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Carta desde Europa
De la integración a la cooperación: menos Europa para más Europa
Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia.
¿Cuándo, si no ahora, a cuatro meses vista de las elecciones que conformarán el nuevo Parlamento de la Unión Europea (UE), sería el momento adecuado para preguntarse en qué debería consistir en última instancia la unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa, tal y como se invoca habitualmente en Bruselas, cuándo sería el momento para interrogarse sobre cuál debería ser su finalité, como les gusta expresarlo a los franceses? En realidad, ésta debería ser la pregunta de todas las preguntas tanto en Bruselas como en las capitales de los Estados miembro europeos. Sin embargo, aunque la misma siempre está flotando de algún modo por encima de las mesas de las diversas conferencias internacionales, la mencionada pregunta se mantiene al margen de los asuntos cotidianos europeos con asombrosa virtuosidad, lo cual se debe a que cualquier intento de abordarla podría poner fin al perenne autoengaño de los europeos respecto a la UE: a saber, que todo el mundo imagina que la UE es la misma cosa y que esta es exactamente lo que ellos mismos imaginan que es.
La exclusión pragmática de un problema, que no se aborda explícitamente, porque su consideración provocaría una disputa tras otra, puede constituir un refinado arte político. Sin embargo, tal estrategia sólo es útil mientras nadie perturba el pacto del silencio y éste no interfiere en la práctica material cotidiana. En lo que se refiere a la UE, sin embargo, este punto de inflexión ha llegado finalmente tras la aparición de opositores más o menos «de derecha», que quieren saber de boca de los administradores del «proyecto europeo», de modo airado y sin contemplaciones, cuál será el resultado final de la misma. Atenerse a las pautas de comportamiento habitual frente a un coro creciente como éste se antoja como un grave error tanto desde un punto de vista pragmático, porque alimenta todavía más el aumento del resentimiento, como desde un punto de vista democrático, porque la democracia resulta dañada, si su clase política se envuelva en un manto de silencio en torno a un consenso endógeno frente a una opinión pública cada vez más inquisitiva.
En la actualidad, ningún Estado miembro de la UE pone en tela de juicio su soberanía nacional; de hecho, ni siquiera la propia Alemania, que imagina la Europa de la UE integrada como una Alemania (occidental) ampliada
Dado el peso de Alemania en la UE, en la que el gobierno de Scholz reclama ahora abiertamente el papel de líder, resulta particularmente conveniente examinar con más detalle la idea alemana de la finalité europea. Esta idea alemana ha previsto tradicionalmente un Estado central más o menos federalista, una «Europa unida», en la que los Estados-nación europeos se convierten paulatinamente en estados federales, que ceden su soberanía al gobierno federal a tenor del derecho constitucional o de los usos y costumbres, cesión impulsada por tendencias intrínsecas de centralización, bien conocidas en el federalismo alemán, que superan todas las promesas formales de descentralización. El problema es que esta visión no sólo no es compartida por ningún otro Estado miembro, sino que está irremediablemente desfasada, dada la evolución que ha seguido la UE durante las tres últimas décadas.
Por supuesto, ello también podría mantenerse en secreto, algo que, como era de esperar, los programas electorales de los partidos del bloque germano-europeo se afanan por hacer por todos los medios a su alcance. Durante un tiempo pareció que la cosa podía funcionar, siempre y cuando la única voz disidente viniera de Alternative für Deutschland (AfD), convertida ahora en el enemigo público número uno en el Estado y la sociedad alemanes de la mano de su proyecto, ahora dejado de lado, de Dexit, esto es, de convocatoria de un referéndum similar al británico para abandonar la UE. Recientemente, sin embargo, las cosas pueden haber cambiado, ya que un nuevo partido, la Bündnis Sahra Wagenknecht –Für Vernunft und Gerechtigkeit (Alianza Sahra Wagenknecht –por la Razón y la Justicia, BSW), ha presentado un programa electoral para la UE, que los medios de comunicación alemanes, celosamente antieuroescépticos, podrían encontrar difícil de excluir del debate político, si bien no puede descartarse que se las arreglen una vez más para perder la oportunidad de poner al día el debate alemán sobre Europa.
Para comprender la importancia del programa europeo de la BSW parece útil empezar señalando que, al margen de Alemania, todo el mundo es consciente de que el concepto integracionista alemán de integración ha fracasado, al menos en lo referido a la ampliación hacia el Este y a la unión monetaria. En la actualidad, ningún Estado miembro de la UE pone en tela de juicio su soberanía nacional; de hecho, ni siquiera la propia Alemania, que imagina la Europa de la UE integrada como una Alemania (occidental) ampliada, del mismo modo que Francia concibe su «Europa soberana» como una ampliación horizontal del Estado francés, lo cual, de acuerdo con su tradición, resulta absolutamente ineluctable. La razón es que la UE actual es demasiado heterogénea para que ningún país europeo, ni siquiera Luxemburgo, permita que su soberanía sea absorbida por un euro Estado integrado; el ideal germano-europeo de un Estado federal dotado de un dispositivo incremental de competencias endógeno es incompatible con la diversidad dramáticamente creciente de los Estados y sociedades, que ahora se organizan en la UE.
Una rápida mirada alrededor muestra las profundas grietas que recorren la UE, que había pasado de seis a veintiocho miembros para reducirse a veintisiete gracias al Brexit, las cuales están bloqueando constantemente el camino hacia una integración europea de corte alemán. En el sur del continente europeo, en Italia, a pesar de la larga pertenencia del país, que se cuenta por décadas, a la UE y a la Unión Monetaria Europa, nos encontramos con una primera ministra, que en Alemania es considerada neofascista, sólidamente asentada en su cargo tras el espectacular fracaso de la serie de virreyes enviados desde «Europa» a la península Italiana, que corren de Mario Monti a Mario Draghi, el super Mario de Bruselas, de Goldman Sachs y del BCE de Frankfurt.
Francia ya no está dispuesta a participar en el tan cacareado «tándem» franco-alemán o germano-francés concebido como gobierno informal de una Europa integrada
En el este, el trasplante de las instituciones de la democracia europea occidental de posguerra está resultando tan conflictivo internamente como inaplicable desde el exterior; en el norte, Dinamarca y Suecia siguen fuera de la unión monetaria, mientras Noruega lo está de la UE; y en el oeste, uno de los tres países mayores de Europa, el Reino Unido, la ha abandonado debido a la incompatibilidad de su política y su constitución con el modelo estándar de la misma. Además, el ahora segundo mayor Estado miembro, Francia, pronto podría ser gobernado por otra neofascista, expresado en lenguaje político alemán. En estos momentos, Francia ya no está dispuesta a participar en el tan cacareado «tándem» franco-alemán o germano-francés concebido como gobierno informal de una Europa integrada. La predicción de Helmut Kohl, lanzada al final de su cancillería, de que el Reino Unido pronto se uniría a la unión monetaria para luego pasar todos los Estados rápidamente a la unión política fue tan descaradamente errónea como la esperanza de Wolfgang Schäuble, acariciada durante toda su vida, de que la force de frappe francesa sumada a la «participación» de Alemania en la gestión del armamento nuclear estadounidenses estacionado en su territorio podrían combinarse de algún modo para formar una potencia nuclear europea integrada.
El hecho de que una entidad heterogénea como la UE es ingobernable desde arriba, tanto tecnocrática como políticamente, quedó demostrado inapelablemente después de 2008, cuando Merkel y Sarkozy rescataron a los bancos alemanes y franceses como solución a la crisis financiera sin ser capaces avanzar hacia la unión bancaria. Pocos años más tarde, durante la crisis de la Covid-19, tras el fracaso de la Comisión Europea a la hora de conseguir vacunas y aplicar medidas de protección uniformes mientras las fronteras interiores permanecían abiertas, los Estados miembro pasaron rápidamente a ocuparse, lo mejor que pudieron, de la salud de sus poblaciones de acuerdo con las condiciones nacionales. El fondo especial de «reconstrucción» de 750 millardos de euros, financiado mediante la emisión de deuda en contravención de los Tratados vigentes, se esfumó sin efecto. Esto fue especialmente cierto en Italia, su verdadero objetivo, donde la reestructuración nacional de acuerdo con el modelo de Bruselas iba a ser llevada a cabo por Mario Draghi, llamado desde su retiro para cumplir este objetivo. Sin embargo, su mandato como primer ministro de una coalición, que integraba a la totalidad de los partidos del arco parlamentario italiano excepto a Fratelli d’Italia, terminó con su dimisión después de poco más de un año de gobierno. No obstante, hoy se habla de una nueva reedición del mencionado fondo.
Los Estados miembro pueden pedir a la UE que les dicte desde arriba políticas que no podrían vender por sí solos a sus votantes
Otro ámbito político en el que la UE es incapaz de conciliar los intereses de sus Estados miembro es y sigue siendo la inmigración. A este respecto, un Estado tras otro se ha visto obligado a idear sus propias medidas, porque hablar de «soluciones» sería una exageración. En esta situación se halla también Alemania, que en realidad había querido utilizar a la UE para no tener que lidiar con el asunto en el ámbito nacional. Por otro lado, cuando estalló la guerra de Ucrania, la UE se encontró excluida de las negociaciones entabladas entre Rusia y Estados Unidos en el otoño e invierno de 2021/2022, y se mostró incapaz de otorgar una oportunidad a los Acuerdos de Minsk negociados por Alemania, Francia, Rusia y Ucrania. Una vez iniciada la guerra, la UE fue reclutada por Estados Unidos y la OTAN para elaborar las sanciones económicas impuestas contra Rusia, aduciendo su supuesta experiencia en política económica y comercio exterior; un año después, la economía rusa seguía creciendo, mientras Europa Occidental y en particular Alemania entraban en recesión.
¿Por qué los Estados miembro o, dicho con mayor exactitud, sus clases políticas, se aferran a pesar de todo a la UE, habiendo visto hacerlo recientemente incluso a políticas netamente derechistas como Meloni y Le Pen? En parte estas clases políticas nacionales se aferran a la Unión Europea, porque han aprendido a utilizarla como escenario para la prosecución de sus intereses nacionales, implementados mediante acuerdos realizados en la invisibilidad de la jungla institucional que es el sistema de la UE. Ese sistema, además, permite trasladar los problemas nacionales y la responsabilidad de abordarlos hacia arriba, a un super Estado europeo imaginado, para evitar tener que tratarlos directamente. Además, los Estados miembro pueden pedir a la UE que les dicte desde arriba políticas que no podrían vender por sí solos a sus votantes. También existe la posibilidad, cada vez más real, de utilizar la UE como receptáculo de la deuda contraída no como deuda nacional, sino como deuda colectiva europea, que los votantes serían menos propensos a desaprobar. Y, en general, la impenetrabilidad del complejo institucional bruselense permite presentarlo ideológicamente como un proceso en marcha, lento pero seguro, hacia un super Estado integrado en el que todo irá mejor: un flamante Estado ideal de nuevo tipo hecho a medida y cuya frescura está garantizada.
Unión Europea
Industria militar Los halcones preparan el escenario de guerra y la industria armamentística recibe el mensaje con euforia
Un proyecto europeo renovado de forma realista, cuya finalité fuera objeto de revisión para dejar de ser integracionista, como el sugerido por primera vez en Alemania por el programa de Sahra Wagenknecht, pondría fin a este tipo de juegos: al abuso de las instituciones comunitarias para coadyuvar a la política encubierta de los respectivos intereses nacionales, lo cual fomenta el cinismo político y daña la credibilidad democrática de los Estados miembro; al desplazamiento de la responsabilidad a un pseudogobierno central democráticamente inaccesible y tecnocráticamente incompetente, que no hace sino exacerbar los problemas existentes; y a la difusión de ilusiones de un futuro completamente diferente en el que lo que realmente se necesitan son instituciones políticas, cuyos gobernantes puedan ser obligados a rendir cuentas democráticamente. Para ello sería esencial reconocer el papel central de los Estados nacionales en el sistema estatal europeo en lugar de lamentarlo y abstenerse de exigir «soluciones europeas» donde no las hay; igualmente sería crucial remediar el «déficit democrático» mediante el fortalecimiento del papel europeo de los respectivos parlamentos de los Estados miembros en lugar de pedir una y otra vez más poderes para un Parlamento Europeo, que no lo es ni puede serlo: en resumen, se trataría de tomarse en serio el principio de subsidiariedad proclamado en los Tratados de la UE y de abandonar la ilusoria esperanza de una superpolítica integrada dotada de supersoluciones uniformes procedentes de un super Estado europeo, diseñado de acuerdo con el modelo del Estado-nación europeo, en particular del alemán, pero de mayores dimensiones, más hermoso e históricamente inocente.
El programa electoral europeo de la BSW no es un proyecto de programa de gobierno europeo, entre otras cosas porque no cree en el gobierno europeo. Esto es precisamente lo que lo hace refrescantemente original, en particular en el contexto alemán: no «más Europa», que es el eslogan estereotipado de todos los demás partidos alemanes, sino una Europa diferente: una comunidad de Estados no jerárquica, no imperialista e igualitaria, dotada de su organización internacional concebida como el marco jurídico y la plataforma institucional útil para implementar acuerdos internacionales de resolución de problemas que rindieran cuentas a escala nacional, una Europa de la cooperación en lugar de la integración basada en el respeto de la soberanía nacional y de la democracia. Hace tiempo que existen palabras para nombrar esto: una Europa a la carta, una Europa de las patrias –o, en su caso, de las matrias– o una Europa de geometría variable, variantes todas ellas mal vistas por los centralistas de Bruselas por razones obvias. Para que estas hipótesis se conviertan en algo más que en recuerdos lejanos de un pasado preintegracionista, los sueños de los Verdes de utilizar la UE para la reeducación cultural de las sociedades insuficientemente liberales de Europa del Este tendrían que archivarse, al igual que Frau von der Leyen tendría que abandonar sus esperanzas de convertirse algún día en la líder de un supergobierno europeo. En lugar de ello, ella y sus compañeros integracionistas tendrían que soportar una UE convertida en una consultoría para la cooperación entre sus Estados miembro, que asiste en lugar de gobernar su acción colectiva, así como convertida en guardiana de la diversidad de los intereses y las formas de vida de los territorios de Europa en lugar de ser una agencia burocrática de estandarización social y económica.
Una UE renovada y, podría añadirse, rescatada políticamente de esta manera sabría que Alemania necesita un régimen de inmigración diferente al de Grecia y viceversa; sabría que Polonia quiere y necesita elaborar su propio derecho de familia al igual que Alemania necesita elaborar el suyo, en lugar de que le dicten desde arriba una versión «progresista» del mismo; sabría que Italia necesita una política industrial adaptada a su economía en lugar de tener que sustituir esta por una economía que se adapte al mercado interior, al igual que sabría que Francia necesita una política fiscal que respete el papel del Estado en la economía política francesa en lugar de tener que soportar un régimen fiscal alemán, etcétera, etcétera. Aunque a primera vista una menor integración de este tipo parecería que significa menos Europa, su implementación despejaría conflictos políticos divisorios y disfunciones gubernamentales y, en este sentido, equivaldría, de hecho, a más Europa, como sugería el difunto sociólogo estadounidense Amitai Etzioni en el capítulo dedicado a la UE de su último libro, Reclaiming Patriotism, 2019.
Tal y como están las cosas en la UE, un cambio en esta dirección no puede ser el resultado de un gran reajuste europeo y el programa de Wagenknecht se abstiene sabiamente de pedirlo. Lo que es ingobernable desde arriba también es irreformable desde arriba. De hecho, la UE como institución está estructurada de la forma en que lo está para que el progreso hacia la integración sea irreversible; donde no puede avanzar, como ahora, sólo puede estancarse. La buena noticia, sin embargo, es que para insuflar nueva vida a una organización que se ha quedado desfasada, basada como está en el absurdo supuesto de que los Estados-nación democráticos pueden someterse al control jerárquico de una burocracia internacional, no se precisa de un gran plan maestro. Consciente de las costumbres imperantes en Bruselas, el programa europeo de la BSW, en lugar de reivindicar la reescritura de los Tratados mediante una convención europea, deposita sus esperanzas en un impulso persistente desde abajo, desde los Estados miembro, incluida Alemania, a favor de la descentralización y la autonomía, que abogue por devolver la responsabilidad democrática allí donde sólo puede aplicarse eficazmente: al entorno nacional de la casa común europea.
Por el momento, la última esperanza para una Europa integrada centralmente es la transformación de la UE en una alianza militar, ligada a una guerra prolongada en Ucrania
Fundamentalmente, lo que esto requiere es normalizar en la práctica y reconocer en la teoría, en vez de negarlo y denunciarlo en todo momento, el movimiento ya en marcha hacia una mayor autonomía nacional, un movimiento que Bruselas, aunque cada vez más en vano, sigue intentando suprimir. Para detener y revertir la centralización, el programa de la BSW aboga por algo parecido a la desobediencia civil por parte de los Estados miembro en interés de la democracia nacional, donde los países se permiten el derecho a no seguir las directivas centrales, si entran en conflicto con los intereses de sus votantes, algo no muy diferente del modelo francés suficientemente probado y comprobado. Para la izquierda, esto significaría, entre otras cosas, abandonar la idea de solidaridad internacional practicada a través de la burocracia de la Unión Europea y optar por la cooperación transnacional directa entre gobiernos progresistas y el apoyo a través de las fronteras nacionales a las fuerzas progresistas de otros países. Por supuesto, esto no excluye que una crisis futura, como la que podría surgir en cualquier momento de una unión monetaria europea como la actual, privada de las correspondientes atribuciones de la unión política y de la unión fiscal a escala europea, pueda causar tanta destrucción que sea inevitable acometer una importante reconstrucción o, de hecho, una deconstrucción institucional de la Unión Europea.
Por el momento, la última esperanza para una Europa integrada centralmente es la transformación de la UE en una alianza militar, ligada a una guerra prolongada en Ucrania, que la convertiría en el pilar europeo de la OTAN o incluso, en una situación de emergencia provocada por Trump, en su sucesora. Rusia sería el vector unificador externo del escenario, mientras que Alemania, tal y como están las cosas, unificaría Europa desde dentro bajo la supervisión de Estados Unidos. Esta opción, sin embargo, es también probable que tarde o temprano se atasque, porque las posiciones geopolíticas y las ambiciones geoestratégicas de países como Polonia, Alemania y Francia son demasiado diferentes y los riesgos y costes previsibles demasiado altos, especialmente para el comandante en jefe designado y responsable pagador, Alemania. En cualquier caso, uno de los principios fundamentales de la BSW como partido político progresista es que la paz y la seguridad en Europa no pueden lograrse optando por una división bipolar del continente euroasiático y una carrera armamentística sin fin a lo largo de la frontera occidental rusa. Para evitar una confrontación entre una Europa Occidental integrada y Rusia, la BSW sugiere un régimen de seguridad paneuroasiático basado en la igualdad de soberanía de todos los Estados participantes. Apoyado tal vez por una Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) reactivada, este régimen tendría que estar respaldado por acuerdos sobre el control de armamentos y por una amplia gama de instrumentos destinados a fomentar la confianza mutua. De hecho, si la Unión Europea contribuyera a una Europa de este tipo, podría incluso volver a ser el «proyecto de paz», que durante tanto tiempo ha pretendido ser.