We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Antipunitivismo
Las malas víctimas responden
Lejos de lo que pueda parecer, los últimos acontecimientos en materia de violencias, exposición y testimonialidad no prueban tanto la existencia de un debate entre punitivismo y antipunitivismo, sino más bien la ausencia de una tradición histórica que dé forma a un proyecto político antipunitivista en el estado español. A pesar de la organización política alrededor de la liberación y amnistía de las presas políticas (del franquismo y contemporáneas), la lucha contra la categoría de peligrosidad social, la organización por combatir el estigma del VIH y las campañas antirrepresivas actuales (los 6 de Zaragoza, las 6 de la Suiza, las activistas ecologistas de Xixón…), estos no forman más que fragmentos sin un discurso coherente sobre qué supone el sistema penitenciario y el castigo como paradigma general que lo articula y a la vez lo desborda.
No hay nada casual en que, ante la paulatina fascistización de las sociedades occidentales, aparezcan ciclos públicos de castigo, pánico moral y puritanismo que fundamenten la aparición de una moral punitiva. Por ejemplo, las compañeras organizadas en el movimiento feminista nos pueden hablar largo y tendido de cómo el fascismo instrumentaliza la violencia de género y la libertad sexual con fines racistas. Esto sigue una larga estela de usos de casos distorsionados (cuando no falsos) para motivar los linchamientos contra el conjunto de la comunidad racializada (sobre esto escribió extensamente la abolicionista de la esclavitud y feminista Ida B. Wells (Por ejemplo, en Lynch law in Georgia). Un ejemplo más reciente sobre las relaciones entre fascismo y feminismo nos lo da Sophie Lewis en el artículo Kamala Harris y la saga de la mujer policía, donde examina los vasos comunicantes entre las militantes de la Women’s Social and Political Union y el fascismo, donde destaca la militancia de la sufragista Mary Sophie Allen en la Camisas Negras y, sobre todo, su papel en la fundación de la Women’s Police Service:
La razón de ser de la WPV era prevenir abusos sexuales y proporcionar asistencia moral a las mujeres necesitadas. En opinión de Allen, este tipo de actuación policial era coherente con la causa feminista, no sólo porque las sufragistas habían experimentado la brutalidad de la policía masculina, sino también porque las mujeres policía podían proteger a las mujeres de sus propios instintos inmorales que, de otro modo, podrían dar una mala imagen al género en su conjunto.
Frente a asumir que existe un silencio unívoco y universal, es necesario complejizar cómo se presentan u ocultan las violencias sexuales en línea con la agenda política del capitalismo.
Ante la injusticia histórica de que los sujetos feminizados no sean reconocidos como los receptores de violencia, se le pide a las posiciones críticas con el punitivismo cerrar filas, como si la vulnerabilidad de la víctima no pudiera funcionar como chantaje al abordar las violencias generizadas. Sabemos que esta historia de silencio no depende de quien sufre la agresión, sino de una serie de factores complejos relacionados con el estado de abyección del abusador y la víctima. De hecho, frente a asumir que existe un silencio unívoco y universal, es necesario complejizar cómo se presentan u ocultan las violencias sexuales en línea con la agenda política del capitalismo. La condición de abusador atribuida a las personas racializadas siempre es creída con fines racistas y, en cambio, aquella cometida contra las personas racializadas está teñida de una sombra de duda. Como dice Tamar Pitch en El malentendido de la víctima: “la eliminación de las desigualdades entre presunto agresor y víctima revela también, en este caso, el predominio de la visión de una sociedad plana, horizontal en la que los conflictos y controversias se gestionan y resuelven tendencialmente con estrategias de tipo dialógico y comunicativo, sacando de nuestro imaginario la posibilidad del abordaje político”.
Este texto lo firmamos dos malas víctimas –comprendiendo con ello sujetos que deciden disputar tal categoría– con el fin de ofrecer algunos apuntes iniciales sobre antipunitivismo, considerando probada la importancia de esta cuestión y la necesidad de que se convierta en un referente de vanguardia.
Sobre los conceptos de víctima y abusador
La lógica punitiva se sostiene sobre el par víctima-abusador, presentado como dos categorías cerradas. El encontrarse en uno uy otro rol durante un conflicto se percibe como la revelación no sólo de algo contextual al mismo, sino también la de una condición metafísica de cada sujeto. Es decir, uno no está siendo victimizado o uno no está cometiendo un abuso sino que una es una víctima y uno es un abusador. En esta fetichización de las relaciones sociales ante un conflicto subyacen lógicas de víctima absoluta y abusador absoluto. Como señaló Andrew Gartzea en su reflexión sobre #SeAcabó, este es un modelo ingenuo para representar el papel y la encarnación de la violencia bajo las estructuras capitalistas que, a menudo, precisan de que nos hallemos como perpetradoras de unas a la par que receptoras de otras. Entonces, este modelo plantea una visión metafísica de lo que, en realidad, son relaciones sociales contingentes. De hecho, lleva a tesis simples sobre el conflicto que no nos ayudan a intervenir sobre él, mediar entre las personas implicadas (que a menudo se escapan de ser villanos estereotípicos) ni sacar aprendizajes que podamos llevar al campo del análisis político. Lo único que realmente hace es crear una bruma entre la estructura y la persona que analiza la estructura que nos aleja más de comprenderla a través de conceptos que nos llevan a tomarlas falsamente sin profundizar en nuestro conocimiento. En el campo de la práctica, aporta momentos de alivio sin cambios sustanciales o tangibles.
Aceptar estas tesis implica, por tanto, preguntarse si tiene siquiera sentido seguir apoyándose en las nociones de víctima y abusador. El castigo ahora se fundamenta y se justifica poniéndose al servicio del sufrimiento privado de las personas victimizadas, perpetuando el rol de víctima dentro del análisis de la situación.
Para hacer esto, el castigo supervisa a las personas victimizadas y les demanda una forma concreta de relacionarse con el conflicto y el agente en éste que comete el daño. Puesto que el sufrimiento sirve como fundamento del castigo, las historias de las víctimas deben estar totalmente basadas en él y el dolor motiva sus acciones. El conflicto se presenta como un agravio personal donde instancias psicológicas (normalmente relacionadas con el trauma) modulan el discurso y despolitizan la situación. Por lo tanto, cualquier acto que la “buena víctima” realice será juzgado en medida de su dolor, siempre al borde de caer en la posición de las malas víctimas, cuya vivencia del dolor o ausencia del mismo cuestiona la propia etiqueta.
Mala víctima es quien cree que la condición de víctima no le ayuda a desenvolverse en un mundo estructuralmente violento. Mala víctima es quien cree que la reparación es posible y niega que la redistribución del daño en el conflicto le provocará satisfacción.
Mala víctima es quien enfrenta una conversación con su maltratador. Mala víctima es quien se identifica con agencia en situaciones de abuso. Mala víctima es la trabajadora sexual que no se contornea a las ideas de dominación o violación a sueldo. Mala víctima es la negra que señala que la mayoría de violadores son blancos. Mala víctima es quien cree que la condición de víctima no le ayuda a desenvolverse en un mundo estructuralmente violento. Mala víctima es quien cree que la reparación es posible y niega que la redistribución del daño en el conflicto le provocará satisfacción.
Sin que esto implique negar que existen conflictos con partes afectadas y opresiones por superar, creemos que el concepto de víctima nos lleva irremediablemente al de buenas víctimas y creemos políticamente más valioso presentarnos como malas víctimas en un gesto de rechazo a esta categoría.
La situación de abuso
Debido a la privatización del conflicto y de los roles presentes en él que hemos problematizado anteriormente como los de víctima y abusador, un espejismo nos impide ver que son el reflejo de una estructura. Tal es la personalización de lo político que se identifica estrictamente al sujeto que agravia con la estructura, de manera que al castigarle se cree que se ataca a la estructura en su conjunto. Por ejemplo, atacar a los supuestos abusadores se entiende como atacar a la estructura que produce la violencia generizada.
Al perseguir la impunidad del que agravia, se logra, en realidad, la impunidad del sistema del que emana.
Reconocer que el abuso es una encarnación de la estructura no resta agencia ni responsabilidad a quien lo comete, no le vuelve un sujeto enajenado de la misma. Sin embargo, se considera que el castigo depura la responsabilidad, eliminando la impunidad presente en los actos apoyados en la estructura. Al perseguir la impunidad del que agravia, se logra, en realidad, la impunidad del sistema del que emana. Abolicionistas de las prisiones como Ruth Wilson Gilmore han estudiado en profundidad cómo el sistema capitalista se posiciona con respecto a aquellas conductas que exacerban la violencia común del capital presentándolas como una falta moral de quienes los cometen. De esta manera, consigue (1) esconder la responsabilidad de las condiciones materiales que impone y, a la vez, (2) ofrecer una sensación de alivio con respecto de estas. Esta sensación de alivio se construye con la violencia como fin en sí mismo que sirve de redención al daño, lo cual no deja de parecer curioso cuando la supuesta fundamentación del castigo es acabar con el daño en la sociedad. Esto sólo demuestra que el paradigma del castigo relegitima al Estado como único portador de la violencia, causando un ciclo de retroalimentación grave cuando demandamos mayores penas, castigos más graves o vigilancias proporcionales a los castigos que se pretende imponer.
Resulta osado en este contexto acusar al antipunitivismo de proteger la “impunidad”, cuando lo que sugiere es que interviniendo directamente en los conflictos bajo el marco de la reparación se transforman las condiciones que han hecho posible éste y se previene la repetición del abuso.
Coda: el concepto reaccionario de abusador
Especulando con el dolor y consternación legítimos que produce la idea de abuso, se presenta también de forma maniquea al abusador como si esta imagen concreta no pudiera servir a fines reaccionarios. La imagen de un extraño, deshumanizado, un otro constante al que hay que echar de la sociedad, un elemento incómodo.
Ya hemos mencionado cómo estos criterios se ajustan a la perfección a la visión segregadora de las personas racializadas, pero ahora nos gustaría detenernos más en la abyección. La mayoría de los abusos suceden en el entorno de la unidad de reproducción capitalista y otros de sus aparatos, como la pareja, la familia, la educación, los sistemas de salud o la Iglesia; sin embargo, la imagen del abusador sigue siendo la de un monstruo, externo, abyecto, que acecha y que no se somete a las buenas costumbres. En realidad, abolir estas estructuras haría más por prevenir el abuso y, sin embargo, el escrutinio de las otras, las raras, les ajenes, parece siempre más razonable. Su efecto es la fiscalización y la vigilancia sobre los cuerpos cuir más abyectos, especialmente aquellos que no pueden y/o no quieren ajustarse a los cánones de la asimilación.
Una misma acción se percibe como abuso o no según quién la realice. A menudo los sujetos cisheteronormales perciben el deseo de un sujeto cuir sobre su persona como un abuso por el efecto devaluador que tendría sobre ellos –y el deseo de una persona hegemónicamente normativa sobre alguien cuir como el efecto de un abuso, como si une sólo llegara a torcerse como víctima de un engaño–. En un caso relevante en Barcelona, la policía se encontró a un sujeto butch agredido. Al acudir a su pareja para investigar el caso, una femme (lesbiana femenina), descartaron inmediatamente la posibilidad de una agresión de violencia generizada basándose en criterios morales que les inspiraban una imagen de la feminidad como incapaz de ejercer daño, como una víctima. Para la sorpresa de la policía, el testimonio de la persona agredida demostró que, en efecto, había sido víctima de maltrato. En múltiples casos de asesinatos de personas trans en manos de sus parejas sexuales, éstas argumentan que o bien no conocían la identidad de éstas o que les sobrepasó la misma para argumentarse como víctimas y reescribir sus acciones.
Trascender las categorías como punto de partida
Habiendo problematizado el marco al que nos predisponen las interpretaciones comunes del punitivismo, observamos también cómo estas categorías presentan límites no sólo en el análisis sino en la intervención real en el conflicto. Sufren una mutación en el movimiento. Por ejemplo, durante instancias de pánico moral, la idea de abuso (que, en principio, describe un caso de maltrato, acoso, etc.) pasa a aplicarse de igual manera o de forma análoga a todo otro grupo de conflictos bien distintos (desde el ghosting hasta la falta de cuidados o la despriorización). Incluso, a veces, se extiende un lenguaje que más que explicar la situación la sumerge más en las tinieblas.
La legitimidad de dolor en la falta de agencia lleva a una espectacularización de la indefensión que hemos podido ver, por ejemplo, en los ciclos de denuncia como #MeToo y #SeAcabó. Esto, más que acabar con el sufrimiento, precisamente hace del dolor el combustible de su política.
En el campo del abuso, por ejemplo, existe una relación estrecha con la percepción de agencia. Una idea romántica de la agencia lleva a pensar que aquellos actos que conlleven dolor deben implicar necesariamente una revisión de la agencia que la niega a posteriori haciendo ver que nunca estuvo ahí. Es decir, que cualquier sensación de dolor tiene que afirmar, directa o indirectamente, que alguien ejerce abuso. La legitimidad de dolor en la falta de agencia lleva a una espectacularización de la indefensión que hemos podido ver, por ejemplo, en los ciclos de denuncia como #MeToo y #SeAcabó. Esto, más que acabar con el sufrimiento, precisamente hace del dolor el combustible de su política y presenta la condición de indefensión como requisito que legitima al sujeto político que nace del punitivismo.
Lo que el análisis revela de estas mismas categorías es que debemos problematizarlas en cada aplicación de éstas y, por tanto, lo que siempre se ha entendido como un cuestionamiento de las situaciones de abuso por parte de las posiciones punitivas no es más que una preocupación por transcender categorías que hemos demostrado que resultan ineficientes en aras de la reparación. A la hora de gestionar un conflicto, esto implica no usarlas sino, de hecho, sustituirlas por preguntas sobre los hechos concretos que no actúen a modo de interrogatorio para revelarse o confesarse víctima/abusador sino que pretendan un interés genuino por la situación y la senda para su reparación. Sobre este tema se pueden encontrar más apuntes en Conflicto no es abuso de Sarah Schulman o Conflicto no es abuso de Laura Macaya y Hamaca.
¿Tiene el punitivismo proyecto político?
El punitivismo se presenta como un instrumento para arrancar los males sociales, pero lo cierto es que carece de un proyecto político más allá de delegar en el estado penal, la legalidad burguesa y las fuerzas del orden. Este acto de delegación no comprende que todos estos instrumentos fracasan en lo que se supone que es su funcionamiento normal (perseguir la delincuencia, las actitudes antisociales, etc.) ni que se demuestran muy efectivos en lo que se supone que es excepcional: garantizar las condiciones que hacen posibles todos estos “males”. El hecho de que éste haya sido el medio habitual de gestión de los conflictos y que no seamos capaces de imaginar otro no es excusa para perder la ambición política de superarlo.
De hecho, podríamos decir que, precisamente, la obligación de las anticapitalistas ante las contradicciones manifiestas de la maquinaria de castigo es proponer otro método, uno que no sea empoderante sólo para las partes implicadas de los conflictos sino para el conjunto de la clase obrera. Los movimientos sociales, por una parte, no permanecen ajenos a las contradicciones propias del resto de la sociedad. Sin embargo, tienen un carácter prefigurativo, es decir, son una sede en la que experimentamos y ensayamos las relaciones sociales que serán propias a una sociedad anticapitalista. Por eso creemos importante sustituir la denuncia, el exposeo y el comunicado por la mediación, la intervención, la reflexión colectiva y la búsqueda de las mejores condiciones para ésta. Sustituir el castigo, el ostracismo y la expulsión por la reparación, la transformación y la reincorporación como horizonte.
Los mismos aparatos del estado de los que nos servimos para castigar el abuso –bajo criterios legales que para la mayoría de las víctimas son inalcanzables– es el mismo que encierra a los 6 de Zaragoza, las 6 de la Suiza y los activistas climáticos.
Con esto debemos rellenar el vacío de proyecto político del punitivismo ante el riesgo de que, al no hacerlo nosotras, lo haga el proyecto de la extrema derecha. Ésta pretende apoyarse en el conflicto para reforzar el carácter securitario del estado en servicio de los intereses de la burguesía y agudizar el paradigma de la represión, que puede parecer deseable para quien guarda esperanzas en el feminismo punitivo. Una represión que puede servir de vector para capturar sus demandas y atraerlo al lado de la reacción. Ideas como que la justicia no es lo suficientemente dura y que es precisa una mayor presencia policial (como ya proponía Mary Sophie Allen) acaban por revertir en una política contra la clase trabajadora. Los mismos aparatos del estado de los que nos servimos para castigar el abuso –bajo criterios legales que para la mayoría de las víctimas son inalcanzables– son los mismos que encierran a los 6 de Zaragoza, las 6 de la Suiza y los activistas climáticos. Es decir, un estado penal que resulta totalmente ineficiente en la producción de una reparación se ve legitimado para realizar una función para la que sí es eficaz: la represión de la clase trabajadora.
Coda: testimonios
La práctica por excelencia de este marco sin proyecto político está siendo el testimonio como ritual. Si bien nosotras reconocemos que en el acto de testimonializar existe un potencial político de autoconciencia, articulación y conexión de lo personal hacia lo político, sabemos también que existe de una manera distinta en el contexto de las redes sociales, donde se manifiesta como un acto de descontento efímero y viral. De estos rituales del testimonio se dice que nos revelan la estructura del sistema de violencias de(l) género cuando, en el mejor de los casos, nos revelan sus dimensiones. Es un error político creer que conocer las dimensiones de una estructura implica entenderla. El combustible de estos rituales es presentar la superación del patriarcado como una dialéctica entre el silencio y la palabra en la que, casualmente, lo que permanece intacto como una realidad incuestionable e inmodificable es la violencia. Así, vemos que esta idea de testimonializarnos constantemente es un gesto de un feminismo heteropesimista que no tiene otro proyecto político que replegarse en sí mismo y que, más pronto que tarde, reduce la abolición al deseo cuando, en realidad, ya ha comprado el esencialismo de género y el reformismo.
Frente a este proyecto, nosotras proponemos el testimonio como camino hacia la reparación colectivamente gestionada y de la que se extraen enseñanzas igualmente colectivas. Una reparación que incluye también a los hombres que cometen las violencias con el fin de que este sea el primer paso hacia su compromiso por la auto-abolición. Pues, a menudo, no comprenden el género hasta que se perciben como los perpetradores de una violencia que no pretendían. Contra el feminismo como búnker, el feminismo como un frente de sujeto amplio comprometido por la construcción de una sociedad socialista. “Quien vive de contar muertas no te quiere viva”, dijo Leonor Silvestri.
Conclusiones
El antipunitivismo no es una postura moral centrada en creer en la bondad inherente de toda persona, como a menudo caricaturiza el punitivismo. Lo que considera es que el único análisis coherente con la superación del capitalismo es aquel que comprende que el ser social determina la conciencia y que, por ende, las conductas son una encarnación de las estructuras capitalistas. Ergo, al abordar los conflictos, hay que buscar que la intervención revele las estructuras capitalistas y contribuya a su abolición. Esto deriva en una cuestión estratégica: que cualquier paso de hoy nos deje más cerca del objetivo de mañana. En vista de que cada paso punitivo y de castigo sólo acerca los pasos de la reacción y apuntala al estado burgués, es por esto (y no por una cuestión esencialista) que pensamos que el antipunitivismo es la única posición coherente con el anticapitalismo.
En cambio, el punitivismo sí ha demostrado ser una posición moral. Y, si bien no podemos extendernos más en esta cuestión, cabe recordar que la moral se construye sobre la universalización de principios que se aplican pues al margen de las condiciones materiales. En cambio, la ética consiste en la examinación de condiciones concretas para elaborar respuestas igualmente concretas, a partir de las cuáles se derivan pensamientos más amplios. La aplicación de este moralismo sobre el conflicto reduce a los implicados a víctimas los unos de los otros, de manera que queda desdibujado el adversario político a batir. Esto reduce cualquier posibilidad de la articulación de la conciencia y lucha de clases en este terreno.
Si el punitivismo nos habla de espacios seguros, nosotres polemizamos que nuestros movimientos han de ser más bien lo contrario, espacios inseguros para un sentido común sobre el que tiene la hegemonía el capitalismo.
El antipunitivismo como tesis revaloriza el conflicto, lo entiende como productivo a nivel político y no como hecho incómodo. Esto tiene unas resonancias importantes sobre cómo concebimos nuestros movimientos sociales. El conflicto forma parte de su vida diaria, que no permanecen ajenos a la lucha de clases ni están exentos de contradicciones. Si el punitivismo nos habla de espacios seguros, nosotres polemizamos que nuestros movimientos han de ser más bien lo contrario, espacios inseguros para un sentido común sobre el que tiene la hegemonía el capitalismo, un lugar de confrontación donde alimentar esa dimensión productiva del conflicto a fin de que le acompañe una elevación de la conciencia de clase. Esto no se da de bruces con los cuidados, sino que nos propone cuidarnos en la incomodidad que a menudo acompaña al aprender, transformarnos y abandonar posturas reaccionarias y normativas que durante largo tiempo hemos abrazado como buenos hijos del capital.