la nariz y mis padres la obligaron”.
Le hicieron pruebas y vieron que sus afecciones respiratorias eran muy graves: “Ella inhalaba aún más químicos que las demás porque trabajaba en dos procesos, pintando y quitando manchas con el disolvente”, detalla Ana Belén Miró. La trasladaron al hospital de Alicante y el primer diagnóstico fue tuberculosis. Isabel Miró, de 28 años, se convirtió en la primera víctima mortal del síndrome Ardystil el 15 de febrero de 1992.
Isabel Miró, de 28 años, se convirtió en la primera víctima mortal del síndrome Ardystil el 15 de febrero de 1992
Ana Belén Miró rememora algo que presenció en el velatorio de su hermana y que años después supo relacionar: “Las compañeras de trabajo vinieron a ver a mi hermana en grupo, y era una sinfonía de toses. Una detrás de otra. Como una música de mujeres tosiendo”. La madre de la fallecida intentó advertir a las jóvenes de que no volvieran al trabajo, convencida de que la pérdida había tenido que ver con la fábrica. Pero entonces todavía nadie pensaba que podía tener razón.
Pocos meses después, Ardystil recibió una visita de la Inspección de Trabajo. “Dijeron que estaba todo bien. La empresaria nos anunció que ya había pasado el inspector y que no había nada de lo que preocuparse, pero nosotras no dejábamos de estar enfermas”, cuenta Gemma Martínez.
Empezaron a instalar extractores, pero no sirvió de mucho y a partir de ese momento los hechos se desencadenaron a velocidad de vértigo. Porta había empezado a encontrarse muy mal: “Sentía que me ahogaba, no podía ni andar”, dice. Cuando fue al médico de cabecera le diagnosticaron depresión: “Había cortado con mi pareja, con la que llevaba mucho tiempo, y decían que era depresión. Yo tenía 19 años y no sabía realmente lo que era una depresión, así que lo asumí. Hasta que me tuvieron que llevar a urgencias a finales de abril”. En el hospital de Alcoi no tenían medios para tratar neumopatías, así que con sus 20 años recién cumplidos la tuvieron que trasladar a València, donde permaneció dos meses ingresada, de los cuales una semana la pasó en la UCI. Su estancia hospitalaria coincidió en tiempo con la de una de sus compañeras, Yovana, de 18 años.
"La empresaria nos anunció que ya había pasado el inspector y que no había nada de lo que preocuparse, pero nosotras no dejábamos de estar enfermas”, cuenta Gemma Martínez.
En mayo decidieron hacer pruebas médicas a todas las trabajadoras para ver si coincidía el cuadro clínico. El turno de Gemma Martínez fue los días 6 y 7 de mayo. Allí le confirmaron que tenía los pulmones encharcados y que tenían que ingresarla. Justo ese mismo día, la tía de Gemma había oído hablar de una clínica privada en Pamplona “en la que curaban enfermedades raras”. Se fueron para allá al día siguiente. Mientras ella estaba de viaje, Yovana González falleció. Ni ella ni Porta lo supieron hasta tiempo después. En el caso de Porta, se enteró cuando salió del hospital: “Le habían medicado antes porque le diagnosticaron tuberculosis y los corticoides debilitaron sus órganos, así que no respondió al tratamiento favorablemente como lo hice yo”.
Precintaron Ardystil tras la segunda muerte. Gemma Martínez regresó de Pamplona en junio: Cuando volví ya estaba todo deshecho, no había empresa, pero aún no se sabía lo que había pasado y éramos pocas las que teníamos los síntomas más graves”. La medida no sirvió para evitar que la enfermedad siguiera avanzando y otras muertes se sucedieron: Soraya González, hermana de Yovana, falleció en agosto de 1992. En octubre y en noviembre del mismo año lo hicieron Milagros Lucas y Josefa Parra.
A las víctimas mortales de Ardystil se sumó Andrés Méndez, trabajador de Aeroman, otra empresa del sector ubicada en Alcoi, el mismo mes de noviembre. Sanidad obligó entonces a cerrar todas las empresas de aerografía textil de la zona por prevención: “Supuso un golpe en la comarca. Mucha gente se quedó sin trabajo y los empresarios que a lo mejor tenían todo en orden tuvieron que paralizar su actividad —cuenta Gemma Martínez—. Se empezaron a hacer revisiones en todas las fábricas de aerografía y se fueron conociendo afectados, en diferentes grados o diferentes maneras, pero cada vez éramos más”. Una resolución publicada en el Boletín Oficial del Estado (BOE) en enero de 1994 reconocía provisionalmente el síndrome Ardystil como enfermedad laboral. Sin embargo, hubo que esperar casi diez años para que el caso llegara a los tribunales.
Una resolución publicada en el BOE en enero de 1994 reconocía provisionalmente el síndrome Ardystil como enfermedad laboral, pero hubo que esperar casi diez años para que el caso llegara a tribunales
El juicio
El mismo verano de 1992, cuenta Gemma Martínez, empezaron a celebrarse reuniones de las personas afectadas por la enfermedad: “Todo el mundo hablaba de Ardystil y a mí ese nombre me hacía daño”. Dejó de asistir a las reuniones. “En ese momento necesitábamos olvidar lo que habíamos vivido”, resume Porta. Intentaron continuar con su día a día sin pensar mucho en la enfermedad, pero era difícil: “Entonces no existía la ley antitabaco y yo no podía ir a ningún lado en el que hubiera humo por el tratamiento con corticoides. Pasé de salir con mis amigos a estar encerrada en casa con mis primas pequeñas”, narra. Gemma, por su parte, se casó al poco tiempo y tuvo dos hijos.
La vida transcurría y el juicio seguía sin fecha de celebración. Por fin, tras una espera de diez años y después del esfuerzo de algunas de las afectadas por acelerar el proceso, se fijó fecha: se celebraría en Alicante en febrero de 2003.
Se abordaron todos los casos: no solo los de la empresa Ardystil, también los del resto de fábricas de aerografía —Aeroman, Aerotex, Aerografía Textil SL, Aero-Alcoy, Aeroreig, Boncolor y Aerobrix—, en un juicio largo y complejo que evidenció la falta de higiene y salubridad, las prácticas de clandestinidad o precariedad laboral que se habían venido desarrollando y la ausencia de formación química y de conocimiento del empleo de los medios. En general, un conjunto de malas praxis que pusieron en riesgo la vida de un centenar de personas y acabó con la de seis.
La Audiencia de Alicante condenó a seis años de prisión a Juana Llácer, propietaria de la industria que dio nombre al síndrome, por “imprudencia temeraria profesional de extrema gravedad”, y a seis meses al inspector de trabajo “por imprudencia temeraria”, que sería rebajada por el Tribunal Supremo a imprudencia (multa de 500 euros). La sala también impuso sanciones económicas a otros seis empresarios y absolvió a otros dos y al encargado de Ardystil. También rechazó declarar responsables civiles a las empresas que suministraban los productos —el gigante Bayer, así como ICI y Solvay—, pero sí declaró responsable civil subsidaria a la Generalitat Valenciana, que respondería respecto a la Inspección de Trabajo.
La responsabilidad civil subsidaria de la Generalitat aplicó a las empleadas de Ardystil, pero no al resto de fábricas, ya que solo en la empresa de Juana Llácer hubo una inspección
Esto implicaba a las 26 personas afectadas de Ardystil, no al resto de fábricas de aerografía, ya que la empresa de Juana Llácer fue la única en la que hubo una inspección. Quienes trabajaban en el resto de empresas quedaron sin indemnización, incluidos los familiares del fallecido Andrés Méndez. “Mucha gente a la que no pagaron estaba enferma, muchos estuvieron muy mal por la medicación y algunos murieron después por tumores cerebrales —lamenta Porta—, entiendo que se sientan no reconocidos, fue un juicio bastante aberrante”.
El desenlace
Mucho antes de la celebración del juicio, en julio de 1993, las Cortes Valencianas —a través de la Comisión de Política Social y Empleo— se habían comprometido a abonar los gastos judiciales a los afectados del síndrome Ardystil. Pasó el juicio, pasó el vigésimo aniversario, y la promesa seguía sin cumplirse. “En su día nos dijeron que tendríamos justicia gratuita, pero llegó un punto en el que pensamos que ya no iba a ocurrir”, resume Porta.
Gemma Martínez destaca la tenacidad de Chelo Ragüés, madre de las fallecidas Yovana y Soraya González, en evitar que el caso cayera en el olvido: “Chelo siempre ha tenido un sentido de la justicia extraordinario. Durante muchos años ha estado escribiendo cartas a políticos, visitando instituciones; luchando con la ayuda de su vecina Ana para que esto se cerrara”, dice. Quizás por esta tenacidad, Ximo Puig anunció en marzo de 2019 la aprobación de un decreto ley para pagar los gastos judiciales del caso. Entre octubre y noviembre, el Diari Oficial de la Generalitat Valenciana (DOGV) ha recogido la publicación de subvenciones directas “por razones humanitarias” a 70 personas, argumentando en la convocatoria “la pretensión de corregir, dentro de las posibilidades competenciales de la Generalitat, los daños producidos a las trabajadoras y trabajadores afectados por el llamado síndrome de Ardystil”.
Puig anunció en marzo de 2019 la aprobación de un decreto ley para pagar los gastos judiciales del caso. Entre octubre y noviembre se han publicado subvenciones directas a 70 personas afectadas por el síndrome
Para algunas de ellas se cierra un ciclo: “Era necesario que esto ocurriera para concluir la historia”, defiende Porta. Para otras, ya se cerró hace tiempo: “A mi hermana no me la va a devolver ni la Generalitat, ni la pena de cárcel, ni nadie”, resume Ana Belén Miró. Gemma Martínez incide en esta idea: “Es la satisfacción de concluirlo, pero el dinero no lo cura todo. Por mucho dinero que se invierta, no voy a recuperar a mis compañeras ni mi salud”. Recuerda su reacción hace ya años, cuando cobró la indemnización: “Nadie se imagina lo que lloré. No quería ni ver ese dinero, porque el hecho de que me lo dieran fue la prueba de que estaba enferma y de que mis compañeras no estaban, de que todo lo que había vivido era real”. A día de hoy, aparte de los daños psicológicos, mantienen secuelas físicas: no pueden trabajar en ciertos entornos o con ciertos productos, tienen que evitar ambientes muy fríos y húmedos, vigilar sus defensas y, en definitiva, prestar especial atención a su salud.
Las afectadas coinciden en señalar que el síndrome Ardystil ha ayudado a mejorar protocolos de seguridad y de riesgos laborales. Quieren pensar que hoy sería mucho más difícil que un caso así alcanzara semejantes dimensiones, pero mantienen que es importante seguir hablando de lo que sucedió. “Hay cosas que se tienen que hacer de una determinada manera porque si no, puedes estar poniendo en juego la vida de otras personas”, incide Ana Belén Miró. Carmina amplía el punto de vista de las responsabilidades: “Creo que es fundamental que seamos conscientes de las cosas. Por mucho que pienses que estás con una empresa o una persona fiable, nunca sabes lo que va a pasar. Es importante ser conscientes, porque a veces no sabes el daño que te pueden hacer”.
A día de hoy, aparte de los daños psicológicos, mantienen secuelas físicas: no pueden trabajar en ciertos entornos o con ciertos productos, tienen que evitar ambientes muy fríos y húmedos y prestar especial atención a su salud
Un daño que cada una ha intentado curar a su manera. Carmina Porta cuenta que se dedica a la aromaterapia: “Creo que tiene sentido porque enfermé inhalando tóxicos y ahora trabajo con los olores. Pienso que la vida me ha ido llevando por sitios por los que veo que estaba sanando situaciones”. Gemma Martínez, por su parte, lo hizo en forma de libro: Veinticinco años después. Caso Ardystil (Éditalo Contigo, 2017) recoge aquello que le "hubiera gustado leer en las crónicas de quienes pretendieron contar la verdad".
“Guardaba un archivador con todo lo referido a mi caso y de vez en cuando escribía algunas reflexiones”, narra. En 2011 decidió empezar a darle forma: “Necesitaba plasmar mi historia para curarme las heridas, y me pareció importante compartirlo”. El testimonio recorre ahora su camino para contribuir a mantener el recuerdo vivo porque, asevera, el caso Ardystil es una verdad que debe conocerse. “Enfermamos en el puesto de trabajo. Pasó y pasa”, resume Gemma. “No olvidemos que fue trabajando”.