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Opinión
Desmontando la pregunta ¿Qué quieres ser de mayor?: crítica del trabajo asalariado
Personas muy cercanas a mí se encuentran en un momento delicado que los tiene sensiblemente preocupados: su hija de diecisiete años no sabe qué hacer este curso que empieza. Mientras la mayoría de sus amigos están en la relativa comodidad del bachillerato donde quedan provisionalmente aplazadas decisiones de mayor calado sobre el futuro profesional, esta chica tiene muy claro que el academicismo que exige este tipo de formación no es para ella. De hecho, no sabe ni si lo suyo es estudiar o si prefiere entrar directamente al mercado laboral. “¿¡Qué quiere ser nuestra hija!?”, se preguntan los progenitores en los momentos de mayor desesperación.
Lejos de pretender caricaturizar esta apreciada pareja de padres bienintencionados, lo cierto es que lo más probable es que esta ansiedad se reprodujera en toda familia más o menos convencional conforme a los estándares de las sociedades occidentales, en la que un vástago exprese este género de dudas. No obstante, si nos alejamos un poco del asunto observaremos que la cuestión del 'qué ser de mayor', tal y como se nos ha planteado a todos en nuestro momento, carece de sentido e incluso llega a ser un poco ridícula.
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La joven de la que hablo, igual que cualquier otra persona de su edad, tiene en realidad muy claro lo que quiere ser de mayor, o al menos lo sabe o intuye. Esta chica, en primer lugar, quiere ser feliz. No es que ella lo vaya diciendo, ni tampoco yo se lo he preguntado como quien pide a un amigo si quiere azúcar en el café, sino que el mero sentido común me lleva a presumirlo. Pero además sabe que quiere ser una buena persona, mantener sus amistades y cuidar de su familia; tiene previsto ser la ama de un perro, a poder ser un husky, aunque no sabe si dispondrá de un hogar lo suficientemente espacioso; y también le gustaría seguir siendo habitante de Barcelona, la ciudad en la que ha crecido y que tantas alegrías le ha dado.
Con esta lista es suficiente para que todos veamos que esta chica sí que sabe lo que quiere ser de mayor y, sin embargo, todos entendemos igualmente la ansiedad que sienten sus padres porque su hija no sabe lo que quiere ser de mayor. Y es que esta pregunta tan popular y aparentemente inocente, que nos queda impresa en la memoria prácticamente desde nuestros primeros recuerdos, esconde la perturbadora realidad de una sociedad totalmente condicionada por el trabajo. El hecho de que ya desde pequeños se nos enseñe que un elemento crucial de nuestra identidad será nuestra profesión denota de forma muy explícita hasta qué punto el trabajo es elevado a una categoría que roza, por sus implicaciones, la de un culto religioso.
Ahora bien, esto no es ni mucho menos sorprendente si tenemos en cuenta la organización social propia del capitalismo. Nuestra profesión determina hoy en día toda una serie de elementos de nuestras vidas que no son baladís: los bienes y servicios a los que podemos acceder, que en una sociedad de consumo son una fuente de satisfacción y autorrealización; el estatus que nos es merecido, junto a las consecuencias que esto tiene en el tipo de relaciones sociales que forjamos; o nada más ni nada menos que la tarea a la que dedicamos ocho horas de nuestros días – en el mejor de los casos, claro.
Antes del capitalismo el trabajo personal no era algo homogéneo, lo cierto es que la especialización de cada trabajador era generalmente mucho más extensa de lo que lo es en la actualidad
Lo realmente impactante es la naturalidad con la que aceptamos esta situación que en realidad es una anomalía histórica. La Revolución Industrial, tributaria del auge del capitalismo, trajo un giro de 180 grados en el mundo del trabajo que evidentemente provocó cambios enormes en la vida cotidiana y, por lo tanto, en los imaginarios colectivos. Antes del advenimiento de estos procesos buena parte de la población era propietaria de los medios necesarios para su propia subsistencia, lo que le permitía dedicarse a tareas que le proporcionaban directamente su bienestar y el de los suyos (cultivar, cosechar, hacer conservas, tejer, lavar, cambiar pañales…). Evidentemente, muchos de los productos de los que disponían para realizar estas faenas los compraban o intercambiaban, puesto que sí que existía cierto patrón de especialización. Tampoco se trata aquí de idealizar las sociedades premodernas en las que vivían estos individuos cuyas vidas, siendo honestos, no gozaban de condiciones satisfactorias en muchas dimensiones, menos todavía en el caso de las mujeres. No obstante, es probable que en lo que tiene que ver con las tareas cotidianas dispusieran de mucha más libertad y se emplearan en actos por lo general harto más satisfactorios que los que nos ocupan hoy en día.
El nuevo paradigma de la especialización implicó la dedicación exclusiva, repetida y simétrica a una misma tarea. Si bien, como hemos reconocido, antes del capitalismo el trabajo personal no era algo homogéneo, lo cierto es que la especialización de cada trabajador era generalmente mucho más extensa de lo que lo es en la actualidad. Al ser despojados masivamente de sus medios de subsistencia, una enorme cantidad de individuos adquirieron la condición de trabajador asalariado, dando lugar al modelo laboral del que es heredero el mundo que conocemos. Hoy en día nos especializamos en un pequeño eslabón de un enorme proceso productivo que a menudo desconocemos cómo funciona en su totalidad y cuyo resultado último casi nunca nos es percibido. Esto, a su vez, nos condena a la inutilidad, puesto que la diversidad de tareas que podemos desempeñar se ha reducido dramáticamente.
Además, otra anomalía del modo de producción capitalista es el hecho de que nos dediquemos a tareas de las que solo podemos escapar algunas semanas – con suerte meses – al año. Lo que demasiadas veces se nos ha vendido como progreso probablemente horrorizaría al ciudadano medio del siglo XVI, por no hablar del susto que se llevaría el miembro de un poblado neolítico. La evidencia histórica muestra que el ritmo de vida previo a la Revolución Industrial era mucho más tranquilo, lento y pausado; las tareas, muy diversas y cambiantes, variaban en función de la época del año; y tanto las jornadas de trabajo como la fracción del año dedicada al mismo eran muy inferiores.
No es utópico imaginar un mundo parecido, en el que trabajemos menos, mejor y de forma más satisfactoria
Teniendo estas reflexiones en cuenta el paradigma actual de trabajo, más que un signo de progreso se presenta como una farsa alienante, una trampa cuyo impacto en nuestro bienestar es potencialmente catastrófico. Una sociedad que depende de la cafeína, el ibuprofeno o los antidepresivos para aguantar largas jornadas de trabajo y formación para pagar el alquiler no es una sociedad sana. Una sociedad en la que sus individuos pasan más tiempo delante de una pantalla en una oficina que en casa con su familia no es una sociedad feliz. Una sociedad cuyos miembros se someten por contrato a una autoridad que no aceptarían de su propia madre no es una sociedad racional.
En la ideología alemana, Marx y Engels imaginan el comunismo como una sociedad en la que “cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, […] hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos”. Al margen del tipo de actividades que describen, que hoy en día nos parecerán más o menos reprobables, este fragmento resulta muy inspirador. No se trata tanto de cambiar de profesión del mismo modo que cambiamos de camisa como de revertir la especialización poniendo en el centro del trabajo humano las tareas necesarias para la subsistencia – quizás no cazar, pero sí cultivar, cuidar o cocinar – y que cultivan el espíritu – leer, escribir o discutir. No es utópico imaginar un mundo parecido, en el que trabajemos menos, mejor y de forma más satisfactoria. De hecho, es probable que se trate de la única forma de acercarse a un mundo en el que de mayores todos seamos felices.