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La vida y ya
Dos dibujos
Escuché la anécdota en el marco de una investigación sobre cómo nos percibimos los humanos en relación a la naturaleza.
“Píntate”, le habían dicho a una niña de cinco años que vive en una ciudad, de piel clara, con habitación propia.
Y se dibujó en el centro de la hoja. Dos ojos, boca, cuerpo que sale del cuello hacia abajo. Dos brazos, dos piernas. Se le olvidó la nariz.
“Píntate”, le dijeron a otra niña de cinco años. Indígena, en contacto permanente con el entorno natural en el que vive, que sabe sembrar y recolectar.
Y dibujó varias caras distribuidas por el papel. Caras rodeadas de árboles verdes. Una lombriz. Un pájaro. Un río.
La niña de ciudad dijo: yo soy esta. La niña indígena dijo: yo estoy ahí dibujada entre todo lo demás.
La anécdota vale para ilustrar que una parte de nuestra especie se concibe como un ser individual, desconectado del resto de seres vivos, colocado en el centro de la hoja. Situado, en realidad, en el centro de todo. Y que otra parte se percibe como una pieza de algo que no termina ni empieza en su cuerpo. Se dibuja desde el somos, junto a otros humanos y a otras especies formando parte de una trama. Como si la vida sólo se pudiese explicar entendiendo las interrelaciones.
Quizás por eso no es extraño que unas personas sufran con el árbol talado, con la especie extinguida, con la tierra revuelta para sacar lo que tiene debajo y, otras, talen, exterminen especies y rompan las entrañas del planeta sin sentir nada.
“A mí me calma pensar que la vida va a continuar”, dijo una alumna de secundaria en un taller en el que participábamos ambas, “a pesar de la destrucción que estamos generando parte de nuestra especie, quizás sin nosotras, seguro que con muchas especies menos, pero va a seguir existiendo vida”.
A mí también me produce calma saber que la vida sigue a pesar del capitalismo. Lo que no quita que piense que tenemos que asumir nuestra responsabilidad como parte de una especie que está poniendo a muchas otras a caminar por el filo del abismo. Me calma pensar que la vida siempre puede más y que no podremos arrasarlo todo.
Me calma, también, saber que los grandes cambios no requieren de toda la humanidad. Que basta con que haya una parte que tenga la convicción testaruda de que podemos construir otra normalidad.
Cuando acabamos el taller, el formador (de manera arriesgada para estar dirigiéndose a alumnado de secundaria) lanzó un reto. “Os invito a que en los próximos días, cada vez que tengáis contacto con el agua para beber, para ducharos o para lo que sea, penséis si tenéis alguna conexión sagrada con ese agua”.
Hubo un silencio. Nadie le pidió aclaraciones sobre qué significaba “conexión sagrada”.
Varias de las personas asumimos el reto. En la siguiente sesión comentamos lo que nos había pasado. “Fui más consciente de su sabor”. “Me pareció que tenía el poder de limpiarme por dentro”. “Me di cuenta de lo valiosa que es y recogí las gotas que se me quedaron en el brazo”. “Me di cuenta como nunca antes de que sin agua no podría estar viva”. “Percibí su contacto con mi piel de una forma distinta”.
Quizás pensar en esa conexión sea una manera de que se nos ocurra dibujarnos junto a algo más.
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Lo que alguna gente llama 'conexión cósmica' la tenemos a nuestro alrededor.
Gracias por esta serie de artículos tan vitales, tan refrescantes como el agua.
La respuesta a la pregunta ¿qué es más importante para la vida, el oro o el agua? parece obvia. Parece una pregunta estúpida, aunque la estupidez está en consentir que unos pocos se apropien del mayor recurso vital simplemente para hacerse de oro y de poder.