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Ser precario no consiste en tener un contrato temporal. No sólo eso te convierte en precario. De ser así, un buen día, cualquier gobernante cambia el nombre del contrato, no es tan difícil, es toda una tentación y, en lugar de llamarlo temporal, lo llama fijo y por arte de gracia la precariedad habría desaparecido.
Ser precario consiste en permanecer siempre disponible para la empresa. Ser precario es poner tu vida a disposición del beneficio y el rendimiento económico del empresario que te contrata. Lo personal, lo familiar, lo privado, queda fusionado con el trabajo, condicionado, a disposición, en todo momento.
Ken Loach ha reflejado muy bien esta situación en su película Sorry we missed you, en la que nos cuenta la inmensa soledad del trabajador precario en nuevos trabajos como los que realizamos al servicio de plataformas. Un modelo que afecta a los repartidores, o a los conductores, pero que se extiende a todo tipo de servicios de limpieza, de trabajos en comunidades como la jardinería, el mantenimiento, o la seguridad.
Eso que se llama sociedad de los cuidados es un inmenso espacio abierto para la implantación de la precariedad como forma de vida, trabajo, supervivencia. Sectores como el turismo, o la agricultura crecen sobre la precariedad de los empleos que generan.
Un número cada vez mayor de trabajadoras y trabajadores se ve embarcado en este modelo de precariedad. Trabajadoras y trabajadores a los que la modernidad ha denominado trabajadores pobres. Aquellos que no ganan lo suficiente para asegurar una mínima dignidad de sus vidas.
Precarios. Mal pagados, insalubres, inseguros. Contrapuestos, duales con respecto a cuantos conservan empleos regulados, estables, bien remunerados. Es verdad que muchos de aquellos empleos en la banca, el funcionariado, o las poderosas industrias del automóvil, o manufactureras, han ido desapareciendo, pero su desaparición, el hueco que dejaron, ha sido llenado por empleos precarios.
Así las cosas, el trabajo ha dejado de ser, en muchos casos, uno de aquellos elementos esenciales para la integración de las personas en nuestras sociedades. El empleo no asegura ya mayores niveles de protección. Muchos jóvenes desconfían de poder llegar a disfrutar de derechos como el de jubilación.
El progreso económico, las transformaciones tecnológicas, los cambios sociales, la competitividad de las empresas, o incluso de los países, parece que deban sustentarse en una mayor precariedad laboral. La renuncia al pleno empleo, la extensión del subempleo, conviven con la culpabilización de cuantos no trabajan, o cuantos no consiguen trabajar. Son pobres, son malos, son culpables.
El nuevo trabajador pobre es incapaz de ganar lo mínimo y necesario para llevar una vida digna, para consumir al nivel que te convierte en alguien respetable. Trabajas, pero eres pobre. Te ves obligado a recurrir a los servicios sociales, a las ayudas asistenciales. Pobre, precario, necesitado de la beneficencia.
Si el trabajo es precario. Si quienes trabajan son pobres… el trabajo es una mierda. Los trabajos de mierda, los bullshit jobs, de los que nos habló el desaparecido David Graeber. Aquellos trabajos que son innecesarios, improductivos, justificados tan sólo en la necesidad de quienes los realizan.
Los trabajos realmente necesarios, con alto valor para la sociedad, como los de los maestros, personal sanitario, las personas cuidadoras, los científicos, los investigadores, quienes limpian, cocinan, transportan productos o personas, los agricultores, o quienes nos atienden en los supermercados, tienen sueldos bajos. Mientras tanto, quienes desempeñan trabajos en el sector servicios, en puestos directivos, vendedores, ceos, gestores, intermediarios, comisionistas, comerciales y demás empleados de los servicios, crecen y, a menudo ganan buenos sueldos y son considerados como imprescindibles para el buen funcionamiento de nuestra economía.
Si miramos con sinceridad, sin miedo, hacia nuestra sociedad, podemos comprobar qué tipos de empleo necesitamos realmente. Es paradójico que, cuando nuestro nivel de paro sigue a la cabeza de Europa, sigamos careciendo de suficientes profesionales sanitarios, personas cuidadoras, transportistas, profesionales de la construcción, o camareros.
Tal vez deberíamos pensar que un trabajo menos precario, mejor pagado, mejor formado, más estable, más seguro, con derechos, podría convertirnos en un país mejor, más viable, más justo, más igualitario. Un país verdaderamente más libre. No se equivocaba tanto Joe Biden cuando, antes de perder sus opciones a la presidencia de los Estados Unidos y en respuesta a las quejas empresariales por la falta de trabajadores cualificados, no dudó en espetarles…
—¡Páguenles más!