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Ecologismo
Raíces campesinas o ecologistas: ¿es que hay que elegir?
Miro el Valle del Jerte desde mi ventana. Afortunado soy por la contemplación de estos vendavales de ocres y amarillos que nos visitan en otoño. También por acceder a una huerta y subir con las primeras hojas y poder vender los excedentes de kiwis y de caquis de esta época. Soy un heredero de este paisaje, pero también de sus manejos, de las formas de estar en el territorio. No hay un centímetro ni un gramo de biodiversidad en la sierra que se agarra a sus gargantas que no haya sido fruto de la acción humana: pastoreo, colmenas, pesca en su tiempo, creación de praderas, expansión del castaño, aprovechamiento de madera. Igualmente para sus paisajes adehesados o para las riberas de sus cursos de agua. Antiguamente, los arroyos eran desviados en invierno para “entretener” el agua por las diferentes sierras, de manera que este bien común estuviera más disponible posteriormente en prados, en huertas, en fuentes o en lugares donde el ganado lo precisara. Y, con ello, la biodiversidad natural y la cultivada aumentaban, arriba y abajo del valle. En los últimos 3.000 años, las distintas culturas agroganaderas se han caracterizado por lo que uno ha oído siempre desde pequeño: “dejar las cosas mejor de que te las dejaron”.
Análisis
Movilizaciones ¿Quién pagará las facturas del campo?
Sin embargo, la acción del ser humano no ha sido consecuente con la reproducción de este espacio en los últimos tiempos, no como uno ansiara. Las lógicas campesinas insistían en la reproducción de los territorios que habitaban. Por el contrario, las recientes lógicas productivistas, más aún tras la globalización alimentaria impulsada desde finales de los 80, se decantan por extraer materia, agua, energía —y hasta personas, si pensamos en los fenómenos migratorios extremeños— por encima de la cultura de cerrar ciclos en estas comarcas o garantizar una vida digna a quienes por aquí quieren vivir.
Así se explica, por ejemplo, la creciente amenaza de sobre-explotación de acuíferos marcada por varias razones, algunas de las cuales nos vienen “de afuera”. La más importante reside en la imposición de paquetes tecnológicos que requieren más agua en la aplicación de químicos o abonos orgánicos. La segunda tiene que ver con que, desde la ciudad principalmente, se pide fruta de calibres más grandes para que pueda ser considerada “vendible”, según la educación visual y del paladar que realiza la gran distribución alimentaria. Más agua que añadir a más nitrógeno por metro cuadrado. La tercera tiene que ver con la matorralización de montes ante su menor uso (más masa forestal que reclama agua y que es gasolina para los incendios veraniegos). La última razón parte de la desconexión entre territorio y producción de un sector significativo de las personas agricultoras. Un pozo de sondeo, y el doblar los ingresos al aumentar un 20% el calibre, puede solventar el facilitar estudios a hijas e hijos o la compra de una gran pantalla de televisión. Fruto de lo anterior, se incrementa el nivel de sales o nitratos que permea tierras y acaba en acuíferos. No hay alarmas aún en el Valle del Jerte. Pero sí tendencias crecientes que sitúan algunos puntos de recogida de aguas en niveles cercanos a los 50 miligramos por litro, lo que convertiría en no potable el agua, entre otras consecuencias.
Frente al despojo territorial (minería, fotovoltaicas, urbanismo disperso) o a la intensificación agrícola (superintensivo en el olivar y en granjas de cerdos) la labor del ecologismo en Extremadura se ha revelado esencial para concienciar y ayudar a situar límites
Frente al despojo territorial (minería, fotovoltaicas, urbanismo disperso) o a la intensificación agrícola (superintensivo en el olivar y en granjas de cerdos) la labor del ecologismo en Extremadura se ha revelado esencial para concienciar y ayudar a situar límites: no tiene sentido un agricultura enfocada a una extracción general de más agua; ni la pérdida de fertilidad creciente de nuestros suelos; ni el sacrificio sistemático de bienes comunes como son la biodiversidad y la propia salud del planeta, ahora visible con las DANA que vienen del mediterráneo y las que vienen de nuestros suelos (aumento de desertificación, más evapotranspiración, menos adaptación de cultivos y razas tradicionales).
Lo que encontramos es mayor presión sobre la agricultura, particularmente la pequeña agroganadería, que debería estar en diálogo permanente con un ecologismo comprometido en acompañar territorios y reclamar justicia social para quienes producen alimentos y generan vida en sus territorios. Dicha presión se redobla en lo rural dados los márgenes que acapara la distribución, el encarecimiento de maquinaria (ligera), la subida de precios de petróleo y de insumos que se utilizan, así como la política de bajos precios que fuerza la sociedad consumidora. Y para vivir aquí, se parte de que las cuentas tienen que salir. Aunque la fertilidad o los límites se estén bordeando. El cortoplacismo y el consumismo, también en el mundo rural, se acaban imponiendo. Aunque no todo son malas noticias. También se constatan en estos valles tendencias que van en sentido contrario: se ha disparado el uso de estiércol en detrimento del abonado químico; se prefiere desbrozar la hierba a utilizar herbicida, que por lo general se limita a tiempos de cosecha; se ponen en marcha con un cuantioso aporte de dinero comunidades de regantes que, en un sistema de secano de sierra (apenas se cubre el 10% de las necesidades de los árboles según la evaporación que registran sus hojas) contribuyen a un riego limitado a unos meses de verano como aporte excepcional en la mayor parte de los casos.
Por esto último, por las ganas de seguir viviendo de la producción primaria, y por el temor a no poder “entretener el agua” en la sierra como consecuencia del vuelco climático, las comunidades de regantes que operan en cada pueblo apuestan por la creación de pequeñas balsas a donde llevar agua los meses en los que llueve y facilitarla cuando no llueve (en verano). Es un uso tradicional, siempre antes realizado con criterios que han permitido hermanar sostenibilidad del territorio y producción para una vida muy inspirada por lógicas campesinas: autonomía alimentaria, cooperación entre iguales, producir para seguir estando en este territorio, cerrar ciclos y depender lo menos posible de lo que viene de fuera. Ahora que ya no nieva, que cuando llueve lo hace de forma torrencial, y que lo hace para seguir una canalización de alquitrán y conducciones que evitan que permee lentamente en la tierra, la pequeña agricultura se encuentra más sedienta. Mientras, los mercados exigen producir más y por menos precio, aumentando más esta sed artificial.
Existe un cuidado de la tierra intrínseco a gran parte de la cultura campesina. El investigador Joan Martínez Alier lo llamó el “ecologismo de los pobres”. Un ecologismo no escrito, no valorado en muchos casos. Y ahí comienza gran parte del desencuentro entre el mundo más etiquetado como “pequeño productor” y el mundo “ecologista”
Existe un cuidado de la tierra intrínseco a gran parte de la cultura campesina. El investigador Joan Martínez Alier lo llamó el “ecologismo de los pobres”. Un ecologismo no escrito, no valorado en muchos casos. Y ahí comienza gran parte del desencuentro entre el mundo más etiquetado como “pequeño productor” y el mundo “ecologista”, aún teniendo ambos preocupaciones comunes. Los planes que se diseñaron de utilización de montes, o los que se diseñan hoy de transición ecológica, tienen en cuenta las voces de las pequeñas iniciativas sólo formalmente, y si acaso. Ni cuenta en la práctica su saber, ni se toma en consideración el condicionamiento que les supone estar atrapados en la gran cadena alimentaria, ni su imposibilidad de contar con apoyos para cambios de cultivos o manejos que precisan cinco o siete años en asentarse.
La respuesta no puede ser la culpabilización de la víctima, como tampoco dar rienda suelta a una productividad insostenible. Pero la pequeña agricultura no le está apostando per se a la insostenibilidad. Se la está jugando a permanecer, a enfrentar el cacareado despoblamiento rural. Merecería el sector rural un mayor acompañamiento para expandir estas pulsiones de supervivencia más proclives a hablar desde prácticas de cooperación social, e inclinadas de forma “natural” a defender y a reproducir la fertilidad de un territorio. Del ecologismo podría partir un aprender a compartir voces y asientos comunicativos con gentes que saben de sus necesidades y de cómo “funcionan” sus territorios.
Se pueden atender a modelos generales de evolución de usos del suelo, pero no puede uno olvidarse de las particularidades de cualquier territorio. Hablar desde él. En estas luchas por una transición agroecológica pienso que hay un caldo de cultivo en la pequeña propiedad, diversificada en muchos casos e imposibilitada para acaparar el agua y la fertilidad de una comarca en pocos años, pues tiende a actuar de forma más consecuente que la gran agricultura industrial para enfrentar vuelcos climáticos, reduciendo dependencias, acomodándose a cambios, sustituyendo insumos.
Sin pedagogía de transición, y eso quiere decir sin recoger propuestas de bases campesinas ni apoyar técnica y económicamente una transición agroecológica en cada territorio, es lógico que las gentes de por aquí hayan visto con malos ojos un Pacto Verde
Sin pedagogía de transición, y eso quiere decir sin recoger propuestas de bases campesinas ni apoyar técnica y económicamente una transición agroecológica en cada territorio, es lógico que las gentes de por aquí hayan visto con malos ojos un Pacto Verde: sus grandes facturas, efectivamente, las tendrían que pagar las que viven en lo rural y están abajo. Son planes de lustre “verde”, pero de matrices muy urbanas. De modelos muy poco aterrizados en prácticas reales y que no acomodan los criterios de justicia y protagonismo rural a la par que los de sostenibilidad fuerte. Y por eso, unido a campañas de desinformación del Big Food (las transnacionales que controlan el negocio de la comida), se puede entender que sin referencias campesinas-ecologistas cercanas el sector quede eclipsado y sancionado por el vuelo de banderas, la exploración de masculinidades soberbias y la recreación de odios tribales.
Una muestra: hablando de agua, recientemente se alzó la voz por parte del ecologismo organizado contra la posibilidad de reconstruir prácticas de siembra del agua en zonas de la red Natura 2000 en nuestras comarcas. A ver, seamos sinceros, dichos planes de ordenación de parques y recursos naturales fueron construidos sin contar con la población que usaba el territorio ancestralmente. Y se les excluyó en su uso. Parecieron quedar estas zonas, a proteger ciertamente, para disfrute y deleite de un turismo “responsable” pero lejano y ajeno. Ahora, uno escucha que se tiene que respetar el uso del agua, pues son espacios “prístinos”. ¿En qué mundo vivimos? ¿En uno que propugna el conservacionismo para privilegiados y privilegiadas?
Agroecología
El colapso de la razón (im)pura: tiempos de prácticas
Conviene distinguir entre propuestas que hablan de la necesaria renaturalización de nuestros mundos y las que entroncan con un colonialismo urbano de lo rural que ampara, consciente o inconscientemente, prácticas para la expulsión de habitantes que han dado vida a esos territorios. La canalización de aguas en la sierra obedece más a manejos que hablan de siembra de agua y no tanto de modernización o especulación con la misma. La propia desviación en invierno e inicios de primavera de una parte muy reducida de caudales es un ejemplo. Suelen ser estanques laterales, no represas, llenados con canales y tuberías enterradas y cuya capacidad ronda los 50.000 metros cúbicos. Construidos adecuadamente, pueden ser en sí mismos fuente de biodiversidad en la medida en que circula agua por el territorio, agua limpia y que se devuelve parcialmente al río en los riegos de verano... Lo que mejorará los llamados “cauces ecológicos”, por ser la época de estío generalmente seca y sin neveros de los que nutrirse. Tomar agua, pero dejar agua y mejor agua para una renaturalización posible, justa, ruralizante.
El ecologismo hace bien en cuestionar prácticas productivistas que insisten en más contaminación, intensificaciones especulativas de bienes comunes, o una menor reposición de fertilidad. Pero es contrario a la propia lógica campesina, y por ello a ciertas bases antropológicas e históricas del ecologismo, cuando no se sitúa en sintonía con el protagonismo rural y la propuesta de tecnologías convivenciales, relocalizadas en la defensa de la pequeña producción. Cuando confunde el secano de sierra con el regadío que ha entubado infelizmente los grandes ríos. Cuando cualquier acción colectiva en la sierra o en una dehesa es catalogada contraria al sostenimiento del territorio, a dejar las cosas mejor que nos las han dejado.
Tenemos algunas visiones del ecologismo restringidas a la generación de modelos y titulares que, teniendo un sentido general, en ocasiones no buscan ni manifiestan una vocación de hablar y estar junto a la pequeña producción
No deberían ser dos mundos y, sin embargo, hoy se rozan poco. Por un lado tenemos algunas visiones del ecologismo restringidas a la generación de modelos y titulares que, teniendo un sentido general, en ocasiones no buscan ni manifiestan una vocación de hablar y estar junto a la pequeña producción. Por otro lado, la pequeña agricultura está tentada de seguir, y sigue con facilidad no muy consciente, la estela la producción superintensiva y el sálvese quien pueda. Hay gentes, redes, decisiones y puntos en común que están siendo explorados, donde la tierra no es un espacio a explotar, sino mi acceso a un territorio que he de cuidar, donde agroecología no es un concepto, sino el ejercicio de una sostenibilidad fuerte, en el marco de una democracia más participativa y también en transición.
Igual toca dejar de incendiar redes virtuales y montes que se encuentran huérfanos de manejos agroganaderos sostenibles, precisamente por ser entendidos como lugares “a conservar”. El mundo y la biodiversidad vienen girando alrededor de un entendimiento mayor entre ecologismos varios, apuestas singulares de bases campesinas y propuestas no inductoras de un metabolismo suicida, como podrían ser aquí: la protección del olivar tradicional de secano, recogida de agua limitada a primavera e invierno, aumento de la biodiversidad cultivada vía castaños e higueras, manejo del monte con ganadería extensiva, disminución de nitratos apuntando a tratamientos de residuos cero, mejora de una comercialización más cercana y con menor huella petrolera, etc. Vivimos en tiempos urgentes en los que, para avanzar en una transición agroecológica, toca apostar conjuntamente por la dignidad y la defensa campesina de un territorio.