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Impunidad policial
No adoptes nunca el nombre que te dé la Policía
Según Fabien Jobard, en su artículo “Violencia policial: Entre soberanía y contingencia” publicado en el libro “Os protegemos de vosotros mismos”, la Policía se define como una de las instituciones a cargo del “monopolio de la violencia legítima”. ¿Pero qué es la “violencia legítima”? A esta pregunta, explica Jobard, se podría responder haciendo alusión a lo que la ley define como el uso de la fuerza por parte de la Policía. Y en ese sentido, “legítimo” no es otra cosa que “legal”. Por lo que la “violencia policial” abarcaría todos los casos que la ley comprende como “uso policial de la fuerza”. El problema está, afirma este autor, en que la ley nunca deja claro el uso policial de la fuerza, hasta qué límites puede ejercerse la misma –aunque ya hemos visto en muchas ocasiones que esas líneas rojas se han sobrepasado ampliamente-, y solo se refiere al mismo en tres casos: cuando los oficiales de policía se encuentren bajo amenaza de una violencia “real” o “inmediata”, en un caso de arresto de una persona que comete un crimen y es descubierta en el momento de llevarlo a cabo, y cuando se ejecuta una orden “legítima” - dada por un juez o cualquier otra “autoridad”-.
La detención del rapero Pablo Hasél y su posterior ingreso en prisión se producía el pasado martes, 16 de febrero de 2021. Sin embargo, para entonces ya llevábamos varios días viviendo episodios de enfrentamientos contra las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado tras los sucesos que tuvieron lugar en Linares (Jaén) durante ese mismo fin de semana. El pueblo había estallado tras conocerse que dos agentes de la Policía Nacional –uno de ellos subinspector-, destinados en la comisaría de la localidad, habían apaleado a un hombre en plena calle que le había recriminado a uno de ellos la actitud mantenida con una menor, -su hija-, de apenas 14 años. La prensa revelaría horas más tarde que uno de estos dos agentes ya había tenido “quejas formales” por tener “comportamientos inadecuados con chicas menores” utilizando frases fuera de contexto, como “voy a tener que cachearte” o “guapa, si quieres te llevo en el coche”.
La gente ya empezaba a estar cansada de la impunidad con la que estos “agentes del orden” se paseaban por el pueblo. Casi o igual que en un cortijo, imponían su autoridad con la tranquilidad de quienes se saben respaldados y “respetados” por los privilegios que el Estado otorga a sus servidores públicos del orden y la ley. Porque sabemos que de no haber existido pruebas audiovisuales de esta brutal agresión, estos dos funcionarios estarían hoy y ahora en su rutina diaria y contando las horas para la siguiente juerga. Y aún debemos esperar qué giro tomará este caso, puesto que en los últimos días hemos podido conocer que el juez del caso ha imputado a la víctima por “atentado a la autoridad”.
La existencia de estas imágenes vuelve a poner encima de la mesa la importancia que tiene grabar a la Policía en el ejercicio de sus “funciones”. Porque como ya ha ocurrido en otros casos de violencia policial, y dado que el Estado otorga mayor credibilidad a la palabra de un agente que a la de cualquier otra persona –acordémonos del asesinato de Juan Andrés Benítez en el Raval de Barcelona en octubre de 2013-, estas pruebas sirven, al menos, para ir creando conciencia sobre el tema.
La placa es, sin duda, el privilegio para demasiados inestables emocionales que, a cambio de su sumisión, encuentran la manera “legal” de “hacer” y “ser” en sociedad disfrazados.
Este comportamiento sería impensable si no pertenecieran a ese grupo “autorizado” para ejercer la “violencia legítima” contra la población. Una violencia que se aplica a merced de lo que ellos mismos puedan considerar “inadmisible” según sus creencias ideológicas que, como hemos podido ver en otras situaciones, suelen coincidir en el 95 % con actitudes conservadoras y/o reaccionarias. De ahí la urgente necesidad de derogar la Ley Mordaza, que tanto poder ha dado a las fuerzas policiales en nuestro país durante los últimos años y que ahora se vuelve a cebar con quienes ejercemos la protesta.
La impunidad policial es lo que justificaría que durante bastante tiempo, en el caso de los dos policías agresores de Linares, sus responsables no hicieran nada por erradicar ciertas actitudes en ellos, más allá de mostrar de forma puntual “malestar” por un vídeo que uno compartió en una red social utilizando el uniforme de la institución. Cuesta creer que lo único que produjo “malestar” entre el resto de compañeros de estos energúmenos fuera ese vídeo porque se “insultaba” al uniforme y, por el contrario, no el trato a crías de la localidad.
Hablamos de personas que “superan” unas pruebas psicológicas muy específicas para entrar a formar parte del Cuerpo Nacional de Policía. En muchísimas –por no decir todas- academias que preparan oposiciones a policía se indica a los aspirantes cómo superar con éxito no solo las pruebas teóricas y físicas, sino también estos exámenes psicotécnicos que les avalan para portar y utilizar armas de fuego y todo tipo de material antidisturbios contra la población. No es de extrañar que “accidentes”, como la grave herida provocada al joven de Linares al que disparó la Policía “por error” en una pierna durante una de estas manifestaciones, o la mutilación del ojo de una manifestante en Barcelona durante una protesta contra el encarcelamiento de Hasél, se produzcan con demasiada frecuencia sin consecuencias graves para quienes los causan.
Además de la violencia física que ellos mismos provocan y justifican, como hemos estado comprobando en los últimos días, practican la violencia verbal contra el pueblo, o esa parte del pueblo que odian y contra la que dirigen toda su frustración en cada carga policial. La violencia física te deja heridas y secuelas muy graves para toda la vida, pero la verbal nos indica a lo que realmente nos enfrentamos cuando salimos a la calle y sabemos que la Policía nos va a reprimir. Que un agente antidisturbios te llame “puta de mierda” no solo es un insulto en un momento de tensión. También demuestra el nivel cultural y formativo de quienes constituyen el brazo armado del Estado. Llamar “puta” a una mujer –en el espacio público o no-, es el intento de humillarla y rebajarla socialmente, porque “puta” es un adjetivo que se usa despectivamente para despojarla de credibilidad. La chica que en una de estas cargas es señalada como “puta de mierda” por parte de un agente de la UIP de Madrid está siendo víctima del machismo institucional, a través de un funcionario público en el ejercicio de sus funciones como parte de una institución que se presupone democrática y que trabaja por la igualdad. Es violencia machista llamar “puta” a una mujer, en este caso a una cría. Por lo tanto, desde el Estado español, a través de sus instituciones, se perpetúa un sistema que permite que alguien pueda humillar a una mujer por el simple hecho de serlo. Y llegados a este punto, quizás deberíamos rescatar o recordar la “ofensa” que la campaña confederal contra las violencias machistas de la CGT para el pasado mes de noviembre de 2020 supuso para uno de los pseudosindicatos policiales –me niego a llamar a estas organizaciones “sindicatos” y a sus miembros “trabajadores”-. Jusapol llegó incluso a “exigir” al Ministro del Interior que obligara a la CGT a retirar su campaña porque uno de sus carteles “acusaba” a la Policía Nacional de fomentar la violencia de género. Todavía estamos esperando, irónicamente, a que el mismo colectivo exija a sus responsables políticos la expulsión del agente de Linares, por realizar comentarios “fuera de lugar” a mujeres, y la del antidisturbio de Madrid, por llamar “puta” a una chica. Como sabemos que esto no va a ocurrir, a nosotros y nosotras no nos queda otra opción que negarnos a aceptar los nombres que las fuerzas represivas quieran darnos en cada momento.