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Descartes, racionalista absoluto, “pensó” su filosofía pero primero la soñó, cuenta la historia. Tuvo que soñar para poder pensar, y fue gracias a tres sueños, y el trabajo de “auto-desciframiento“, contra ―y gracias― a ese “genio maligno” que el sueño figuró, que construyó sus meditaciones. A Freud, por otra parte, la verdad acerca del sueño se le reveló con un sueño: el famoso sueño de “la inyección de Irma”, a partir del cual pudo empezar a formalizar los mecanismos que lo constituyen, y configurar el trabajo interpretativo, haciendo pie en su propio autoanálisis. Para algunas comunidades aborígenes, y culturas del mundo no occidental, el sueño es la vía privilegiada, no ya de acceso al inconsciente, sino de construcción de experiencia, de experiencia “verdadera”. Los sueños son fuente de poder y conocimiento eficaz. Una persona sabia es la que puede leer la realidad de los sueños. En ellos es donde se gestan las enfermedades y su curación.
Nietzsche, por su parte, identificaba a la razón con el sueño. Mucho antes, Heráclito de Éfeso consideraba el dormir y el despertar como metáforas del comprender y del no comprender. “Los movimientos y los concursos son sino apariencia, pero apariencia bien fundada y que no se desmiente jamás, y como sueños exactos y perseverantes”, escribió Leibniz.
Para Schopenhauer, el sueño es terreno de un profundo conocimiento. En él una “segunda realidad” se pone de relieve. Para Jorge Luis Borges, el sueño era en sí mismo un género literario. No podemos dejar de mencionar a Lewis Carroll y su Alicia, que enlazó verdad, humor e ironía a “las profundidades del espejo” y a un “país de las maravillas”… Kafka, Poe, Bradbury, Calderón de la Barca, Murakami, Liliana Bodoc, por nombrar apenas a algunxs. Los sueños nos escriben.
Soñar es una operación que permite extraer de un enigma su potencia.
Soñamos desde que el mundo es mundo. El sueño recorre todas las épocas y las geografías. Desde que mujeres y hombres habitamos este mundo, vivimos de recuerdos, narramos para contarlos y pensarlos, y así quedamos condenadxs a soñarlos. El sueño divide tiempos y espacios (sueño-vigilia, dormir-despertar, día-noche) y están asociados a luz y oscuridad, enigmas y verdades, claridad de entendimiento y sombras confusas. Una niña a la que atiendo me dijo, poco tiempo atrás, que el sueño es esa linterna que decide qué oscurecer y qué iluminar.
El sueño, finalmente, es deseo. Viaje. Descubrimiento. Invención. Memoria, con sus resortes de olvidos y recuerdos. El sueño es una ruina viva (lo que nosotrxs hacemos con el tiempo, y lo que el tiempo hace con nosotrxs). Lo que conservamos al mismo tiempo que lo transformamos. El sueño es acontecimiento. Es imagen narrada, es imagen, lectura y escritura.
¿De dónde sacamos las imágenes de los sueños, mamá?
¿De dónde sacamos las imágenes de los sueños, mamá?, me pregunta hoy mi hija. No sabe que yo estoy escribiendo este texto, pero sabe que los sueños me interesan, y ella está intrigada con los suyos. ¿Las sacamos de algún lugar? ¿Son imágenes que retornan, o creación, o auténtica virtualidad, que actualiza una potencia? ¿Esas imágenes forman parte de percepciones, o más bien se acercan a lo que Spinoza denominaba como “concebir”? ¿Son imágenes que revelan, tanto como encubren? ¿Cuánto muestran, cuánto velan? En el delicado precipicio entre lo que se puede figurar y lo inefable, entre lo que el sueño muestra y lo que vela o encubre, se debate nuestra posibilidad de dormir y de despertar.
En cuanto a los sueños y su figuración en imágenes, pienso que hay una distinción que Deleuze propone entre imágenes-movimiento e imágenes-tiempo para pensar el cine, así como la distinción entre esa temporalidad compuesta por lo actual y lo virtual. Diego Sztulwark, en un escrito reciente, retoma estas ideas, que me han resultado asimismo muy provocadoras para pensar la relación entre sueño e imagen. Georges Didi-Huberman trabaja la relación entre imagen, fotografía y montaje, también preguntándose por las posibilidades de lo “representable” y de la creación, insistiendo en la dimensión política de las imágenes. Para él, el pasado no es un hecho “objetivo”, sino un “hecho de memoria”. Sigo las huellas de estos pensadores para pensar la potencia subjetiva y política del sueño, que conjuga y amplía las posibilidades del testimonio y de la creación. Didi-Hubeman lee a Deleuze también, y dice que nuestro trabajo es crear imágenes que deconstruyan los clichés. ¿No es ese también uno de los trabajos del sueño?
Ahora sí, vuelvo a la pregunta de mi hija, y le digo que soñar no es “sacar” imágenes de una profundidad, sino crearlas, aun cuando ellas sean también retorno de lo reprimido. Una vez más, suscribo la idea de que el inconsciente es más una fábrica que un teatro, escenario de representaciones que repiten un viejo guión, siguiendo a Deleuze y Guattari.
¿De dónde sacamos las imágenes de los sueños, mamá?, me pregunta hoy mi hija. ¿Son imágenes que retornan, o creación, o auténtica virtualidad, que actualiza una potencia? ¿Son imágenes que revelan, tanto como encubren?
Soñar es una operación que permite extraer de un enigma su potencia. Walter Benjamin escribió que “vidente” es quien, en relación al pasado, puede recuperar algo que no está historizado. Una reserva heredada se actualiza y moviliza estrategias nuevas. El sueño lee el pasado, como si fuera un texto que nunca ha sido escrito. ¿Y cómo lee el futuro? Me gusta pensarlo en torno al concepto de acontecimiento, en palabras de Badiou, “lo que permite a un inexistente ponerse de pie”.
Desde que el mundo existe, o desde que el mundo existe para nosotrxs, o desde que nosotrxs existimos en él, los sueños nos habitan. Ocupan un lugar distinto en cada sujeto y en cada cultura, pero no hay sujeto sin sueños. ¿Existiría la literatura, la filosofía, el psicoanálisis, el arte, la política, la Historia, sin ellos? Recorremos la historia y los vemos allí: germen, cimiento, tema, fundación. Ingobernables sueños, ellos nos gobiernan y nos afirman, esa es su paradoja. Son nuestros, y extraños al mismo tiempo, tan propios y ajenos, nos pertenecen y los desconocemos tantas veces, pero no somos nada sin ellos. Los sueños son la reserva humana por excelencia, y la humanidad, su historia, es la reserva de sus sueños.
Sueños, pandemia y libertad
Desde que el mundo es mundo, decía, pero también ahora, cuando de golpe el mundo ha dejado de ser el mundo que habitábamos y conocíamos, ahora, cuando la propia idea de “normalidad” fue brutalmente puesta en cuestión. Los sueños se imponen. Nos persiguen, nos rescatan. Tal vez sea el momento de volver a soñar el mundo, que se nos ha vuelto tan irreconocible. Al mismo tiempo, surge la pregunta respecto de la posibilidad de pensar cuál es la potencia política de esta nueva vida.
Estamos hace algunos meses en estado de pesadilla y con cierta vivencia de “irrealidad”. ¿Hasta cuándo durará la pandemia? ¿Cuándo nos despertaremos? Estamos viviendo en estado de perplejidad. De conmoción. En el borde de lo real y lo distópico, de lo pesadillesco e inverosímil. ¿Lo hubiéramos podido creer si alguien nos lo hubiera anticipado? Despertamos brusca y abruptamente a una nueva realidad que todavía intentamos asumir y absorber. La normalidad tal y como la conocíamos se desintegró y ya no sabemos exactamente dónde hacemos pie. Entonces, la pregunta por los sueños no es para nada una pregunta “teórica” o sofisticada. Forma parte del intento diario y nocturno por situarnos en este nuevo mundo: tal vez la única manera de situarnos sea volver a soñarlo. Los sueños siempre han sido una de las formas paradigmáticas de sostener la pregunta acerca de lo que es o no real, de lo verdadero y lo falso, desde tiempos remotos. Aún siguen siéndolo. Más aún cuando el mundo tal como lo conocíamos y vivíamos ha entrado y nos ha arrojado, a una vivencia de extrañeza y metamorfosis.
Didi-Hubeman lee a Deleuze también, y dice que “nuestro trabajo es crear imágenes que deconstruyan los clichés”. ¿No es ese también uno de los trabajos del sueño?
Los vínculos entre sueño y género literario son estrechos. En Sueño, medida de todas las cosas, propuse que el sueño es un género literario, que cuenta con un modo de escribirse, un modo de narrarse, y un modo de leerse, o escucharse. Agrego, hoy, que el sueño es un género muy cercano al género fantástico, tal como lo trabajó Tzvetán Todorov, ligado a lo extraño y lo maravilloso, a lo natural y lo sobrenatural. La pandemia, y toda la brutal experiencia de “desnaturalización” que desencadena, está fuertemente ligada a lo fantástico: ese momento de vacilación en el que dudamos de nuestra percepción, de la continuidad del mundo que conocíamos, de muchas de nuestras certezas y convicciones, de nuestras seguridades y tranquilidades. El sentido fue puesto en suspenso, y estamos sumergidos en el trabajo intenso de reubicarnos. El sueño está siendo, según escucho en tantos relatos, el lugar por excelencia que permite poner en juego esa conmoción y todas las vacilaciones. Entre el mundo de antes y el mundo de ahora, entre lo que sabíamos y lo que ya no, entre todas nuestras preguntas, fragilidades, terrores y deseos, el sueño. Los sueños. ¿Qué es real y qué no? ¿Cómo sé que estoy despiertx y no soñando? ¿En qué tiempo estoy? ¿En qué mundo estoy? ¿Qué es vivir? ¿En qué medida podemos tener una vida propia? Son algunas de las preguntas que laten en estado de vigilia y de sueño, en el limbo de la duermevela, en el borde del insomnio, onirizándolo todo. Asistimos a un fenómeno onírico que Carolina Meloni denominó “mutaciones oníricas”. Yo pienso que los sueños son el lugar que conjuga las imágenes sobrevivientes junto con las imágenes nuevas, las que vamos creando, singular y colectivamente. Esa mixtura de lo sobreviviente y lo nuevo es un modo ―insisto― de nombrar al sueño, y a este tiempo, tanto en el dormir como en la vigilia.
Filosofía
Casa tomada: ¿y si nuestras pesadillas anuncian la revolución?
Carolina forma parte, asimismo, de un libro titulado Transterradas. Creo que ese término también es un aporte para pensarnos hoy. El mundo, con sus fronteras hipernítidas, con sus encierros y barreras, pero que nos ha desterrado de la solidez y la certeza hacia el reino de lo imprevisible, porque ya no hay a donde volver. Es frente al conjunto de estas experiencias que el sueño, paradigma de las fronteras conmovidas, es el nombre propio de la libertad. El sueño tal vez pueda hacer de este destierro, un lugar. En el confinamiento de las casas y los desamparos también, ampliar los confines. Y encontrarnos. Juan Forn escribió un bellísimo artículo hace muy pocos días, a partir de un sueño suyo, y yo leo que soñar hoy es el modo de juntarse con los demás, de volver a la dimensión de lo plural. Se pregunta, también, si el sueño es pasado o es futuro. Es ambas cosas, diría yo, todos los tiempos forman parte del sueño. Rodrigo Fresán escribió que los sueños pertenecen a un cuarto tiempo, subvierten el pasado, el presente y el futuro, y abren otro registro temporal: el tiempo del sueño. El sueño, el soñar, como resistencia y creación, una vez más, de lo colectivo. Un poco es “volver a ser”, otro poco un “no dejar de ser”. Un poco, migrar juntos.
Filosofía
Transterradas: el exilio infantil y juvenil como lugar de memoria
Vivencia de tiempo alterado, de un tiempo otro, toda nuestra sensibilidad está dirigida a transitar los días, y procesar la experiencia. Los sueños, el soñar, han sido siempre, en momentos de trauma y catástrofe, de duelo, mucho más modo de metabolizar, elaborar y procesar lo que excede nuestras previas posibilidades. Un esfuerzo de trabajo los guía, y al mismo tiempo nos sostiene. A veces los sueños son modos de huir, de preservarnos en situaciones de extrema inermidad y catástrofe (Primo Levi y Jorge Semprún han dado testimonio de ello). Los sueños hacen del abismo medida humana, he escrito en otro lugar, desgarran algo de lo inefable y lo vuelven representación. También han sido y son modos de resistir, de crear, de transformar realidades, de “perseverar en el ser”. Vengo insistiendo en el hecho de que el sueño posee varias caras, reúne en sí mismo la capacidad de volver sobre las huellas del pasado, es repetición y rememoración, y es asimismo potencia, acontecimiento y creación. Su hilo enhebra pasado, presente y futuro, en él la temporalidad está hecha de otra materialidad. Los sueños son también ellos mismos modos de hacer y tener una experiencia del tiempo, de un tiempo propio, de un tiempo humano, mucho más allá de lo cronológico. Los sueños subjetivan cronología y biología. Son la materia libidinal que sostiene nuestros actos, batallas y deseos. ¿Tendríamos cuerpo sin ellos? ¿Tendría sentido el tiempo sin ellos?
Freud decía que el sueño es guardián del dormir; yo agregué tiempo atrás que es también guardián del vivir. Porque, ¿qué sería el vivir sin sueños? Incluso, ¿cómo podríamos despertar? Los sueños, pero más aún el soñar, lo vengo pensando en relación a la idea de fábrica. Usina de futuro, y de libertad, bastión y motor de la vida psíquica y de la vida colectiva.
Sin embargo, hay que decir que no siempre los sueños sensibilizan, pueden hacerlo, ello es parte de su potencia. Hay veces en que los sueños se han ligado (lo vemos en la historia de la humanidad tanto como en las pequeñas biografías e historias singulares, las de cada unx) a ideales de sumisión, destrucción, violencia, muerte. En ese sentido tal vez tenemos que estar advertidxs, no siempre sensibilizan.
También es igualmente cierto que el sueño es el territorio de la vida psíquica en el que nadie ha logrado penetrar, al menos aún, y aun con todos los intentos de medirlos y controlarlos, de muy diversas maneras. Los sueños se imponen, ingobernables e impenetrables a cualquier sistema de dominación, y en ese sentido son un sitio, o el sitio por excelencia, para resistir y sostenernos. El lugar de más absoluta intimidad, fuente de creación, de descubrimiento, de asombro, orilla en la que hacer pie, pero también un ir más lejos, un soltar amarras y despegar de la tierra firme.
La ficción de la "normalidad”
Vuelvo a algo que dije recientemente en otro lugar, la “normalidad” siempre fue un riesgo, una ilusión, una ficción, una vara responsable de tantos desastres en múltiples teorías, prácticas y políticas. Ahora, en todo caso, quedó puesto más de manifiesto. Más desnudo, más visible, más expuesto. Encarnado ya no solo en intuiciones o ideas sino también en nuestras actuales vivencias y experiencias. Sensibilidad, fragilidad, provisoriedad, finitud, precariedad, desigualdad. La magnitud de las desigualdades. Están adquiriendo otra materialidad, otro espesor en estos días. Forman parte de un proceso de descubrir y reflexionar sobre cantidad de cosas que forman parte de los arrasamientos que la pandemia causó y causará, así como de la posibilidad de poner todo en cuestión, abrir preguntas, que ojalá podamos profundizar y asumir. Trabajar, y desmenuzar. Porque la pandemia es resultado de nuestra anterior “normalidad”. ¿Queremos, una vez más, volver a la normalidad? Por otro lado: ¿eso sería posible, aunque lo queramos?
Nos faltan todas las respuestas, pero, ¿por qué no animarnos al coraje de hacernos buenas preguntas? Finalizo este artículo con dos.
¿Qué sino el sueño podría permitirnos reinventar la vida? Paul Preciado escribió ―tal vez sea una de las posibles respuestas:
“Con los años, he aprendido a considerar los sueños, váyase a saber si por consuelo o por sabiduría, como parte integrante de la vida. Hay sueños que, por su intensidad sensorial, unas veces por su realismo y otras, precisamente, por su falta de realismo, merecen pertenecer a una biografía con el mismo derecho que el más notorio de los hechos acaecidos durante eso a lo que comúnmente se reduce lo que se entiende por experiencias realmente vividas, es decir, las que acontecen durante la vigilia. Al fin y al cabo, la vida empieza y termina en la inconsciencia, de modo que las acciones que llevamos a cabo en plena consciencia no son sino islotes en un archipiélago de sueños. Sería tan absurdo reducir la vida a la vigilia como considerar que la realidad está hecha de bloques lisos y perceptibles en lugar de ser un enjambre cambiante de partículas de energía y materia vibrátil, por el mero hecho de que no somos capaces de observarlas a simple vista. Por ello, ninguna vida puede ser narrada o evaluada por completo en su felicidad o en su insensatez sin tener en cuenta las experiencias oníricas. Lo que aquí funciona es la máxima de Calderón de la Barca, pero invertida: no se trata de que la vida sea sueño, sino de que los sueños también son vida”.
¿Los sueños harán la revolución? (pregunta que tomo también de Carolina Meloni, y de su artículo: “Casa tomada: ¿y si nuestras pesadillas anuncian la revolución?”).
Toda revolución empezó siendo eso. Apenas un sueño. Y las revoluciones que persisten, las que renacen, las que se sueñan sobre todo, las que se inventan, y también las derrotadas, como banderas (según escribió Alejandro Horowicz), aún flamean.
Tal vez sea eso lo que estamos soñando, muchxs de nosotrxs. Que la pesadilla deviene revolución.