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Adelanto editorial
Campos abandonados y ciudades desbordadas
Es difícil encontrar un divorcio mayor del que se acusa entre los buenos propósitos enunciados desde el gobierno en relación con el territorio, el urbanismo y la vivienda y las crudas realidades que se observan. Mientras permanezca indiscutido el modelo inmobiliario español que ha entronizando en nuestro país la singular cultura del “pelotazo urbanístico”, mientras se mantenga la actual desprotección del territorio frente a afanes especulativos y extractivos cada vez más voraces, difícilmente cabrá paliar sus efectos por muchos que sean los conjuros ceremoniales e institucionales que se desplieguen. Pues, querámoslo o no, las reglas del juego económico habitual, guiado por la brújula del lucro, promueven modelos territoriales, urbanos y constructivos específicos, salvo que existan barreras mentales e institucionales que lo impidan.
Pero cuando estas barreras se diluyen dejando que los afanes especulativos ordenen y construyan a su antojo la ciudad y el territorio, se observan dos fenómenos paralelos. En primer lugar, tienden a desatarse patologías de crecimiento que fuerzan la expansión de los procesos de urbanización y sus servidumbres territoriales a ritmos muy superiores a los del crecimiento de la población y de su renta disponible. Y en segundo lugar estos procesos se ajustan implícitamente a los siguientes modelos de orden territorial, urbano y constructivo.
Por una parte, impone una polarización territorial al segregar el territorio en núcleos atractores de población, capitales y recursos y áreas de abastecimiento y vertido, con sus redes y servidumbres, generando campos abandonados y ciudades desbordadas. Por otra, en el urbanismo, impone el modelo de la conurbación difusa, con un crecimiento explosivo que separa y envía trozos de ciudad a puntos cada vez más alejados. Y, finalmente, impone un único modelo constructivo, un estilo universal que separa las partes del edificio, empezando por la estructura, convertida en un esqueleto de vigas y pilares, para abordar después la cubierta, el cerramiento... y la climatización, haciendo abstracción de la historia, de las condiciones y de los materiales del entorno. La expansión urbana apoyada en estos modelos requiere consumos de territorio y de recursos muy superiores a los que demandaba la arquitectura vernácula y la ciudad clásica o histórica, que inducen a considerar a la especie humana como una especie de patología terrestre.
La doble pandemia, la sanitaria de la covid-19, pero también y sobre todo la estructural del capitalismo, han disparado este interés ahora acrecentado por el mundo rural
La sobredosis de capacidad de compra sobre el mundo que se ha venido generando para animar en tiempos de crisis el pulso de la coyuntura económica y alegrar los mercados bursátiles e inmobiliarios ha reforzado los fondos que, a modo de buitres, sobrevuelan el territorio en busca de nuevas presas. Con lo cual se agravan las tendencias antes indicadas que, lejos de mejorar los pueblos y la ciudad clásica, los engullen y destruyen, para levantar sobre sus ruinas nuevos e indiferenciados modelos urbano-constructivos. Y además de la súper destrucción operada sobre el patrimonio inmobiliario preexistente, las expectativas de urbanización contribuyen a desorganizar los sistemas agrarios y las demandas en recursos y residuos que plantea el nuevo modelo de urbanización, extienden la “huella” de deterioro ecológico hacia puntos cada vez más alejados. El resultado conjunto de estas tendencias es la creciente exigencia en recursos naturales y territorio, que acentúan las servidumbres indirectas que tal modelo comporta, unidas a la evolución simplificadora y esquilmante de los propios sistemas agrario-extractivos, generando la desertización del medio rural que hoy se pretende revertir sin aclarar bien con qué criterios, con qué objetivos y con qué medios cabe revertirla sin cambiar las causas que la promueven.
Es así, que de un tiempo a esta parte, como discurso, va ganando terreno el propósito de repoblar el mundo rural, y más cuando desde los rincones olvidados y abandonados se empiezan a alzar voces reivindicativas. Se habla de la España vacía o vaciada. En plan pomposo, el gobierno dedica un ministerio al reto demográfico, acompasado con la transición ecológica, para rellenar ese vacío que es el resultado del abandono auspiciado por todo tipo de políticas y negocios lucrativos de los mandamases desde hace muchas décadas. Al mismo tiempo, algunos colectivos ya llevan años volviendo a poner los pies en la tierra como práctica colectiva: han sido experiencias truncadas y amenazadas, precisamente por los que desde el ejercicio del poder (estatal, autonómico, municipal, y de todos los colores) ahora empiezan a llenarse la boca de buenas intenciones.
Más que nunca, cada pedazo de tierra debe sucumbir a la mercantilización, previa privatización y asistencia estatal; proceso que se asociaría al impulso del capitalismo asistido que acarrea la defenestración del estado del bienestar
En el recuerdo, entre otros, quedan Sasé, Can Piella… También Kan Pasqual y Can Masdeu, que perduran en Collserola. Y sigue en pie Fraguas, un pueblo rehabitado, aunque amenazado por multas escandalosas —110.000 euros para demoler aquello que han recuperado de las ruinas provocadas por expropiaciones forzosas y los posteriores bombardeos de las maniobras militares—, o la entrada en prisión de los residentes que se declaren insolventes o desobedientes. Paradojas de la proclamada repoblación a aderezada con escarmientos y expulsiones, pues en vez de facilitar la ocupación de pueblos despoblados y del amplio patrimonio inmobiliario desocupado que recorre la geografía del país, se acostumbra a penalizar dicha ocupación. Tesón, también, para seguir agitando las ruralidades, que son diversas y no todas se pliegan a la dirección única que dicen querer desplegar (o implementar, en la neolengua) en 130 medidas, que colmarían un Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, para garantizar la incorporación de los pequeños municipios en una recuperación verde, digital, con perspectiva de género e inclusiva. Frente a estos discursos, así anda el mundo rural acosado por unas dinámicas depredadoras que achican, aún más, cualquier posibilidad de la revuelta al campo, del campo.
La doble pandemia, la sanitaria de la covid-19, pero también y sobre todo la estructural del capitalismo, han disparado este interés ahora acrecentado por el mundo rural. Más que nunca, cada pedazo de tierra debe sucumbir a la mercantilización, previa privatización y asistencia estatal; proceso que se asociaría al impulso del capitalismo asistido que acarrea la defenestración del estado del bienestar. Los propietarios contentos, ya que lo que no dejen caer al suelo convirtiéndolo en ruinas podrá ser vendido o alquilado a un precio de mercado al alza y especulativo, y las inmobiliarias al acecho: llenamos ahora de profesionales los rincones más o menos bucólicos (la dicha transición ecológica) y les hacemos llegar la fibra óptica (la venerada revolución digital, si bien con sus grietas) para el bienvenido teletrabajo de algunos; que otros, más precarios, ya les harán faenas para reconvertir antiguos pastos o cultivos en jardines y encargarse del mantenimiento de la “nueva vivienda” y de tantas tareas como sea necesario.
Tampoco cabe desdeñar el alza de adquisiciones especulativas de fincas rústicas para fines no agrarios; considerando que entre sus compradores destaca esa figura del inversor extranjero, o los denominados fondos de inversión o fondos buitres
Todo apunta a que la periferia rural, alejada del núcleo metropolitano, va camino de convertirse, a todos los efectos, en una especie de extrarradio como barrio dormitorio de una cierta élite, con la casita y el huerto (o, más bien, el jardín) al alcance de pocos, bien conjugado con la aceleración y proliferación de segundas residencias y sus complejos resorts, además de la incentivación estacional del turismo rural y sus rutas verdes.
Tampoco cabe desdeñar, ni mucho menos, el alza de adquisiciones especulativas de fincas rústicas para fines no agrarios; considerando que entre sus compradores destaca esa figura del inversor extranjero, o los denominados fondos de inversión o fondos buitres. Entre sus secuelas sobresale la degradación o pulverización del patrimonio rural, tanto de sus casas o edificaciones levantadas desde la arquitectura vernácula, como de las infraestructuras o equipamientos populares laborados antaño en común (fueran canalizaciones, caminos, bancales, etcétera).
Y es que estamos aquí: un proceso de urbanización capitalista todavía más agudizado que procura “inyectar” riqueza en sus centros (las metrópolis) mientras “eyecta” pobreza en sus periferias, o las devora cautivas con sus tentáculos, a la par que acota y reserva reductos para el privilegio. Lo que denominan ordenación territorial, o territorio y sostenibilidad, no deja de ser un desbarajuste o más bien una aplicación de las lógicas territoriales del mundo y de la civilización capitalista, pues detrás de toda articulación territorial hay razones sociales: la de los desequilibrios territoriales y la acentuación y cronificación de las desigualdades sociales. Tan sencillo como entender que no hay desarrollo de algunas áreas sin subdesarrollo (expoliación) de otras; ni nortes sin sures, ni centros sin periferias. Para el caso, la neorruralización en boga, con sus segregaciones, dispara las dualidades, conformando un mapa donde se solapan, pero sin tocarse ni confundirse, las zonas de sacrificio con las áreas del privilegio.
Si compartimos que no hay paisaje sin paisanaje, lo que se precisa es una rerruralización del campo, del mundo rural. Y esto implica rehabitar la tierra, por gente que quiera vivir en la tierra y de la tierra
Fruto de ese desarrollo geográfico desigual, la dualidad campo/ciudad, mundo rural/mundo urbano, se ha desvanecido, puesto que el proceso de urbanización en curso ha devorado y colonizado el territorio en su conjunto, convirtiendo todo rincón no-urbano en periurbano para sus servidumbres. Asistimos a la devastación y expoliación —sin freno— del campo y de los territorios de montaña, ya que al mundo rural, aunque cierta propaganda lo pretenda vender como “territorio amable, resort de salud”, le caen encima todas las infraestructuras que demandan las metrópolis: desde Líneas de Muy Alta Tensión o de AVE a prisiones, vertederos, centrales nucleares, polígonos, circuitos de carreras, parques temáticos, estaciones de esquí y todo lo que conlleva la industria del entretenimiento de masas, y a su estela la necrourbanización, la artificialización de las afueras y la naturaleza como fábrica-empresa. El corolario es que tenemos más fincas en manos de cada vez menos personas (muchas de ellas que no trabajan la tierra pero que extraen muchos beneficios), una expansiva agroindustria —nociva y asistida por la Política Agraria Común (PAC)— y unas redes de comercialización que succionan la parte del león del valor generado, además de una industria del entretenimiento que explota el verde (de los prados), el blanco (de la nieve) y el azul (de ríos y mares).
Si se avistara una mínima frenada del despoblamiento en el ámbito rural, seguro que desde las instituciones se hablaría de revitalización, de reequilibrio o de cohesión territorial. Si bien obviarían que, con las dinámicas impulsadas, la desagrarización no dejará de agudizarse: todavía menos población activa en el sector primario con unos salarios y rentas bajo mínimos, y más beneficiarios de sofá de las subvenciones de la PAC; más fuerza de trabajo migrante precarizada, movilizada e hiperexplotada; más pérdida de superficie agraria útil (e incremento de las áreas boscosas descuidadas y de lo forestal triturado como fábrica maderera a cielo abierto, además del creciente periurbano degradado); más acaparamiento entre pocos de las tierras; más “masías” y casas en ruinas y más escasez de alquileres, más caros y con la expulsión de masoveros [labradores que, viviendo en masía ajena, cultiva las tierras anejas a cambio de una retribución o de una parte de los frutos]; más agroindustria petrolera y química controlada por las grandes multinacionales agroalimentarias distribuidoras; más ganadería industrial y macrogranjas en las zonas rurales relegadas y menos cotizadas; más residuos tóxicos en la tierra y eutrofización de las aguas, ese oro azul cada vez más escaso.
En definitiva, un incremento desmesurado del extractivismo que como contrapartida arrastra una creciente e irreversible pérdida de la fertilidad de la tierra. Con todo ello, menos, mucha menos, vida y cultura rural arraigada en la tierra; si acaso, de sus restos se exhibirá y expenderá su folclorización o museificación en verde. Y mucha más urbanización capitalista con sus urbanidades, y omnipresencia del Estado con el ahogo de sus normativas y el clientelismo servil de sus subsidios o subvenciones.
Vemos, por tanto, que no basta con la repoblación como divisa de negocios; esto, más bien, representaría la agonía definitiva del campo, la última depredación tanto de su hábitat como de sus habitantes por parte del tsunami urbanizador. Si compartimos que no hay paisaje sin paisanaje, lo que se precisa es una rerruralización del campo, del mundo rural. Y esto implica rehabitar la tierra, por gente que quiera vivir en la tierra y de la tierra. Y no de cualquier manera, sino aplicando y compartiendo unas mínimas premisas: esmerada custodia integral del territorio, a la vez que se practica y propaga la agroecología y la agricultura regenerativa (o la agricultura tradicional o campesina no acorde al marcapasos de la “revolución verde”). En definitiva, preservar y recrear el paisaje y la cultura de los bienes comunes.
Y es ahí, en esa onda, donde ciertas culturas prácticas se prodigan en mostrar que no todo es necrópolis ni tampoco todo el verde es campo para el negocio. También, con mucho empeño y batallas sordas, es campo abierto para esparcir utopías concretas, utopías en acción, donde una miríada de experiencias —con más o menos duración, más alegrías o más frustraciones, encuentros o desacuerdos, aislamientos o coordinaciones— van recreando un mundo rural vivo y para vivir. Aquí, allá y más allá se esparcen prácticas apegadas a los lugares, a la tierra, que a su modo se decantan por desmercantilizar, desestatalizar, desurbanizar sus vidas, en singular y en común.
En este sentido apuntan las reflexiones del libro colectivo Ensayos de agitación rural (2022, Eds. Salmón) orientado a rehabitar el campo vaciado que andan salpicadas de interrogantes compartidos: ¿Podremos escapar de las grandes redes de comercialización para organizar una logística favorable a la agricultura ecológica y de proximidad? ¿Podremos cuidar los lugares que habitamos? ¿Podremos recuperar la ruralidad como manera de vivir desde la autonomía? Y, a la vez, se acompañan de algunas certezas inciertas que insisten en no dejarse seducir por esos cantos de sirena que vuelven a arrastrarnos por atajos que conducen de nuevo a las casillas del capitalismo más despiadado que se presenta ahora barnizado de propósitos circulares, descarbonizados, verdes, humanos, resilientes, inclusivos, justos… y sostenibles.
El presente texto retoma buena parte del capítulo inicial de Pere López que figura en el libro citado. Puedes adquirir el libro en este enlace. Una parte de las ventas directas de Ensayos de agitación rural irán destinadas a tratar de evitar la cárcel para lxs 6 de Fraguas, condnadxs por agitar y habitar el mundo rural. Para más información consultar https://rehabitemlesruralitats.org, @ruralitats.