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Hace más o menos cuarenta años que empezaron a sonar las alarmas por las consecuencias para la vida en este planeta del modelo de desarrollo que, sobre todo el mundo occidental, había implementado desde la revolución industrial. Un modelo que, entre otros graves problemas, generaba una destrucción más o menos sistemática de la naturaleza.
La contaminación de tierras y aguas, la desaparición de los bosques y el consiguiente aumento de la desertificación, el uso sin límite de los recursos no renovables que empezaba a provocar el vértigo ante el abismo al darse cuenta de que el planeta es finito, eran también resultado de estas actuaciones. Al igual que el empobrecimiento creciente de millones de personas, atrapadas en unos países esquilmados y explotados por la voracidad del desarrollo impuesto que, irónicamente, se les denominaba como “en vías de desarrollo”, mientras su futuro se les hipotecaba y clausuraba. En suma, se extendía la preocupación por el hecho de que podíamos estar acabando con las opciones de una vida digna para las generaciones presentes y futuras.
Desde esos años se multiplicaron los estudios, investigaciones y cumbres en las que los líderes del mundo no resolvían prácticamente nada a pesar del agravamiento continuado de la situación de riesgos diversos y cada día más evidentes. Y alcanzamos así los tiempos actuales en los que los peligros son más que puras alarmas. El cambio climático es incuestionable y todas y todos somos conscientes del mismo, por mucho que algunos pseudoliderazgos (Donald Trump) se afanen en negarlo y otros decidan mirar para otro lado para no incomodar en exceso al líder.
El calentamiento global ya no está en la puerta, sino que ha entrado en la casa y sus consecuencias todavía no alcanzamos a medirlas con exactitud, como todo futuro, pero si sabemos que serán graves para muchos territorios y para millones y millones de personas. Ahora sabemos que hay recursos y situaciones vitales para el sistema y para la vida que están llegando al límite y que se agotarán en breve, no habiéndose generado aún alternativas suficientes.
Pues bien, precisamente cuando empezaron esas preocupaciones hace cuatro décadas uno de esos recursos vitales, pero finitos, que se identificó con rapidez es la selva amazónica. De una parte, en ella viven varias decenas de pueblos con formas de vida diversas y que, como tales pueblos, tienen derecho a seguir disponiendo de ese territorio y de su futuro. De otra parte, a este espacio natural se le nombró rápidamente como el pulmón verde del planeta, por su generación de elementos imprescindibles para la vida. Múltiples estudios señalaban las graves consecuencias de su desaparición, generando cambios profundos en el mismo clima de todo el planeta y aumentando el calentamiento global, entre otros efectos. La Amazonía era uno de los territorios vitales para el mundo.
Pero ya en esos momentos el pulmón tenía, cuando menos, asma. Una enfermedad que limitaba su capacidad pulmonar y la de seguir generando, entre otros, el oxígeno necesario para el planeta. Se entendía ya entonces que día a día era atacado por los intereses mercantilistas, propios del sistema neoliberal, que destruían diariamente miles de hectáreas de selva, constriñendo su capacidad de respiro.
Deforestación continua, minería destructiva, agronegocios de monocultivos en una tierra altamente vulnerable, iban de la mano de las periódicas grandes declaraciones que la llamada comunidad internacional hacía para mantener a salvo la selva amazónica y los derechos humanos de los pueblos que la han conservado durante miles de años.
Y de esta forma, en este caminar esquizofrénico entre la preocupación por la conservación y la dominante de seguir aumentando los intereses económicos inmediatos se nos iba el tiempo. Hoy, la ultraderecha está en el poder en Brasil, país que tiene en sus fronteras la mayor parte de esta cuenca de enorme biodiversidad. Y este puede ser el cáncer definitivo que la mate; que el asma evolucione a úlceras cancerosas y la metástasis puede hacer el resto, mientras el mundo mira para otro lado y elude su responsabilidad en la salud del enfermo.
Lo que en los próximos pocos años puede ocurrir es que sea totalmente irreversible la destrucción de la Amazonía. Las características de la selva y de sus suelos no los hacen recuperables
Las primeras decisiones en firme del gobierno del neofascista Jair Bolsonaro, en consonancia con sus declaraciones en campaña electoral, son un ataque frontal a la Amazonía y a los pueblos que la habitan. Hasta ahora la Fundación Nacional del Indio (FUNAI) ha sido el organismo del estado, dependiente del Ministerio de Justicia, que se encargaba de la salvaguarda, con mayor o peor fortuna, de los derechos de los pueblos amazónicos y, entre otros, de la delimitación de las áreas indígenas protegidas. Pues esas primeras decisiones pasan la demarcación de tierras indígenas al Ministerio de Agricultura, el cual hoy está en manos de Tereza Cristina Correa, quien ha sido desde hace años la líder del bloque de los hacendados rurales, que defienden a ultranza el agronegocio y, un ejemplo más, el uso irrestricto de agroquímicos.
El Servicio Forestal Brasileño también pasa del Ministerio de Medio Ambiente al de Agricultura. Por último, la FUNAI, totalmente vaciada de atribuciones y competencias ahora dependerá del nuevo Ministerio de Mujer, Familia y Derechos Humanos, el cual está bajo la autoridad de la pastora ultraevangélica Damares Alves. Esta ministra es una ferviente antiabortista que, entre otras declaraciones, dijo que ha llegado el momento de implantar el gobierno de las iglesias o que la escuela pública ya no es un lugar seguro y el único espacio con estas características son las iglesias evangélicas.
Con esta situación la previsión, o mejor dicho parece que la promesa, es que los avances de la deforestación y desaparición del pulmón del planeta se multipliquen exponencialmente. Nunca han sido frenados, pero lo que en los próximos pocos años puede ocurrir es que sea totalmente irreversible la destrucción de la Amazonía. Las características de la selva y de sus suelos no los hacen recuperables; además, estos espacios se agotan en muy poco tiempo, por lo que no son ni útiles para la agricultura. Es mucho más fácil que la Amazonía se convierte en breve en un erial o en inmensas áreas de pasto para el ganado de los hacendados que veamos volver a crecer los árboles.
El ascenso de la ultraderecha, no solo en Brasil sino también en EE.UU. y en la vieja Europa, así como los ataques de ésta contra la igualdad y el ejercicio de derechos de las mujeres, ha hecho recuperar una sentencia de la filósofa feminista Simone de Beauvoir. Señaló que no podemos olvidar nunca que “bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados, (porque) esos derechos nunca se dan por adquiridos”.
Por ello, concluye la cita subrayando la importancia y necesidad de que las mujeres permanezcan vigilantes sobre dichos derechos durante toda la vida. Desgraciadamente la premonición de Simone de Beauvoir resulta ser cierta en su absoluta totalidad y profundidad, pero también desgraciadamente, no solo si hablamos de los derechos de las mujeres, sino también si lo hiciéramos de la naturaleza (Amazonia), de los pueblos indígenas o de la grandes mayorías (sectores empobrecidos, clases medias…) que este sistema, hoy ultraneoliberal, sigue considerando como bienes explotables para el aumento desenfrenado de sus cuentas de beneficios económicos.
Las élites son así y por lo tanto hoy hay que estar más que vigilantes que nunca para conseguir verdaderamente que los derechos de las personas (mujeres y hombres), pueblos y de la naturaleza si sean realmente derechos adquiridos y no cuestionados permanentemente por el sistema dominante. Hay instrumentos internacionales de derechos que los protegen y que hoy están en riesgo de ser ignorados, violados, olvidados, de forma definitiva. Estamos a tiempo de eliminar el cáncer, pero la metástasis empieza a crecer y no hay tiempo que perder.
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