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Filosofía
Paul B. Preciado y la sonrisa de los cocodrilos: una entrevista desde Urano. Parte I
Con ocasión de la publicación de su último libro (Un apartamento en Urano. Crónicas del cruce, Anagrama, 2019) realizamos una amplia entrevista al filósofo y comisario de arte Paul B. Preciado.
“¿Acaso mi política no es la vuestra, mi casa no es la vuestra,
mi cuerpo no es el vuestro?”
Paul B. Preciado: Testo Yonqui. Sexo, drogas y biopolítica
Conocí por primera vez a Paul B. Preciado —aunque entonces todavía no era Paul— en el primer curso de teoría queer del estado español organizado por la UNED en A Coruña, era el año 2001. Desde entonces, nuestros afectos filosófico-políticos se fueron gestando a través de ciertas pasiones, amistades y duelos compartidos: Derrida, Paco Vidarte y, desde luego, el Manifiesto contrasexual, escrito en inglés, pero publicado en francés por primera vez y en el que yo trabajé como traductora, como una contrabandista de la lengua, devolviendo el libro al español. Luego vinieron sus seminarios en Paris VIII, los talleres de drag kings en los que pude participar y en los que la entonces B. se empeñaba en sacar de mí la masculinidad escondida tras capas y capas de hetero-disciplinamiento. Dieciséis años después vuelvo a reencontrarme con Paul B. Preciado, cuando acaba de publicar su último libro, Un apartamento en Urano (Anagrama, 2019). En esta conversación, casi desde un planeta lejano y desconocido, repasamos la trayectoria del más internacional de los filósofos españoles cuyas obras han girado en torno a la construcción política de los cuerpos, la disciplina normativa del sexo-género, el feminismo disidente y queer, así como los efectos del capitalismo en nuestras identidades, deseos y subjetividades. Los viajes y los espacios fronterizos, los continuos desplazamientos y travesías, tanto materiales, lingüísticas como simbólicas, marcan el pensamiento de Paul B. Preciado que ha sabido definirse como un “passeur”: un migrante del género, un contrabandista que habita, atraviesa y cuestiona fronteras geográficas, políticas, sexuales e identitarias.
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Repasando toda tu trayectoria para esta entrevista, compruebo que la escena del duelo no es sólo parte de nuestra amistad, sino también una constante en tus textos. Testo Yonqui se abre con un glas, con un tañido fúnebre dedicado a tus muertos pero, a la vez, hay en todo el libro una apuesta autothánatobiográfica y política. ¿Podríamos, quizás, afirmar que asistimos en tus textos a la muerte de Beatriz, frente al devenir-Paul como “ficción autopolítica”?
Empecé a escribir Testo Yonqui unos días después de la muerte de Guillaume Dustan, mi primer editor francés, un amigo y una figura crucial del movimiento queer de finales del siglo pasado. Por eso, buena parte del libro está escrito en segunda persona: es una carta enviada a alguien que ya no puede leerla. Y al mismo tiempo, como todo relato de duelo, es un contrato de conversión: mi esfuerzo por devenir el amigo perdido, por darle vida en mi cuerpo. En este caso la conversión era material. El protocolo de auto-intoxicación a la testosterona no era sólo un ejercicio de experimentación con mi propia subjetividad. Era también un “sacrificio” en el sentido de un tributo o un homenaje en el que se trasmuta la vida y la muerte. Él había desaparecido pero seguía presente y yo de algún modo seguiría presente aun desapareciendo. Mi transición de género se convertía así en un ritual de duelo. Alguien muere para que alguien pueda vivir. La crisis del SIDA nos obligaba a re-pensar la relación entre muerte y sexualidad. La representación que las políticas públicas hicieron del SIDA establecía una ecuación entre homosexualidad y muerte. Los discursos pro-vida que emanaban de la institución médica se habían transformado en discursos homófobos y de anti-sexualidad. En este contexto, la obra de Dustan apareció como una reivindicación vitalista de la sexualidad, sobre todo de la sexualidad de aquellos cuerpos que habían sido considerados como enfermos o incluso como moribundos o desahuciados por el sistema de salud. Las posiciones de Guillaume Dustan sobre el derecho a la sexualidad para personas seropositivas en Francia fueron muy contestadas. Dustan estaba en el centro de una enorme polémica que juzgaba su escritura y su sexualidad desde posiciones moralistas. Se había organizado casi una purga dentro del movimiento gay que criminalizaba a todos aquellos que pretendían follar sin preservativo. Dustan no promocionaba el sexo sin preservativo con la intención de contaminar a nadie, pero hablaba de la realidad de ser seropositivo, tomar un montón de pastillas y no poder mantener una erección que permitiera usar el preservativo. En el movimiento gay institucionalizado nadie quería oír hablar de pasividad anal ni de pollas flácidas. Preferían seguir invocando una imagen viril de la homosexualidad erecta, pero con preservativo. La presión del movimiento gay normativo, de las instancias de la sanidad pública, la presión mediática… sobre Dustan fue enorme. Su muerte fue para muchos de nosotros no sólo la pérdida de un amigo y un escritor, sino el final de una época. De esa explosión surgió Testo Yonqui.
La condición política contemporánea más transversal es la del migrante, la de aquel que tiene que cruzar los límites (nacionales, políticos, de género, sexuales) para poder sobrevivir. El migrante es el monstruo contemporáneo.
Duelos, política, travesías y exilios. La condición liminar y fronteriza, la imposición de habitar espacios intermedios y periféricos se hace presente en toda tu obra y vida: exilio de tu lengua materna, del sistema sexo-género con el que fuiste asignado al nacer, desterrado de una identidad homogénea, hasta la dislocación geográfica en la que vives continuamente. ¿Es esta la utopía uranista que planteas en tu último libro? ¿Cómo habitar sin sucumbir ni perecer en ese cruce de caminos en el que te sitúas, cual “monstruo que ha aprendido el lenguaje de los hombres”, tal y como te defines en tu último libro?
No creo que ésta sea una situación excepcional, ni únicamente mía, sino una condición compartida por muchos cuerpos dentro del régimen político global en el que vivimos. Por una parte, el duelo es la condición del viviente corporal y vulnerable que observa cómo los seres que ama mueren. El duelo es nuestra única experiencia consciente de la muerte, puesto que nuestra propia muerte nos es, por así decirlo, ajena. Por otra, la condición política contemporánea más transversal es la del migrante, la de aquel que tiene que cruzar los límites (nacionales, políticos, de género, sexuales) para poder sobrevivir. El migrante es el monstruo contemporáneo. Yo diría que a la mayoría de nosotros se nos presenta siempre la disyuntiva entre el encierro (o la sumisión institucional, familiar, epistemológica, alimenticia, laboral…) y la huida. Y yo creo, como Deleuze y Guattari, que la fuga es una estrategia de lucha tremendamente interesante. Extraerse de la retícula de poder y huir para tener la posibilidad de inventar la libertad es ya un triunfo. Además, la fuga, la travesía, el viaje, el exilio, requieren la invención de un nuevo lenguaje, la des-habituación. El cruce te convierte en monstruo, no solo para los otros (aquellos que se identifican con una lengua, con una identidad nacional, con una identidad sexual o con la supuesta verdad anatómica de la diferencia sexual), sino también para ti mismo: el cruce te transforma en otro o en otros. En realidad, el cruce es una operación de deconstrucción de la subjetividad. El duelo no es el olvido. Del mismo modo que el viaje no es el desplazamiento. Es la subjetividad la que es modificada, la que se mueve. Siempre me ha fascinado el relato que hace —en su homenaje póstumo a Derrida— Peter Sloterjik (al que últimamente he dejado de leer, pero del que fui adepto cuando publicó su Crítica de la Razón Cínica) del pueblo judío como aquel que transformó la pirámide de Egipto en libro para poder llevarla en la travesía del desierto. Esa es de algún modo la práctica que exige siempre el exilio, el cruce o el duelo: ¿qué es lo que puedo o lo que necesito llevar conmigo? ¿Qué puedo y qué necesito transportar? ¿Qué queda del otro cuando muere? ¿Qué quedará de mí después del cruce y qué necesitaré fabricar para cruzar?
Pero no querría hablar de duelo, de migración, de exilio o de la monstruosidad con victimismo. Al contrario. A algunos de nosotros nos gustan los monstruos, como dice la escritora y dibujante Emil Ferris. Cuando hablo del monstruo me refiero a una figura política que es capaz de performar la diferencia, que provoca por su simple presencia una erosión de las jerarquías establecidas. Creo que es ahí donde yo me encuentro a gusto, en la travesía, en el viaje, fuera de lugar. A eso me refería cuando dándole la vuelta a la expresión de Virginia Wolf reclamaba un apartamento en Urano. Y no creo ser el único. Me sitúo aquí en una tradición de uranistas y amantes de los monstruos. En su Diario del ladrón, Jean Genet sueña también con vivir entre los monstruos de Urano. Permíteme citarlo porque Genet logra comunicar la belleza inquietante de Urano que algunos perseguimos: “yo querría descender a los helechos arborescentes de las ciénagas y alejarme de los hombres”, dice Genet. “Parece que la atmósfera es tan pesada en el planeta Urano que los helechos se deslizan aplastados por el peso de los gases. Yo querría mezclarme con esos humillados que se arrastran sobre sus vientres. Si la metempsicosis me da la oportunidad de elegir un nuevo hogar yo elijo este planeta maldito. Lo habitaré con la chusma de mi raza. Entre los reptiles amenazantes persigo una muerte eterna, miserable, en la oscuridad entre las hojas negras, el agua de los pantanos es fría y espesa, el sueño imposible, al contrario, cada vez más lúcido reconozco la sucia hermandad de los cocodrilos sonrientes.” He aquí lo específicamente uranista, por darle a este término una cualidad casi técnica: rechazar la norma y elegir la monstruosidad como forma de vida. Porque es en los saberes y las estéticas que aquellos que han sido considerados tradicionalmente como monstruos (las mujeres, los homosexuales, los niños, los animales, los cuerpos racializados por la colonización, los cuerpos enfermos, aquellos que han sido considerados como deficientes, las bacterias…) donde se encuentran las claves para resistir y transformar nuestra herencia necropolítica. Donna Haraway llama a estos uranistas los “Chthónicos”, no los seres “humanos”, sino aquellos que han sido considerados como “humos”, como basura y que ahora se convierten en el compost, en el fermento de una transformación planetaria.
Cuando hablo del monstruo me refiero a una figura política que es capaz de performar la diferencia, que provoca por su simple presencia una erosión de las jerarquías establecidas.
Has afirmado en más de una ocasión que debemos concebir el cuerpo a la manera de un archivo. Somos artefactos vivos, biotipos humanos en los que se ha producido una gestión tecno-política de la carne, del sexo y la sexualidad. Somos sedimentaciones discursivas, textuales y tecnológicas, sin un original que nos preceda. Utilizas incluso la metáfora de las milhojas, como esas capas que nos constituyen y dan forma. Retomando tus herencias derridianas, no puedo dejar de comparar el cuerpo de B, en el que el Testogel va atravesando su epidermis, con ese pequeño artefacto freudiano que tanto le gustaba a Derrida para explicar la escena del inconsciente y la escritura. ¿Seríamos algo así como una pizarra mágica, cuerpos heridos por la gestión biofarmacopolítica, tecnocuerpos en los que se inscriben y reinscriben las huellas de los dispositivos sexopolíticos?
Permíteme que esboce una sonrisa de cocodrilo cuando leo tu descripción del cuerpo de B como una pizarra mágica. No lo hubiera podido expresar mejor. Pero es una pizarra electrificada, biológica y cibernética o, dicho de otro modo, una pizarra viva y mojada. Una de las investigaciones filosóficas que persigo de forma obsesiva, algo que me atrevería a decir es para la filosofía contemporánea como un enigma no resuelto lo es para la matemática, es la pregunta por el cuerpo vivo. Y es ahí precisamente donde Freud me ha resultado muy útil. Freud trabaja con la noción de inconsciente porque se da cuenta que el aparato psíquico es más que la conciencia. Excede a la conciencia. La figura de la pizarra mágica le sirve a Freud para “des-objetivar” la conciencia, para pensar el no-lugar de la conciencia y del inconsciente. Pues bien, yo diría que lo que yo llamo el aparato somático o la “somateca” es más que el cuerpo. Excede al cuerpo. El cuerpo no es sino una de las ficciones histórico-políticas de la somateca. Por ejemplo, el cuerpo entendido como anatomía, como una serie de órganos funcionales que constituyen un sistema vivo, es una ficción del discurso bio-médico que no existe hasta después del siglo XVI. Por ejemplo, cuando hablamos de raza, de sexo, de diferencia sexual… no nombramos realidades empíricas que pueden ser localizadas en el cuerpo (la raza no es el color de la piel, como el sexo no son los genitales). Se trata de ficciones políticas que existen sólo y únicamente en el aparato somático.
Empezamos siendo carne para otras especies… y hemos conseguido dejar de serlo convirtiéndonos en un predador necropolítico a gran escala. Hemos convertido a la totalidad del planeta en carne.
Entonces, situados desde ese aparato somático que describes, se me ocurre que podríamos, quizás, reinterpretar el conocido lema feminista afirmando que “la carne es lo político”. ¿No es eso el núcleo de tu concepto de “cuerpo vivo”?
En todo caso no la carne, en absoluto. La densidad del aparato somático es enorme y de ningún modo puede reducirse a lo que tradicionalmente llamamos cuerpo, pero tampoco a la carne. La carne es una noción de herencia neoplatónica que pertenece a la teología cristiana y que se opone a la noción de alma o de idea. Durante la Edad Media, sin duda la carne era lo político. Pero hoy la noción de carne no me parece ni suficientemente transversal, ni con la potencialidad de pensar el núcleo del problema filosófico central del cuerpo vivo: la temporalidad, o si prefieres la tensión entre la permanencia y la mortalidad. En lugar de hablar de la carne, prefiero hablar del aparato somático como un archivo político vivo que está hecho de una multitud de imágenes, lenguajes, representaciones, técnicas de gestión política, fluidos orgánicos e inorgánicos. Un archivo constantemente cambiante, vulnerable pero con la capacidad de reproducirse. Pero volviendo a tu pregunta sobre la carne, hoy sería más interesante pensar en esta noción desde una política trófica, de la alimentación. Como nos recuerda Bruno Morizot, parte de la tarea evolutiva de esta especie que llamamos humana ha consistido en extraerse del circuito trófico. Empezamos siendo carne para otras especies… y hemos conseguido dejar de serlo convirtiéndonos en un predador necropolítico a gran escala. Hemos convertido a la totalidad del planeta en carne. Pero no olvidemos que al final nosotros mismos volvemos a ser carne. Como nos recuerda Donna Haraway, no somos “Homo” sino “humus”…
En este sentido, y perdona que vuelva a la cuestión de la carne, pero siempre que me introduzco en tu escritura, esta me retrotrae a esa “corpo-escritura” hecha carne de la que nos hablaba Anzaldúa, como cierta escritura orgánica que sale de las entrañas y del tejido vivo, estableciendo los límites entre el cuerpo y el discurso. ¿No es acaso eso este archivo textual de tus escritos, entrelazado con lo material de tu cuerpo, atravesado por el gel, por el poder, por la violencia institucional?
Me sirve la noción de Anzaldúa de “corpo-escritura” en la medida en la que no reduzcamos de nuevo el cuerpo a la carne o a las entrañas. El cuerpo no está bajo la piel. Está en buena medida fuera, por tanto, más bien en las “ex-trañas” que en las en-trañas. Lo propio del aparato somático contemporáneo es estar distribuido a través de una extensa red orgánica e inorgánica: la respiración abre el aparato somático constantemente al afuera, del mismo modo que el intercambio con el biotopo bacteriano; por otra parte, las tecnologías de la comunicación, cibernéticas y fármaco-médicas no han dejado de fabricar órganos que están fuera de la piel, exo-órganos.
Nota: la segunda parte de esta entrevista será publicada el próximo viernes 14 de junio y se centrará en las herencias filosóficas de Paul B. Preciado (Spinoza, Marx, Derrida o Butler) y en la potencialidad política de su concepto de potentia gaudendi, así como en la fuerza disruptiva del movimiento feminista contemporáneo y las posibles luchas contra el capitalismo y su necro-política-patriarco-colonial que se dan o pueden darse en la actualidad.