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El experimento Israel es un fracaso. El movimiento sionista nacía a finales del siglo XIX con el objetivo de crear lo que la Declaración de Balfour calificó como un Hogar Nacional Judío, un refugio para un pueblo que había sido perseguido en el pasado, y lo sería mucho más en el futuro. Siglo y medio más tarde, y apenas 75 años después de la creación del Estado de Israel en Palestina, ese refugio no solo no lo es: si existe un lugar donde los judíos están en peligro es allí. Y si existe una zona del planeta donde cualquier otra persona está en riesgo de muerte es en sus alrededores, especialmente si es palestina.
La creación de Israel tampoco ha hecho la vida mejor a los judíos fuera del Estado hebreo. Décadas de propaganda para unir los conceptos de sionismo y judaísmo —una falacia, pues hay millones de judíos antisionistas que reniegan de Israel y sus políticas— han hecho mella y cada acto asesino, genocida y terrorista del Estado hebreo hace que los judíos del planeta traguen saliva y tengan que lidiar con esa malintencionada unificación de ideas. No es casualidad que el mayor propagador del antisemitismo en el mundo sea el propio Estado de Israel, pues la brutalidad de sus acciones genera tal reacción de rechazo y odio que, a menudo, acaba en quien no tiene que ver con ellas. Tampoco que, en una asombrosa ironía histórica, se asimile el Israel de hoy a la Alemania de 1939.
La creación de una colonia en tierra habitada va inherentemente unida a la militarización y al conflicto, especialmente si desde el principio los colonos son ciudadanos de primera y los habitantes antes de la colonia son despojados de sus derechos y su tierra
Israel existe como Estado desde hace 76 años. La guerra y la violencia no han dejado de acompañar su historia desde antes de su promulgación. La creación de una colonia en tierra habitada va inherentemente unida a la militarización y al conflicto, especialmente si desde el principio los colonos son ciudadanos de primera y los habitantes del territorio antes de la colonia son despojados de sus derechos, su tierra, sus hogares y su dignidad.
En el año 2024 ese proceso de despojo y destrucción ha llegado a su punto más álgido. El genocidio palestino es un hecho en una Gaza que ha sido borrada del mapa. Su población —recordemos, el 40% menor de edad— ha sido tratada como cualquier cosa menos humana; asediada, exterminada y desplazada incesantemente por un terror económico, militar y tecnológico infinitamente superior.
Ese terror no se ha quedado en Gaza, donde llevaban dos décadas encerrados en un bloqueo inédito en el planeta. El queso de gruyer que es hoy la Cisjordania ocupada por el supremacismo sionista es escenario de guerra y de pogromos contra palestinos día a tras día. La población palestina en Siria y Líbano, así como sus grupos de apoyo, sufre bombardeos de ingenios de tecnología que no pueden ni soñar con poseer. La guerra ha vuelto al país de los cedros y el terrorismo del Estado de Israel ha llegado a hacer explotar miles de dispositivos propiedad, supuestamente, de integrantes de Hezbolá, en un acto que ha provocado tanto pavor como indignación por su inhumanidad y falta de escrúpulos: explotaron en la cotidianidad de un país que estaba haciendo la compra, yendo a la escuela, paseando a los niños.
Es una obviedad que el sionismo no puede ganar por la fuerza. Su huida hacia adelante ha convertido a Israel en un Estado paria, tan temido como rechazado, destruyendo su misma razón de ser
La última hora de este proceso de apropiación de territorio y destrucción de lo ajeno se ha vivido en Siria. Aprovechando el desmoronamiento del régimen de Bashar al-Ássad, fuerzas terrestres israelíes cruzaron la frontera siria por primera vez medio siglo, a la vez que la aviación y los misiles sionistas destruían —en un proceso sin precedentes— cientos de infraestructuras del Ejército sirio, incluidos navíos de la armada e instalaciones aeroportuarias. El Gobierno israelí acababa así con gran parte de los principales activos del Ejército sirio a la vez que tomaba más territorio y anunciaba nuevas colonias en los ilegalmente anexionados Altos del Golán.
Es una obviedad que el sionismo no puede ganar por la fuerza. Su huida hacia adelante ha convertido a Israel en un Estado paria, tan temido como rechazado, destruyendo su misma razón de ser. La única salvación posible es frenar el horror y la escalada bélica actuales para, a partir de ahí, replantear la existencia del Estado que más ha desestabilizado la geopolítica internacional en las últimas décadas. La única solución es buscar la fórmula que permita la convivencia de todos los pueblos que hoy viven en lo que occidente llama Oriente Próximo. Lo contrario es un fracaso global.
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