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Legados peronistas

Ninguna de las dos principales fuerzas políticas argentinas es capaz de presentar una visión hegemónica. Los kirchneristas carecen de un diagnóstico unificado de los problemas del país, mientras que los macristas se aferran a uno manifiestamente equivocado.
Marcha contra el FMI en Buenos Aires, el 12 de diciembre.
Marcha contra el FMI en Buenos Aires, el 12 de diciembre.
14 ene 2023 05:52

La noche del 1 de septiembre de 2022, en torno a las 21:30 horas, la noticia empezó a correr como la pólvora, primero en las redes sociales y después en la totalidad de los canales de televisión y emisoras de radio del país: alguien había intentado matar a Cristina Fernández de Kirchner (CFK), la actual vicepresidenta y expresidenta de Argentina. A primera hora de la noche, una multitud de kirchneristas se había reunido en el acomodado barrio de Recoleta, en Buenos Aires, para apoyar a CFK inmersa en su juicio por corrupción en esos momentos, que consideraban un caso clásico de lawfare orquestado por las élites políticas. A las 21:15 horas el coche de CFK se detuvo frente a su casa y ella salió a saludar a la multitud. De repente, un hombre se acercó a ella, sacó un arma semiautomática Versa de 7,5 mm y apretó el gatillo, pero el arma no disparó.

Tras la detención del presunto asesino, el episodio desapareció gradualmente de los titulares y la gente siguió con su cotidianidad habitual. Sin embargo, el atentado reflejaba un cambio significativo en la política argentina. El agresor de CFK, Fernando Sabag Montiel, de 35 años, es un partidario de Javier Milei, la nueva figura reaccionaria y antigua celebridad mediática y profesor de Economía, que acaba de incorporarse a la política argentina. Su coalición, La Libertad Avanza, obtuvo unos resultados sorprendentemente buenos en las elecciones primarias de 2021 en Buenos Aires, presentándose con una programa ultraconservador, que añoraba la dictadura militar argentina. La capacidad de estas fuerzas políticas para inspirar actos de violencia señala una alarmante regresión histórica. Los discursos de extrema derecha que habían sido casi erradicados de la esfera pública tras la transición democrática de 1983 han cobrado ahora nueva vida. Para entender cómo ha sucedido esto, es necesario reexaminar el cuestionado legado del peronismo y analizar el papel que desempeña en la actual coyuntura argentina.

Argentina
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Tras la condena a la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner (CFK), a seis años de prisión, el peronismo busca unificarse para dar respuesta política de cara a las presidenciales de 2023. Oposición de derecha, medios de comunicación y poder judicial avanzan con su ofensiva política en medio de una crisis social agravada.


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La elección de Juan Domingo Perón en febrero de 1946 fue un punto de inflexión para Argentina, dado que constituyó todo un reproche dirigido a un establishment político osificado, que se negaba a reconocer las demandas de un estrato cada vez mayor de trabajadores urbanos. Perón ya era popular gracias a su trayectoria como secretario de Trabajo entre 1943 y 1945. Como presidente, implementó una redistribución de la renta sin precedentes, al tiempo que amplió enormemente el Estado del bienestar argentino, lo cual le valió la reelección en 1951 con el 63,51 por 100 de los votos, porcentaje que supuso la mayor cuota obtenida por un candidato en la historia argentina.

Esta amplia base de apoyo le permitió integrar a los sindicatos en la estructura estatal, lo que limitó su autonomía y consolidó el poder de su partido, el Partido Justicialista. En realidad, el peronismo creció en proporción directa a la cooptación o represión de los anteriores líderes sindicales, especialmente los de filiación socialista o comunista. Durante su década en el poder, adoptó una actitud autoritaria con los opositores de todo el espectro político, cerrando periódicos y persiguiendo a grupos activistas. Sin embargo, su popularidad se mantuvo alta gracias a las fuertes tasas de crecimiento y a la continuidad de las políticas progresistas.

Durante más de quince años, Argentina alternó regímenes militares y gobiernos «democráticos» mientras el peronismo seguía prohibido

Sin embargo, la economía empezó a mostrar signos de agotamiento en 1949, cuando la inflación aumentó tras el agotamiento de las reservas de divisas de Argentina, lo cual precipitó el consabido giro hacia la austeridad. Esta tendencia a la baja, unida al creciente conflicto entre el peronismo y la Iglesia católica, sirvió de pretexto para una gran reacción de las élites nacionales y de importantes facciones del ejército. En septiembre de 1955 Perón fue derrocado por un golpe de Estado de la derecha y se instauró una dictadura militar. Los golpistas presentaron el peronismo como un virus populista que había envenenado la próspera Argentina de la década de 1940. El líder se exilió, el Partido Justicialista fue proscrito y se prohibió mencionar su nombre o el de la exprimera dama Eva Perón.

Durante más de quince años, Argentina alternó regímenes militares y gobiernos «democráticos» mientras el peronismo seguía prohibido. Durante la década de 1960, la violencia política se convirtió en un hecho cotidiano, ya que el izquierdista Ejército Revolucionario del Pueblo y los Montoneros ampliaron sus actividades guerrilleras, mientras que la Alianza Anticomunista Argentina ejercía la represión paramilitar en coordinación con el Estado. Las juventudes peronistas se radicalizaron hacia la izquierda y pidieron al presidente en el exilio que regresara a su país y resolviera la crisis. En 1973 se cumplió su deseo. Perón voló de vuelta a Argentina, ganó las elecciones nacionales y reasumió la más alta magistratura del Estado. Sin embargo, murió de un ataque al corazón al año siguiente y su viuda, Isabel Martínez de Perón, llegó al poder en medio de una turbulenta situación económica y del recrudecimiento de los conflictos políticos.

En 1989 los justicialistas volvieron al gobierno con Carlos Menem al frente, pero para entonces sus prioridades económicas habían cambiado

El desorden resultante allanó el camino para un nuevo golpe militar, el más sangriento de la historia argentina, que tuvo lugar en marzo de 1976. El nuevo gobierno lanzó rápidamente su denominado «Proceso de Reorganización Nacional» con la esperanza de lograr lo que dieciocho años de proscripción no habían logrado: la erradicación del peronismo como alternativa política y como identidad popular, lo cual implicó una campaña de represión contra el movimiento obrero del país y el debilitamiento de su infraestructura industrial. En 1983 el sector manufacturero argentino había descendido del 21,78 al 19,22 por 100 del PIB, mientras que la deuda externa, tanto pública como privada, había aumentado del 14,4 al 39,7 por 100.

El caos económico desatado por sus reformas liberalizadoras y el desastroso final de la guerra de las Malvinas debilitaron la posición de la Junta Militar. Totalmente desacreditada, no tuvo más remedio que convocar elecciones presidenciales en 1983, hecho que permitió que Argentina entrara en una nueva era democrática. La victoria de Raúl Alfonsín y de la centrista Unión Cívica Radical (UCR) ese año marcó un hito: era la primera vez que el peronismo era derrotado por medios políticos no violentos. Durante las dos décadas siguientes, la UCR actuó como la principal alternativa al partido de Perón y el poder cambió de manos pacíficamente. En 1989 los justicialistas volvieron al gobierno con Carlos Menem al frente, pero para entonces sus prioridades económicas habían cambiado. Aunque durante su campaña había prometido reactivar la industria nacional y aumentar los salarios, Menem cambió de rumbo durante su mandato e intentó terminar lo que la dictadura había empezado: la privatización de las empresas públicas, el desmantelamiento de los últimos restos del Estado del bienestar argentino y la reconstrucción de Argentina a imagen y semejanza del Consenso de Washington.

El resultado de todo ello fue una serie de profundos cambios en la estructura social de Argentina. Durante la década de 1990 la pobreza se hizo endémica, el desempleo aumentó y la economía informal se expandió. Estos problemas se agravaron con la crisis financiera de 2001. Sin embargo, cuando Néstor Kirchner, un peronista de la Patagonia meridional, ganó las elecciones nacionales en 2003, la economía comenzaba a sentir los beneficios del auge mundial del precio de las materias primas, lo cual inauguró un periodo de relativa prosperidad, la aprobación de políticas de bienestar más enérgicas y niveles de vida más altos. CFK sucedió a Kirchner en 2007 y mantuvo este modelo socialdemócrata, ganando la reelección en 2011 con más del 54 por 100 de los votos.

Si Perón integró a la nueva clase trabajadora urbana en su bloque de poder, CFK adoptó un planteamiento similar respecto los abarrotados barrios pobres que rodean a Buenos Aires, donde quienes tenían empleos remunerados con bajos ingresos convivían con los trabajadores y trabajadoras informales. CFK también se ganó a un sector estratégico de la clase media, que se había beneficiado del boom del precio de las materias primas. Así pues, parecía posible que una nueva reedición del peronismo –el kirchnerismo– replicara su éxito original. Sin embargo, a partir de 2011 este proyecto comenzó a desmoronarse. A medida que los precios de las materias primas caían y los mercados se veían afectados por el crac financiero, la inflación se convirtió en un problema crónico. El crecimiento se estancó junto con los avances protagonizados por CFK en la reducción de la pobreza. Para sobrevivir en la jungla de la economía mundial era necesaria una estrategia de desarrollo coherente, que incluyera una reforma fiscal progresiva, un plan para aumentar la exportación argentina de servicios y una reducción del gasto público regresivo. Pero estas medidas no llegaron. En su ausencia, Argentina no tenía lastre que oponer a los vientos mundiales que soplaban en su contra.

El estancamiento del kirchnerismo permitió que la derecha organizara un ataque ideológico eficaz contra el conjunto de la tradición peronista. Evocando la retórica de la antigua dictadura militar, la derecha afirmó que el legado de Perón era una patología que impedía a Argentina convertirse en un país occidental normal caracterizado por el florecimiento del libre mercado. Cuanto antes la sociedad argentina abandonara el peronismo, mejor sería para el país. Este fue el programa que impulsó a Mauricio Macri al poder en 2015.

Antiguo empresario poseedor de una educación de élite, Macri era más un político de derechas tradicional a diferencia de los radicales de la década de 1990: culturalmente conservador, partidario de reformas pro libre mercado y con estrechos vínculos con las finanzas internacionales. Sin embargo, Macri aceptó el nuevo marco de acuerdo en virtud del cual la violencia abierta ya no era un arma legítima contra los oponentes políticos. En su lugar, se presentó como un defensor de la meritocracia y la eficiencia y como un censor moral, que combatiría las prácticas corruptas del kirchnerismo. Tras cuatro años en el poder, el impacto de su presidencia era evidente: inflación disparada, aumento de los niveles de pobreza y un rescate del FMI que incrementó masivamente la deuda externa del país. Macri no llevó a cabo ninguna reforma estructural significativa y, aunque redujo el déficit fiscal, lo hizo a costa de suprimir los subsidios a la energía y de recortar empleos en el sector público, lo cual provocó un creciente descontento de la clase media.

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Dados estos antecedentes, el peronismo volvió a triunfar en las elecciones de 2019, con Alberto Fernández como presidente y CFK como vicepresidenta. Su nueva coalición, Frente de Todos, englobaba a casi todas las agrupaciones de la oposición: desde grupos católicos conservadores a movimientos sociales de izquierda, pasando por tecnócratas centristas. El nuevo gobierno, dada esta heterogeneidad, tuvo dificultades para formular una respuesta coherente a los problemas económicos heredados de Macri y pronto se sumió en conflictos internos, dinámica que se vio agravada por la crisis de la Covid-19. Aunque las medidas de salud pública de Fernández resultaron relativamente exitosas, sus efectos en cadena fueron perjudiciales para la economía, mientras la reputación del presidente se veía empañada por la revelación de que había asistido a una fiesta en pleno confinamiento.

En las elecciones de mitad de mandato de septiembre de 2021, el gobierno fue castigado por su trayectoria, reflejo de la tendencia latinoamericana a castigar electoralmente al partido gobernante. La coalición de Macri resurgió como primera fuerza de la oposición y aunque el Frente de Todos mantuvo su mayoría en la Cámara de Diputados, perdió el Senado, lo que le obligó a alcanzar ulteriores compromisos políticos. La verdadera sorpresa fue el éxito de Javier Milei, que obtuvo el 16,5 por 100 de los votos en Buenos Aires y se convirtió en diputado federal. Por su parte, el Frente de Izquierda, una coalición de partidos trotskistas, obtuvo alrededor del 5 por 100 de los votos nacionales, porcentaje que lleva obteniendo desde hace diez años sin ser capaz de mejorarlo, lo cual significa en la práctica la obtención de dos o tres diputados nacionales carentes de ninguna influencia real más allá de sus discursos pronunciados en la cámara.

Los resultados de las elecciones ahondaron las divisiones existentes en el seno del gobierno, provocando una serie de dimisiones de alto nivel entre los ministros y funcionarios del gabinete. Aunque la prensa generalista presentó estas diferencias como una disputa personal entre Fernández y CFK, la situación real era más compleja. Fundamentalmente, se trataba de un desacuerdo sobre el significado del peronismo en el siglo XXI: cómo podría reducir la inflación y estimular el crecimiento. Fernández parece más dispuesto a reducir el gasto público y mejorar las condiciones para los inversores internacionales, mientras que CFK se inclina por mantener las políticas sociales mediante una fiscalidad más progresiva. Con el nombramiento de Sergio Massa, un tecnócrata centrista, como ministro de Economía, parece que la facción de Fernández avanza. En la reciente sentencia del juicio por corrupción de CFK, la vicepresidenta fue condenada a seis años de prisión por el uso indebido de fondos para proyectos de obras públicas. Aunque casi con toda seguridad recurrirá la sentencia, el veredicto dañará aún más su credibilidad, a pesar de que los cargos sugieren casi con total seguridad uno u otro tipo de interferencia política.  

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Mientras Perón consiguió incorporar la clase trabajadora al Estado e implementar políticas redistributivas, sus herederos no han tenido tanto éxito al respecto. Desde 2011, la ausencia de un motor de crecimiento económico ha privado a los neoperonistas de un programa reformista viable. A pesar de las esperanzas que CFK suscitó en un principio, no consiguió sanar las divisiones estructurales de Argentina: entre sectores económicos altamente integrados en los mercados globales e industrias informales en las que los trabajadores luchan por ganarse la vida a duras penas. Como resultado, es probable que Macri o uno de sus aliados políticos gane las próximas elecciones, que se avecinan a finales de este año, aprovechando la decepción provocada por el kirchnerismo. Sin embargo, también el bloque de la derecha tendrá dificultades para construir una mayoría estable, ya que su perspectiva ideológica se basa en la antigua convicción de que los problemas de Argentina se resolverán una vez que rompa definitivamente con el peronismo, convirtiéndose así finalmente en una nación desarrollada ordinaria. Esta creencia, que impulsó los golpes de Estado de las décadas de 1950 y 1970, ha supuesto que la derecha argentina haya siempre carecido de un proyecto político específico.

En este sentido, ninguna de las dos principales fuerzas políticas argentinas es capaz de presentar una visión hegemónica. Los kirchneristas carecen de un diagnóstico unificado de los problemas del país, mientras que los macristas se aferran a uno manifiestamente equivocado. Esta parálisis ha abierto el camino para que un participante ajeno al sistema como Milei presente una solución radical. El programa de Milei es similar al de Bolsonaro en Brasil. Presentándose como un outsider, culpa a la expansión del gasto público y a la fuerza de los sindicatos, además de a las costumbres culturales liberales, de los males que afectan a Argentina. Su solución es abolir los bancos centrales, eliminar toda regulación del mercado, defender la represión estatal y promover la familia tradicional (por ejemplo, prohibiendo el aborto).

El fracaso de otro gobierno macrista no hará sino aumentar el atractivo de estas posiciones. Después de cuarenta años de democracia, la gente está frustrada con el gobierno de turno y ansiosa por el futuro, una combinación que la extrema derecha está explotando actualmente. El intento de asesinato perpetrado contra CFK podría formar parte de un patrón más amplio, similar al que hemos presenciado en Brasil, donde el autoritarismo reaccionario gana legitimación mayoritaria. Si esta tendencia se consolida en Argentina, el país necesitará una izquierda activa y resistente para oponerse a ella.

Sidecar
Artículo original: Peronist Legacies, publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Jeremy Adelman, «Post-Populist Argentina», NLR I/203.
Archivado en: Argentina Sidecar
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