Carta desde Europa
Cada vez más próximos, cada vez más cerca de la catástrofe

En la Alemania actual, cualquier intento de situar la guerra ucraniana en el contexto de la reorganización del sistema de Estados global tras la desaparición la Unión Soviética y del proyecto estadounidense de “Nuevo Orden Mundial” relacionado con la misma resulta sospechoso.
Tren nuclear Castor Alemania
Activistas antinucleares levantan barricadas en los caminos del bosque en el monte Göhrde, en su intento de ralentizar el tren con residuos nucleares Castor Álvaro Minguito
Wolfgang Streeck

Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia.

Todos sus artículos en El Salto.

5 nov 2022 05:10

El 17 de octubre, el Bundeskanzler Olaf Scholz se acogió a su privilegio constitucional contemplado en Artículo 65 de la Grundgesetz [Constitución alemana] para «determinar las directrices» de la política de su gobierno. Los cancilleres o cancilleras alemanes rara vez recurren a tal Artículo, si es que alguna vez lo hacen, dado que la sabiduría política indica que si lo invocan en tres ocasiones, están fuera. El asunto en liza para invocar la aplicación del mismo se refería en esta ocasión a la ampliación, durante la actual crisis energética, del tiempo de funcionamiento de las tres últimas centrales nucleares alemanas. Como resultado del drástica decisión de abandonar la energía nuclear tomada por Merkel tras el accidente de Fukushima, que pretendía arrastrar a los Verdes a una coalición con su partido, está previsto por ley que éstas queden fuera de servicio a finales de 2022.

Temerosos de los accidentes y los residuos nucleares, y también de sus votantes de clase media acomodada, los Verdes, que ahora gobiernan junto con el SPD y los liberales del FDP, se negaron a renunciar a su trofeo. El FDP, por su parte, exigió que las tres centrales, que representan alrededor del 6 por 100 del suministro eléctrico nacional alemán, se mantuvieran en funcionamiento mientras fuera necesario, es decir, indefinidamente. Para poner fin al enfrentamiento, Scholz ordenó formalmente a los Ministerios implicados en el asunto, que la política del gobierno era que las tres centrales siguieran funcionando durante tres meses y medio más hasta 2023, par ordre du mufti, como se dice en la jerga política alemana. Ambos partidos se rindieron a la evidencia, salvando la coalición por el momento.

Los Verdes –considerados recientemente por la indestructible Sahra Wagenknecht «el partido más hipócrita, distante, mendaz, incompetente y, medido por el daño que causa, más peligroso de los ahora presentes en el Bundestag»– parecen tener mucho menos miedo a las armas nucleares que a la energía nuclear. Anestesiados por el rápido aumento del número de sus compañeros de viaje surgidos en los medios de comunicación e hipnotizados por las fantasías de Biden de entregar a Putin en La Haya para ser juzgado en el Tribunal Penal Internacional, la opinión pública alemana se niega a invertir tiempo en reflexionar sobre el daño que causaría una escalada nuclear en Ucrania y lo que ello significaría para el futuro de Europa y, para el caso, de Alemania (un lugar que muchos Verdes alemanes no consideran de todos modos particularmente digno de protección). Con pocas excepciones, las élites políticas alemanas, así como su prensa de agitación y propaganda, no saben o fingen no saber nada sobre el estado actual de la tecnología de las armas nucleares, ni sobre el papel asignado a los militares alemanes en la estrategia y la táctica nucleares de Estados Unidos.

Lo que está claro es que comparado con una guerra nuclear, incluso de tipo localizado, el accidente nuclear de 1986 registrado en Chernóbil, sería absolutamente insignificante en sus efectos

A medida que la Alemania posterior al Zeitenwende speech –esto es, posterior al histórico discurso pronunciado por Olaf Scholz ante el Bundestag el pasado 27 de febrero sobre la política exterior y de seguridad alemana– se declara cada vez más dispuesta a ser la nación dirigente de Europa, su política interna se convierte indefectiblemente en un asunto de interés europeo. La mayoría de la ciudadanía alemana piensa en la guerra nuclear como una batalla intercontinental entre Rusia, antes la Unión Soviética, y Estados Unidos, con misiles balísticos equipados con cabezas nucleares que cruzan el Atlántico o, según el caso, el Pacífico. Europa puede ser golpeada o no, pero como el mundo se hundiría de todos modos, no hay necesidad de pensar realmente en ello. Tal vez por miedo a ser acusado de Wehrkraftzersetzung [subversión del poder militar], delito castigado con la pena de muerte durante la Segunda Guerra Mundial, ninguno de los sorprendentemente numerosos «expertos en defensa» surgidos de improviso en Alemania parece dispuesto a confirmar que lo que Biden denomina el Armagedón seguirá siendo durante algún tiempo una cuestión del futuro, un futuro que puede convertirse en presente sólo después de una prolongada fase de guerra nuclear «táctica», en lugar de «estratégica», verificada en Europa y de facto en los campos de batalla ucranianos.

Una de las armas de «Occidente» es la bomba nuclear estadounidense denominada B61, diseñada para ser lanzada desde aviones de combate sobre concentraciones militares en tierra. Aunque todos los miembros del actual gobierno alemán han jurado dedicarse a promover «el bienestar del pueblo alemán [y] a protegerlo de cualquier daño», ningún de ellos se referirá públicamente al tipo de lluvia radiactiva que puede producir el uso de este tipo de bomba en Ucrania, ni explicará hacia dónde la llevarán probablemente los vientos predominantes, ni mencionará cuánto tiempo permanecerá inhabitable la zona alrededor del campo de batalla bombardeado, ni cuántos niños y niñas discapacitados nacerán cerca y lejos del lugar de la explosión ni durante cuántos años: todo ello para que la península de Crimea siga siendo o vuelva a ser ucraniana. Lo que está claro es que comparado con una guerra nuclear, incluso de tipo localizado, el accidente nuclear de 1986 registrado en Chernóbil, que aceleró el ascenso de los Verdes en Alemania, sería absolutamente insignificante en sus efectos. Es destacable que los Verdes alemanes se hayan abstenido hasta ahora de pedir precauciones para proteger a la población alemana y europea contra la contaminación nuclear —reuniendo reservas de contadores Geiger o de pastillas de yodo, por ejemplo—, lo que cabía pensar que sería objeto de recomendación después de la experiencia de la Covid-19. No plantear estas cuestiones por temor a las reacción previsible de la población tiene obviamente prioridad sobre la salud pública o, para el caso, sobre la protección del medioambiente.

No es que «Occidente» no se esté preparando para una guerra nuclear. A mediados de octubre, la OTAN organizó unas maniobras militares denominadas «Steadfast Noon», descritas por el conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung como un «ejercicio anual de instrucción en el uso de armas nucleares». En el ejercicio, que tuvo lugar sobre Bélgica, el Mar del Norte y el Reino Unido, participaron sesenta aviones de combate pertenecientes a catorce países. «Frente a las amenazas rusas de utilización de armas nucleares», comentaba el Frankfurter Allgemeine Zeitung, «la Alianza Atlántica informó este año de forma activa y previsora sobre sobre las maniobras para evitar malentendidos con Moscú, pero también para demostrar su predisposición y decisión». En el centro de tal acontecimiento estaban los cinco países firmantes del «acuerdo de participación nuclear» con Estados Unidos (Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica y Turquía (¡!), a cuyo tenor algunos de los aviones de combate de los mismos pueden transportar bombas nucleares B61 estadounidenses dirigidas a objetivos designados por Estados Unidos.

Alrededor de un centenar de estas bombas B61 se hallan supuestamente almacenadas en Europa, custodiados por tropas estadounidenses. Las fuerzas aéreas alemanas mantienen una flota de bombarderos Tornado dedicada a su «participación nuclear». Se afirma, sin embargo, que los aviones están anticuados, lo cual tal vez explique que durante las negociaciones para formar el gobierno de coalición, la nueva ministra de Asuntos Exteriores entrante, Annalena Baerbock (Verdes), planteara como una exigencia no negociable que los Tornados se sustituyeran lo antes posible por treinta y cinco bombarderos furtivos F35 estadounidenses, cuya fabricación se ha ordenado en estas fechas y cuya entrega probable se verificará, previo pago de 8 millardos de euros, en un plazo aproximado de cinco años, todo ello para consternación de los franceses, que esperaban ser incluidos en el acuerdo. Se calcula que el coste de mantenimiento y las reparaciones correspondientes duplicarán o triplicarán esa cantidad a lo largo de la vida útil de los aparatos.

Es importante conocer de modo preciso en qué consisten las maniobras militares «Steadfast Noon». Durante las mismas los pilotos aprenden a derribar los aviones interceptores del enemigo y, cuando están lo suficientemente cerca del objetivo, realizan una complicada maniobra, denominada «shoulder throw» [lanzamiento por el hombro], consistente en acercarse al mismo a una altura muy baja, con una bomba nuclear fijada en la parte inferior de cada uno de los aviones, para luego invertir repentinamente la dirección efectuando un rizo hacia adelante y arrojando la bomba en el punto máximo de su ascenso. A continuación, la bomba sigue ascendiendo y avanzando en la dirección original del avión, hasta que cae trazando una curva balística que elimina lo que se supone que debe eliminar al final de su trayectoria. En ese momento el avión ya debe estar camino de vuelta a casa volando a velocidad supersónica, lo cual le habrá permitido evitar la onda causada por la explosión nuclear. Para que sus lectores se sientan bien, el informe añade, no obstante, que en el ejercicio «participarán» «bombarderos estadounidenses estratégicos B-52 de largo alcance, equipados con bombas nucleares guiadas que pueden ser lanzadas desde gran altura».

Aquellos capaces de leer detenidamente las declaraciones públicas de la coalición gobernante de los dispuestos pueden reconocer las huellas de los debates entre bastidores en curso sobre la mejor manera de evitar que la ciudadanía común y corriente se interponga en su camino. El 22 de septiembre, uno de los redactores-jefe del Frankfurter Allgemeine Zeitung, Berthold Kohler, un partidario de la línea dura donde los haya, señaló que incluso entre los gobiernos occidentales «lo impensable ya no se considera imposible». En lugar de dejarse chantajear, los «estadistas» occidentales tienen que reunir «más valor [...] si los ucranianos insisten en liberar la totalidad de su país», insistencia que no tenemos derecho a discutir. Cualquier «acuerdo con Rusia a expensas del pueblo ucraniano » equivaldría a un «apaciguamiento» y «traicionaría los valores e intereses de Occidente». Para tranquilizar a aquellos de sus lectores que, no obstante, preferirían vivir para sus familias antes que morir por Sebastopol —y a quienes hasta ahora se les había dicho que la entidad denominada «Putin» es un loco genocida totalmente impermeable a los argumentos racionales—, Kohler nos informa de que incluso en Moscú cunde ahora un miedo suficiente al «Armagedón nuclear, en el que Rusia y sus líderes también sucumbirían», como para que Occidente apoye a ultranza la concepción de Zelensky sobre el interés nacional ucraniano.

Kohler, expresando sus dudas sobre la predisposición de Estados Unidos a sacrificar Nueva York por Berlín, pidió explícitamente que Alemania adquiriera bombas nucleares propias

Sin embargo, tan sólo unos días después, uno de los miembros del gabinete de Kohler, Nikolas Busse, anunciaba sin tapujos que «el riesgo nuclear es cada vez mayor», señalando que «el ejército ruso dispone de un gran arsenal de las denominadas armas nucleares tácticas reducidas, adecuadas para ser empleadas en el campo de batalla». La Casa Blanca, de acuerdo con Busse, «ha advertido a Rusia, a través de canales directos, de las graves consecuencias» que se derivarían de su utilización. Sin embargo, no está claro que el intento estadounidense de «elevar los costes potenciales para Putin» tenga los efectos deseados. «Alemania, que se halla –continúa el artículo­– bajo la presunta protección derivada de la estrategia de Biden, se ha permitido un debate asombrosamente frívolo sobre la entrega de carros de combate a Ucrania», en referencia a los carros que permitirían al ejército ucraniano entrar en territorio ruso y provocar una respuesta nuclear, sobrepasando lo que aparentemente es el papel asignado a los ucranianos en la guerra por delegación estadounidense con Rusia: «Más que nunca no deberíamos esperar que Estados Unidos arriesgue su cabeza por las aventuras en solitario (Alleingänge) de sus aliados. Ningún presidente estadounidense pondrá el destino nuclear de su nación en manos europeas».

El artículo de Busse marcó en ese momento el perímetro de lo que el establishment político alemán consideraba adecuado que conocieran los sectores más informados de la sociedad alemana sobre el contenido de sus debates con sus aliados y sobre lo que Alemania podría tener que soportar si se permitía que la guerra continuara. Esto, sin embargo, está cambiando rápidamente. De nuevo, al cabo de apenas una semana, Kohler, expresando las mismas dudas sobre la predisposición de Estados Unidos a sacrificar Nueva York por Berlín, pidió explícitamente que Alemania adquiriera bombas nucleares propias, algo que había estado siempre completa y evidentemente fuera de los límites del pensamiento político aceptable en Alemania. Mientras que una capacidad nuclear alemana debía ofrecer seguridad frente a la imprevisibilidad de la política interna y la estrategia global estadounidenses, también constituiría una condición previa para el liderazgo alemán en Europa ahora independiente de Francia y más cercano a la concepción del mundo de países de Europa del Este como Polonia.

A mediados de octubre, Suecia, que ha solicitado su ingreso en la OTAN, anunció que se reservaría los resultados de su investigación sobre la voladura de los gaseoductos Nord Stream

Goethe dijo que Frankfurt, su ciudad natal, «está llena de rarezas». Lo mismo puede decirse hoy de Berlín y, de hecho, de Alemania. Suceden cosas extrañas, cuya reflexión pública está estrechamente controlada por una sólida coalición entre los partidos centristas y los medios de comunicación, además de sostenida hasta un punto sorprendente por la censura autoimpuesta en la sociedad civil, de cada uno de nosotros y de los demás. Ante nuestros ojos, una potencia regional de tamaño medio, a primera vista democrática, se está convirtiendo, y se está convirtiendo por sí misma, en una dependencia transatlántica de las grandes máquinas de guerra estadounidenses, de la OTAN al Estado Mayor Conjunto, del Pentágono a la NSA, y de la CIA al Consejo de Seguridad Nacional.

Cuando el 26 de septiembre los dos gaseoductos North Stream 1 y 2 fueron volados en un demoledor ataque submarino, los poderes fácticos intentaron durante unos días convencer a la opinión pública alemana de que el autor sólo podía haber sido «Putin» con la intención de demostrar a los alemanes que no se volvería a los viejos tiempos del gas barato. Sin embargo, pronto quedó claro que esto desbordaba la credulidad incluso del más crédulo de los Untertanen [siervos] alemanes. ¿Por qué el denominado «Putin» habría de privarse voluntariamente de la posibilidad, por remota que fuera, de volver a atraer a Alemania a la dependencia energética, tan pronto como los alemanes fueran incapaces de pagar el asombroso precio del gas natural líquido estadounidense? Y, ¿por qué no habría volado Rusia los gaseoductos de su propiedad, total o parcial, instalados en aguas rusas y no en aguas internacionales, estando estas últimas más vigiladas que cualquier otro escenario marítimo del planeta excepto, quizá, el Golfo Pérsico? ¿Por qué arriesgarse a que un escuadra de choque rusa, cuyo tamaño sin duda habría sido considerable, fuera sorprendida con las manos en la masa, desencadenando un enfrentamiento directo con varios Estados miembros de la OTAN en virtud del Artículo 5 del Tratado Atlántico?

Al carecer de una «narrativa» mínimamente creíble –la nueva palabra en la jerga culta para designar una historia fabricada con un propósito– el asunto fue efectivamente abandonado al cabo de una semana. Dos días después de la explosión, un solitario reportero de un minúsculo periódico local con sede en la entrada del Mar Báltico observó que el USS Kearsarge, un «buque de ataque anfibio» preparado para transportar hasta dos mil soldados, abandonaba el Báltico en dirección oeste, acompañado de dos lanchas de desembarco; una fotografía de dos de los tres poderosos buques se abrió paso en internet. Ningún miembro del establishment político alemán ni medio de comunicación nacional alguno se dio por enterado y menos aún abordó el asunto públicamente. A mediados de octubre, Suecia, que ha solicitado su ingreso en la OTAN, anunció que se reservaría los resultados de su investigación sobre el suceso, porque la calificación de seguridad era demasiado alta como «para compartir sus conclusiones con otros Estados como Alemania». Poco después, Dinamarca también se retiró de la investigación conjunta.

En cuanto a Alemania, el pasado 7 de octubre el gobierno tuvo que responder en el Bundestag a la pregunta de un miembro de Die Linke sobre lo que sabía de las causas y los autores de los ataques a los gaseoductos Nordstream 1 y 2. Más allá de afirmar que los consideraba «actos de sabotaje», el gobierno afirmó no tener ninguna información al respecto y añadió que probablemente tampoco la tendría en el futuro. Además, «tras un cuidadoso examen, el gobierno federal ha llegado a la conclusión de que no puede darse más información sobre el asunto por razones de interés público» (en alemán, aus Gründen des Staatswohls, literalmente: por razones de bienestar del Estado, un concepto aparentemente inventado siguiendo el modelo de otro neologismo acuñado por los Verdes, Tierwohl, bienestar animal, que en la reciente jerga jurídica alemana se refiere a lo que los criadores de pollos y cerdos deben permitir hacer a sus animales para que sus prácticas agrícolas puedan considerarse como «sostenibles»). Esto, continúa la respuesta, se debe a que «la información solicitada está sujeta a las restricciones de la “regla de terceros”, que se refiere al intercambio interno de información entre los servicios de inteligencia» y, por lo tanto, «afecta a intereses de secreto que requieren protección de modo tal que el Staatswohl supera el derecho parlamentario a la información, por lo que el derecho de los diputados a hacer preguntas en estos casos debe quedar excepcionalmente subordinado al mencionado interés de secreto del gobierno federal». Que este escritor sepa, este intercambio no ha sido mencionado en absoluto en los medios de comunicación alemanes orientados en pro del Staatswohl.

Hay más acontecimientos ominosos de este tipo. En un procedimiento acelerado que duró sólo dos días, el Bundestag, utilizando un lenguaje suministrado por el Ministerio de Justicia en manos del supuestamente liberal FDP, modificó el Artículo 130 del Código Penal alemán para convertir en delito «la aprobación, la negación o la minimización (verharmlosen)» del Holocausto. El pasado 20 de octubre, una hora antes de la medianoche, se aprobó un nuevo parágrafo, oculto en un proyecto de ley ómnibus relacionado con cuestiones técnicas referidas a la creación de registros centrales, que añadía los «crímenes de guerra» (Kriegsverbrechen) a los comportamientos que no deben ser objeto de aprobación, negación o minimización. La coalición gobernante y la CDU/CSU votaron a favor de la enmienda, Die Linke y Alterantive für Deutschland votaron en contra. Ni se informó a la opinión pública sobre esta modificación del Código Penal, ni hubo debate público alguno al respecto. De acuerdo con el gobierno, la enmienda era necesaria para la transposición a la legislación alemana de una directiva de la Unión Europea, que regulaba la lucha contra el racismo. Con dos excepciones menores, la prensa alemana no informó de lo que no es otra cosa sino un golpe de Estado legal. (Tan solo semanas después el Frankfurter Allgemeine Zeitung protestó, porque la utilización del Artículo 130 para este fin era incompatible con el carácter único del Holocausto).

Dentro de poco, es posible que el Fiscal Federal inicie un proceso judicial contra alguien que compare los crímenes de guerra rusos cometidos en Ucrania con los perpetrados por Estados Unidos en Iraq, «minimizando», por consiguiente, los primeros (¿o los segundos?). Del mismo modo, es posible que la Bundesamt für Verfassungsschutz [Oficina Federal para la Protección de la Constitución] comience pronto a poner bajo observación formal a los «minimizadores» de los «crímenes de guerra», incluyendo la vigilancia de sus teléfonos y de su correo electrónico. En un país en el que casi todo el mundo saludó a su vecino a la mañana siguiente de la Machtübernahme [toma del poder por los nazis] con un Heil Hitler en lugar de decirle Guten Tag, es probable que el «efecto escalofriante» de estas disposiciones sea de suma importancia. ¿Qué periodista o académico que tenga que alimentar a una familia o que desee avanzar en su carrera se arriesgará a ser «observado» por el Ministerio del Interior como potencial «minimizador» de los crímenes de guerra rusos?

Otros ejemplos de lo públicamente indecible en Alemania son el armamentismo sin precedentes acometido por parte de Estados Unidos durante la «Guerra contra el Terror»

También en otros aspectos, el corredor de lo que puede decirse se está estrechando rápida y aterradoramente. Al igual que sucedió con la destrucción de los gaseoductos Nordstream 1 y 2, los tabúes más fuertes pesan sobre el papel desempeñado por Estados Unidos, tanto en la historia previa del conflicto como en su conducta actual. En el discurso público admisible, la guerra ucraniana, que se espera que todos los ciudadanos leales llamen invariablemente «la guerra de agresión de Putin» (Angriffskrieg), se descontextualiza por completo: no tiene historia al margen de la «narrativa» de una década de cavilaciones sobre cómo acabar con el pueblo ucraniano rumiadas por un dictador loco encerrado en el Kremlin, estrategia facilitada por la estupidez, además de la codicia, mostrada por los alemanes, atrapados en la trampa del suministro barato del gas ruso.

Quien esto escribe descubrió este modus operandi, cuando la entrevista que había concedido a la edición de Internet de un semanario alemán de centro-derecha, Cicero, fue amputada sin consultar al autor de la misma: entre lo que no debe mencionarse en la sociedad alemana educada se cuenta el rechazo estadounidense de la «Casa Común Europea» propuesta por Gorbachov, la subversión en Estados Unidos del proyecto de Clinton de una «Asociación para la Paz» y el rechazo, ya en 2010, de la propuesta de Putin de crear una «zona europea de libre comercio desde Lisboa hasta Vladivostok». Tampoco puede mencionarse el hecho de que ya a mediados de la década de 1990 Estados Unidos había decidido que la frontera de la Europa poscomunista tenía que ser idéntica a la frontera occidental de la Rusia poscomunista, que también sería la frontera oriental de la OTAN, al oeste de la cual no debía existir restricción alguna al estacionamiento de tropas y sistemas armamentísticos. Lo mismo ocurre con los extensos debates estratégicos en curso en Estados Unidos en torno a la «sobretensión de Rusia», como demuestran los documentos de trabajo de la RAND Corporation de acceso público.

Otros ejemplos de lo públicamente indecible en Alemania son el armamentismo sin precedentes acometido por parte de Estados Unidos durante la «Guerra contra el Terror», efectuado al hilo de la rescisión unilateral de todos los acuerdos de control de armas que quedaban en vigor con la antigua Unión Soviética; la implacable presión ejercida sobre Alemania por Estados Unidos para que, tras la invención del fracking, sustituyera el gas natural ruso por su gas natural licuado, lo cual culminó con la decisión estadounidense, tomada mucho antes del inicio de la guerra, de clausurar de una u otra manera el gaseoducto Nordstream 2; las negociaciones de paz que precedieron a la guerra, incluidos los Acuerdos de Minsk firmados por Alemania, Francia, Rusia y Ucrania, negociados, entre otros, por el entonces ministro de Asuntos Exteriores alemán, Frank-Walter Steinmeier, que se desmoronaron bajo la presión del gobierno de Obama y de su enviado especial para la cooperación estadounidense-ucraniana, el entonces vicepresidente Joe Biden, desmoronamiento que coincidió con la radicalización del nacionalismo ucraniano (hoy Steinmeier sigue confesando y arrepintiéndose públicamente de sus pecados pasados como pacifista, para lo cual utiliza un lenguaje que le impide efectivamente considerar cualquier régimen de seguridad europeo futuro previo a un cambio de régimen en Rusia); y, no menos importante, la conexión existente entre las estrategias perseguidas por Biden en el tablero europeo y en Asia sudoriental, especialmente en lo que atañe a los preparativos por parte de Estados Unidos de la guerra con China.

Esto último pudo vislumbrarse cuando el almirante Mike Gilday, Jefe de Operaciones Navales de Estados Unidos, hizo saber en una audiencia ante el Congreso estadounidense celebrada el 20 de octubre pasado, que Estados Unidos tenía que estar preparado «para una ventana de oportunidad en 2022 o potencialmente en 2023» a fin de desencadenar la guerra con China en torno a Taiwán. A pesar de toda su obsesión con Estados Unidos, el hecho banalmente conocido por la opinión pública transatlántica de que la guerra de Ucrania es de hecho una guerra por delegación entre Estados Unidos y Rusia se le escapa por completo a la opinión pública oficial alemana, mientras siguen pasando deliberadamente desapercibidas las voces de gente como Niall Ferguson o Jeffrey Sachs, que advierten urgentemente contra el la prepotencia bélica nuclear, el primero en un artículo publicado en Bloomberg, titulado «How Cold War II Could Turn into World War III», que ningún editor alemán con mentalidad Staatswohl habría aceptado publicar.

En la Alemania actual, cualquier intento de situar la guerra ucraniana en el contexto de la reorganización del sistema de Estados global tras la desaparición la Unión Soviética y del proyecto estadounidense de «Nuevo Orden Mundial» relacionado con la misma resulta sospechoso. Quienes sugieren esta perspectiva corren el riesgo de ser tachados de Putinversteher [comprensivos con Putin] y de ser invitados a una de las tertulias cotidianas de la televisión pública para enfrentarse a una armada de neoguerreros de derecha, que le apabullarán a gritos por su «falsa ecuanimidad». Al principio de la guerra, el 28 de abril, Jürgen Habermas, filósofo de la corte de los Verdes alemanes, publicó un largo artículo en el Süddeutsche Zeitung, bajo el largo título de «Schriller Ton, moralische Erpressung: Zum Meinungskampf zwischen ehemaligen Pazifisten, einer schockierten Öffentlichkeit und einem abwägenden Bundeskanzler nach dem Überfall auf die Ukraine» [Tono estridente, chantaje moral: sobre la batalla de opinión entre los antiguos pacifistas, una opinión pública conmocionada y un canciller ponderado tras el ataque a Ucrania]. En él discrepaba del exaltado moralismo de los neobelicistas presente entre sus seguidores, expresando con cautela su apoyo a lo que en aquel momento parecía ser una reticencia por parte del Bundeskanzler a implicarse de lleno en la guerra de Ucrania. Por ello, Habermas fue acérrimamente atacado desde el seno de lo que en su opinión debe haber pensado que era su campo, habiendo permanecido en silencio desde entonces.

A quienes podrían haber esperado que su voz, aún potencialmente influyente, contribuyera a sus esfuerzos cada vez más desesperados por evitar que la política alemana quede fijada para siempre en la Endsieg ucraniana [victoria final, término de regusto nazi en alemán], cueste lo que cueste esta, les queda el jefe del grupo parlamentario del SPD, Rolf Mützenich, un antiguo profesor universitario de relaciones internacionales.

Lo que no deja de ser sorprendente es la cantidad de partidarios de la línea dura e intransigente que han salido de sus escondites durante los últimos meses en Alemania

Mützenich se ha convertido en objeto de odio de la nueva coalición bélica presente dentro y fuera del gobierno, que trata de presentarlo como una reliquia previa al Zeitenwende speech, cuando la gente todavía creía que la paz podía ser posible incluso sin la destrucción militar de cualquier imperio malvado que se interpusiera en el camino de Occidente. En un reciente artículo sobre el trigésimo aniversario de la muerte de Willy Brandt, publicado en un oscuro boletín socialdemócrata, Mützenich advertía del inminente «fin del tabú nuclear» y argumentaba que «la diplomacia no debe limitarse al rigor ideológico o a la enseñanza moral. Debemos reconocer que hombres como Vladimir Putin, Xi Jinping, Viktor Orbán, Recep Tayyip Erdoğan, Mohammed bin Salman, Bashar al-Assad y muchos otros influirán en la suerte de sus respectivos países, en la de sus vecinos y en la del mundo durante más tiempo del que nos gustaría». Será interesante ver cuánto tiempo sus partidarios, muchos de ellos jóvenes diputados del SPD recién elegidos, conseguirán mantenerlo en su puesto.

Lo que no deja de ser sorprendente es la cantidad de partidarios de la línea dura e intransigente que han salido de sus escondites durante los últimos meses en Alemania. Los hay que se presentan como «expertos» en Europa del Este, en política internacional o en asuntos militares, creyendo que es su deber occidental ayudar a la opinión pública a negar la realidad en ciernes de las explosiones nucleares en territorio europeo; otros son ciudadanos normales, que de repente disfrutan siguiendo las batallas de tanques en internet y apoyando a «nuestro» bando. Algunos de los publicistas más belicosos activos en estos momentos en Alemania solían pertenecer a la izquierda, definida esta con un criterio laxo; hoy están más o menos alineados con el partido de los Verdes representado emblemáticamente al respecto por la nueva ministra de Asuntos Exteriores, Annalena Baerbock.

Al adoptar el occidentalismo, la izquierda verde europea puede esperar, por una vez, no sólo estar en el lado correcto, sino también en el lado ganador

Baerbock, una extraña combinación de Juana de Arco y Hillary Clinton, es uno de los sorprendentes productos de los llamados «jóvenes líderes globales», designados y cultivados por el World Economic Forum. Lo más característico de la versión del izquierdismo propugnada por Baerbock es su afinidad con Estados Unidos, el Estado y la sociedad más propensos a la violencia del mundo contemporáneo. Para entender esto, puede resultar útil recordar que esta generación nunca ha experimentado la guerra, como tampoco la ha conocido la de sus padres; y, de hecho, podemos suponer con toda seguridad que sus miembros masculinos han evitado todos, como objetores de conciencia, el servicio militar obligatorio hasta que este fue suspendido, entre otras cosas por la presión electoral de los Verdes. Además, ninguna generación precedente ha crecido de modo tan intenso bajo la influencia del poder blando estadounidense, manifestado en la música pop, el cine y la moda, además de por una sucesión de movimientos sociales y modas culturales, conspicuamente copiados con prontitud y entusiasmo en Alemania para llenar el vacío causado por la ausencia durante varias décadas de cualquier contribución cultural original de esta cohorte de edad notablemente epigonal (una ausencia que se denomina eufemísticamente cosmopolitismo).

Si se profundiza en ello, el americanismo cultural, incluido su expansionismo idealista, transmite la promesas de un individualismo libertarista que en Europa, a diferencia de Estados Unidos, se considera incompatible con el nacionalismo, que resulta ser el anatema de la izquierda verde. Esto deja como única posibilidad de identificación colectiva un «occidentalismo» generalizado, mal entendido como un universalismo basado en «valores», que es en realidad un americanismo agrandado exponencialmente inmune a la contaminación por la realidad de la sociedad estadounidense. El occidentalismo, abstraído de las necesidades, los intereses y los compromisos nacionales y locales particulares de la vida cotidiana, es inevitablemente moralista; sólo puede vivir en Feindschaft [enemistad] con un no occidentalismo moralmente diferente y, por lo tanto, inmoral a sus ojos, que en la tradición estadounidense no puede vivir y, en última instancia, debe morir. Además, al adoptar el occidentalismo, la izquierda verde europea puede esperar, por una vez, no sólo estar en el lado correcto, sino también en el lado ganador, ya que el poder militar estadounidense le promete que esta vez, por fin, no estarán luchando por una causa perdida.

Además, el occidentalismo equivale a la internacionalización, bajo el robusto liderazgo estadounidense, de las guerras culturales que los Verdes de todas las denominaciones libran en sus respectivos países, inspirados por sus modelos de conducta vigentes en Estados Unidos (aunque allí la guerra puede estar a punto de perderse al menos en el ámbito doméstico). En la mente occidentalizada Putin y Xi, Trump y Truss, Bolsonaro y Meloni, Orbán y Kaczyński son todos lo mismo, todos «fascistas», igual que en casa lo son las TERF [trans-exclusionary radical feminist] y los demás enemigos designados. Con la instilación del sentido histórico restaurado en la desarraigada vida individualizada de la anomia tardocapitalista, existe ahora de nuevo la oportunidad de luchar e incluso de morir, si no es por otra cosa, al menos por los «valores» comunes de la humanidad, lo cual ofrece una oportunidad para el heroísmo, algo que parecía perdido para siempre en los estrechos horizontes y el limitado provincianismo consagrado en las complejas instituciones de la Europa occidental posbélica y poscolonial. Lo que hace que el idealismo de los Verdes sea asequible en la vida cotidiana es que hoy luchar y morir puede delegarse en apoderados, ahora personas, pronto quizá algoritmos. Por el momento no exige nada más que conseguir que tu respectivo gobierno envíe armas pesadas al pueblo ucraniano, cuyo ardiente nacionalismo hasta hace unos meses habría parecido poco menos que repulsivo a los cosmopolitas verdes, mientras ahora se celebra su voluntad de poner sus vidas en juego por la causa no sólo de recuperar Crimea para su país, sino también por la del occidentalismo de los europeo-occidentales.

Por supuesto, para que la gente de a pie permanezca al lado de su bandera hay que idear «narrativas» eficaces para convencerles de que el pacifismo es una traición o una enfermedad mental. También hay que hacer creer a la gente que, a diferencia de lo que dicen los derrotistas para minar la moral de Occidente, la guerra nuclear no es una amenaza: o bien el loco ruso resultará no estar lo suficientemente loco como para seguir con sus delirios, o bien, si realmente no se detiene, los daños seguirán siendo locales y, por consiguiente, limitados a un país cuyos hombres y mujeres, como nos asegura cada noche su presidente en la televisión, no tienen miedo de morir tanto por su patria como, en palabras de von der Leyen, por «la familia europea», la cual, cuando llegue el momento, les invitará a entrar con todos los gastos pagados.

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Solicitan la mayor indemnización económica pedida contra una administración por no contar con un verdadero plan de prevención de riesgos laborales para atención primaria.
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Racismo institucional Diallo Sissoko, una víctima más del sistema de acogida a migrantes
La muerte de este ciudadano maliense durante su encierro en el CAED de Alcalá de Henares ha puesto de manifiesto algunas de las deficiencias del sistema de acogida a migrantes en el Estado español.

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Palabras contra el Abismo Lee un capítulo de ‘Café Abismo’, la primera novela de Sarah Babiker
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25 de noviembre Con el lema “Juntas, el miedo cambia de bando”, el movimiento feminista llama a organizarse este 25N
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