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Nunca se había visto a un presidente “por sorpresa” menos sorprendido que Thomas Kemmerich, que el miércoles pasado salió investido en el Estado federado de Turingia con el apoyo de su partido, el Partido Democrático Libre (FdP), de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y de la ultraderechista Alternative für Deutschland (AfD). “¿Acepta el nombramiento?”, le preguntó la presidenta del parlamento. “Sí, acepto”, contestó Kemmerich con tono seco y gesto aséptico. Fue felicitado por todos los grupos políticos salvo por Die Linke, que profesó su indignación cuando su portavoz, Susanne Hennig-Wellsow, le tiró el ramo que iba a ser para Bodo Ramelow a los pies y le negó el saludo.
Bodo Ramelow tenía casi asegurada su repetición como presidente de Turingia, tras obtener el 31% de los votos que le avalaban como claro vencedor de los comicios. Pero la sombra de la RDA es siempre alargada y, aunque Die Linke gobierna en otros Estados como Berlín con bastante popularidad ciudadana, siempre se cuestiona a la formación izquierdista por su cariz comunista, a la que se le acusa de querer volver a tiempos del muro.
Cuando se acaba un régimen se puede hacer una limpieza, una desnazificación, pero no se puede exterminar una ideología. Es evidente que el nacionalismo alemán estaba latente tras esa apariencia de normalidad del día a día. Es una bestia que despertó en 2013 y empezó a romper tabúes. No es cierto que en Alemania no se hable de nacionalsocialismo, es un tema que está continuamente presente en los reportajes televisivos, en los periódicos, en las escuelas y en los monumentos.
El miércoles, muchos políticos de diferentes formaciones alemanas calificaban lo sucedido en Turingia como “un día negro para la democracia”. Incluso la propia Merkel lo definió como “acontecimiento imperdonable”
Su gran memoria histórica hace que sea un país del que copiar muchas de sus actuaciones, por ejemplo no utilizar jamás la bandera como símbolo de enfrentamiento ni de opresión, sino como mera decoración institucional y emblema reconocible en partidos de fútbol internacionales. Es muy raro ver banderas de Alemania en los balcones de las viviendas privadas, aunque poco a poco empiezan a aparecer, desde que AfD las utiliza en sus manifestaciones. Es el único partido político que lo hace.
El miércoles, muchos políticos de diferentes formaciones alemanas calificaban lo sucedido en Turingia como “un día negro para la democracia”. Incluso la propia Merkel lo definió como “acontecimiento imperdonable”. Las ciudades de todo el país se llenaron de gente que reclamaba que no se pactase con “nazis”. El país tardó mucho tiempo en definir así a AfD en las tertulias televisivas y en los periódicos. Los políticos banalizaban un discurso cada vez más ultra que bullía en una olla a presión aduciendo que eran meros “populismos”. Mientras tanto, un partido lleno de académicos y abogados, con un enorme conocimiento de los límites de lo que es considerado delito de odio o apología del nacionalsocialismo, ofrecía discursos públicos.
Entre sus perlas, afirmaciones como que “hay que disparar a los refugiados si hace falta, para que no entren en Alemania”, “el nazismo fue una cagada de pájaro”, “Berlín es la única ciudad de Europa con un monumento a la vergüenza en su centro histórico [el monumento a las víctimas del Holocausto]” o “hay que alabar el papel de los soldados alemanes en la II Guerra Mundial”.
Mientras AfD expande su aparentemente inocuo discurso, aumenta la violencia hacia campos de refugiados y, en verano, un político de la CDU, Walter Lübcke, fue asesinado en su casa de un tiro en la cabeza por un neonazi
Alemania se escandalizó cuando Beatrix von Storch, una de las dirigentes más destacadas de AfD, le hizo un gesto al socialdemócrata Johannes Kahrs desde su escaño en el que parecía que le amenazaba con cortarle el cuello. Se excusó, pero el gesto quedó patente como uno de los momentos más tensos y violentos del Bundestag en mucho tiempo. Mientras AfD expande su aparentemente inocuo discurso, aumenta la violencia hacia campos de refugiados y, en verano, un político de la CDU, Walter Lübcke, fue asesinado en su casa de un tiro en la cabeza por un neonazi.
No solo se ha roto el cordón sanitario y el tabú de no pactar con ellos. También se están sobrepasando algunos límites silenciosamente que hace poco más de cinco años eran inimaginables. Al paso de la manifestación en Frankfurt contra la investidura de Kemmerich, un hombre dentro de la manifestación gritaba: “Nunca más Auschwitz. Nunca más Hitler”.
Desde fuera otro hombre, que no llegaba a los 40 años, le contestaba sin grandes estridencias: “¿Hitler? Pues ojalá vuelva”.
Ayer Kemmerich dimitió debido a las grandes presiones, pero esa fractura en la democracia alemana no se puede coser con nuevas elecciones o dejando gobernar a Die Linke
Björn Höcke, el líder de AfD en Turingia representa al ala más ultraderechista del partido, esa que bajo el paraguas de la libertad de expresión se permite el lujo de calificar de “vergüenza” el monumento a las víctimas del Holocausto nazi. Esa que se manifiesta con neonazis en Dresde y que no tiene ningún tipo de tapujo en pasarse de frenada incluso entre sus propias filas, dejando al descubierto a una formación que nació como una cuna de élites académicas que reivindicaban una “tercera vía” para Alemania. Es fácil imaginar a Höcke como miembro del NSDAP de Hitler de haber vivido en los años 30.
Ayer Kemmerich dimitió debido a las grandes presiones, pero esa fractura en la democracia alemana no se puede coser con nuevas elecciones o dejando gobernar a Die Linke. La frontera entre la Alemania del oeste y la Alemania del este solo se reunificó administrativamente aquel 3 de octubre de 1990. El Este, una de las zonas más interesantes sociológicamente de Alemania, maneja otros códigos. En los carteles electorales de Kemmerich salía una foto suya de espaldas: “Por fin un calvo que sabe de historia”. Si esta afirmación es cierta, provoca escalofríos que haya apoyado repetir partes tan siniestras de la historia de su propio país.
Turingia fue, precisamente, el primer Estado en el que el partido de Hitler tocó poder. Los carteles electorales del satírico partido Die Partei en Sajonia, otro de los feudos de AfD, han llegado a ser con su candidato disfrazado de Adolf Hitler y un gesto de burla. Debajo una frase: “Esto es lo que realmente quiere Sajonia”.
Aunque Alemania tiene una derecha bastante más seria que la española, el fallo de cálculo o la caída en la trampa de la ultraderecha denota que debe estar más alerta contra el fascismo. Merkel sabe que investir a Kemmerich supondría tener que pactar continuamente con AfD para aprobar medidas y presupuestos, cosa que no está dispuesta a hacer y siempre ha rechazado, y motivo por el que su partido podría ser fagocitado en pos del éxito electoral de AfD.
Ojalá hubiésemos visto esa contundencia alguna vez en Pablo Casado. Pero tampoco se puede mitificar a la CDU. Afirmar “no pactaremos ni con AfD ni con Die Linke” coloca en el mismo saco de antidemocracia al partido de Ramelow, que es bastante más parecido a una izquierda soft socialdemócrata que a un partido bolivariano. No se ha visto que nadie reclame su pasado nazi a ningún integrante de la CDU. ¿Por qué Die Linke tiene que pasarse más de 30 años negando que quiera otro muro, si sus discursos y actuaciones lo hacen más que evidente? Si Weimar fue incapaz de detener a los nazis, no parece que Berlín esté siendo tampoco capaz de ello.
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