Chile
Jugar a la guerra: imagen y control las revueltas sociales chilenas

Las imágenes de represión que se han visto en este mes de protestas no se proyectaban, de manera tan abierta, desde los años de la dictadura.

Manifestacións Chile
Mobilizacións contra o goberno de Piñera. Foto: Adonis Ignacio Mora Caro
Académico del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile
22 nov 2019 17:33

Tras las revueltas sociales ocurridas en Chile durante el mes de octubre y noviembre de 2019, una de las principales herramientas de control empleada por el gobierno ha sido el despliegue del terror psicológico para aplicar medidas que, bajo el rótulo de “seguridad”, están destinadas a desmantelar las protestas callejeras y la criminalización del movimiento civil. Se trata de estrategias propias de una política cultural autoritaria, donde la producción de contenidos oficialistas desvía la atención del foco central de las manifestaciones para dirigir medidas represivas que operan en todas las esferas de la sociedad. Son disposiciones que en Chile no se proyectaban, de manera tan abierta, desde los años de la dictadura, cuyos aparatos comunicacionales orientaba el “sentido común” de la población con la mancomunión de canales de televisión, radio y periódicos pertenecientes a empresarios afines al poder gubernamental.

Hoy, que la explosión social ha traspasado los veinte días de continuas manifestaciones callejeras en contra de las políticas neoliberales, nos cabe repensar las estrategias con las cuales el gobierno presidido por Sebastián Piñera ha intentado reorientar la opinión pública por medio de operaciones comunicacionales similares a las empleadas bajo un régimen autoritario, intentando desarticular la apropiación del espacio público y la libre asociación de la sociedad civil, anulando de paso la contra información respecto a la violenta represión policial y militar contra civiles desarmados. El amedrentamiento es, en rigor, una construcción cultural que propone deconstruir las ideas centrales que motivan el proceso social, ejecutando para ello diversos patrones comunicacionales que han instalado conceptos tan disímiles como la “violencia” o la “unidad”, lo cual solo permite leer cuan inasible ha sido el movimiento popular para el gobierno y cuanta distancia hay con las comunidades. Imposiciones que, creemos, han fracasado, ya que no han sido capaces de cumplir con su objetivo de cooptar el espacio creativo de la sociedad. Por el contrario, cada estrategia oficialista ha sido subvertida por la comunidad, ya sea en la parodia, la sátira y la rebeldía de canales comunicantes paralelos a la oficialidad.

La ausencia de un proceso dirigido verticalmente obligó al gobierno a construir un relato para establecer un interlocutor con el cual establecer un relato comunicacional. Rápidamente el antagonista será el equivalente a la sociedad civil manifestada que fundamentará la represión hacia el cuerpo civil. Así, el mediático dispositivo del “delincuente”, ubicado al interior de las revueltas sociales, permitió al gobierno articular el discurso de “orden y seguridad” que ya habían desplegado durante los 19 meses de administración previa. Un hito de este despliegue será el incendio al edificio Enel, ubicado en pleno centro de Santiago, en el cual se ubica la empresa que administra los servicios de electricidad, uno de los mayores conglomerados económicos existentes en el país. La imagen espectacular de una torre incendiada, transmitida por todos los medios de comunicación en la primera noche de protestas, marca el primer punto de relación entre manifestación social y acciones de violencia hacia empresas privadas. La figura del edificio en llamas también alude a nuestra memoria histórica en sus peores años, no buscando informar sobre las extrañas circunstancias en que este incendio se da, en horas en que no hay acceso público y en pisos altos a los cuales resulta imposible atacar desde calles aledañas rodeadas de fuerzas policiales. El episodio servirá como argumento para decretar, al día siguiente, el Estado de Excepción que significaba otorgar el control de la ciudad a los militares, permitiendo el primer toque de queda decretado en democracia.

Nunca antes un estado de crisis fue espectacularizado de esta manera en la historia de los medios de comunicación en Chile, ya que las “imágenes de violencia” fueron captadas con drones y un desmedido despliegue de lenguaje audiovisual sensacionalista. La imagen de crisis estableció el terror del vandalismo para menoscabar las demandas sociales, y gatillará un inédito despliegue militar en las calles que aumentó los niveles de violencia y represión. Desde el punto de vista cultural, el día 19 de octubre quedó marcado por la imagen de las tanquetas militares ingresando a la Plaza Baquedano, pleno centro de Santiago, y donde se concentraba la protesta generalizada, lo cual estableció un constructo visual que inmediatamente alude a los años de la dictadura militar, al igual que un edificio en llamas. Este operativo habría estado únicamente destinado a generar terror sicológico en la población, transmitiéndose en cadena nacional por televisión a todo el país. Si bien las fuerzas armadas rodean la Plaza Baquedano, no ejecutan acción alguna, tratándose de una labor intimidante que únicamente tiene efectos de amedrentamiento frente a la sociedad civil. El espacio público mediado por militares propone un motivo visual radical por parte de un gobierno que se autodenomina democrático, ya que intenta aleccionar a la comunidad sobre las consecuencias de emplear el libre derecho de asociatividad.

Las primeras sospechas de construcciones comunicacionales estuvieron dadas por polémicas situaciones aún no resueltas. Una de ellas fue la filtración de un mensaje de audio de la Primera Dama de la Nación, Cecilia Morel, quien señalaba a una receptora anónima que los manifestantes querían “romper toda la cadena de abastecimiento”, generando pánico en la sociedad. Pero ¿Es factible que se filtre tan fácilmente un mensaje desde la presidencia, rompiendo todo protocolo de seguridad nacional? De momento, no existen medios de comunicación masivos que hayan abordado este caso.

Los discursos del gobierno, lejos de traer tranquilidad a la población, radicalizaron las protestas callejeras. La noche del lunes 21 de octubre, en su discurso presidencial, Sebastián Piñera intentó establecer esta contraparte orgánica de un “enemigo”, utilizando un juego semántico de oposiciones, indicando que el país estaba “en guerra contra un enemigo poderoso”, lo cual generó unánime rechazo entre la sociedad civil que se agolpó en nuevas manifestaciones callejeras y levantamiento de barricadas, creando un espontáneo slogan cuyo hashtag #noestamosenguerra se convirtió rápidamente en trending topic a nivel mundial. La eficacia en la respuesta de la comunidad significó que, al día siguiente, tanto el jefe de la Defensa Nacional, General Javier Iturriaga, como la entonces Intendenta de la Región Metropolitana, Karla Rubilar, tuvieron que salir a bajar el tono del discurso belicista hasta el día martes, cuando el presidente señalara que “a veces he hablado duro”, y luego “pedir perdón”.

A partir de este momento se produce un cambio estratégico, instalando nuevas ideas fuerza. La cuidada aparición de agrupaciones ciudadanas que emplearán “chalecos amarillos”, intentando apropiarse de la visualidad francesa, intentará hacer un contrapeso civil de orden a la representación del saqueo. Numerosos políticos proclives al gobierno aparecerán también vestidos con esta indumentaria, incluyendo a la alcaldesa de la comuna de Providencia, quien fue ampulosamente cubierta por la prensa dirigiendo el tránsito, imagen que paradojalmente fue capturada por la sociedad civil para resignificarla en clave de parodia en redes sociales, develando la conciencia de la comunidad respecto a la operación comunicacional programada.

Una campaña para que vecinos salieran a “limpiar” las calles tras las marchas, fue encabezadas por la propia Karla Rubilar, mostrándose como una intendenta “en terreno”, lo cual le valió ascender a Secretaria General algunos días después. Los conceptos de refundación y reconstrucción fueron también empleados por la dictadura chilena tras el golpe de estado de 1973, organizando grupos que salieron cubrir todos los murales que aludieran a la Unidad Popular, borrando incluso obras de la Brigada Ramona Parra y Roberto Matta.

Finalmente, un momento importante de las estrategias comunicacionales del gobierno ocurre tras la masiva protesta del 25 de octubre, realizada específicamente contra las políticas de su propio gobierno, las cuales transformarán en una domesticada figura de “marcha multitudinaria, pacífica, alegre”, travistiendo el motivo de las denuncias ciudadanas. El relato unilateral en torno a lo positivo de las “marchas pacíficas” será opuesto al estado de violencia militar impuesto por el gobierno, actualmente investigado por organismos de derechos humanos.

Por el momento, no se vislumbra la posibilidad que el gobierno dé marcha atrás en sus medidas de defensa al capital y la empresa privada, a lo cual se suma el anuncio de nuevas medidas represivas que amplían las facultades de las diversas policías. Paralelamente, la demanda ciudadana incluso sugiere una posible caída del gobierno. Los casos expuestos abren la puerta a las numerosas incertidumbres respecto a la reacción del Estado ante la comunidad intentando establecer un nuevo marco regulatorio del orden social. Operaciones como el insertar falsos registros audiovisuales en redes sociales, podría ser perfectamente posible como una nueva medida de control y orientación del terror psicológico. Así, surgen también preguntas respecto a si un movimiento social que tiende a radicalizarse, puede ser igualmente reprimido con la suficiente violencia del aparato militar para, a cambio, construir relatos paralelos que los oculten, tal como ha ocurrido en Chile y la región durante años.

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