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Sanidad pública
La esperanza del cambio viste bata blanca
El 2 de marzo, Juanma Moreno ejecutaba la amenaza. Una nueva orden, publicada en el Boletín Oficial de la Junta de Andalucía (BOJA), ponía precio a la privatización de las consultas de Atención Primaria por primera vez en la historia andaluza y también en la de todo el Estado. Mientras médicos y médicas de familia despliegan huelgas y protestas ante la ausencia de relevo generacional dada la precariedad que se vive en este nivel asistencial, que es la puerta de entrada a la sanidad, el gobierno de Moreno enseñaba la patita de cuál puede ser la intención de los gobiernos del PP: llevar el deterioro en los centros de salud hasta el extremo para luego privatizar las consultas.
Hasta esa fecha, la privatización ha campado a sus anchas en el ámbito hospitalario, bocado muy apetitoso para el negocio sanitario dada a su alta demanda en costosa tecnología y su gran manejo presupuestario. Pero los tentáculos de las soluciones liberales pueden atrapar también a los centros de salud si la lucha y las urnas no lo impiden. Y, mientras las primeras están viviendo un histórico auge, las segundas se encuentran a la vuelta de la esquina.
Así, una orden publicada en el sur con un importante dato escondido en los anexos, que en otro tiempo hubiera pasado desapercibida, retumbaba fuerte en todo el tablero político estatal. La mecha de la protesta ya estaba encendida en Andalucía, pero también en Galiza, Euskadi, Navarra o Madrid, capital de la indignación, donde facultativas y facultativos de Primaria han estado casi cuatro meses de huelga para conseguir un acuerdo de mínimos que se antoja como un torniquete para impedir el desangre cuando el personal en formación acabe su residencia y decida emprender el vuelo hacia otros lugares u otros servicios, tal y como lleva pasando una y otra vez en los últimos años. Un acuerdo tan pobre como urgente, que incluye un aumento salarial así como un tope a las agendas, para acabar con listados de 70 pacientes al día, condición que no parece muy atractiva ni atrayente para las nuevas generaciones médicas.
En medio, gobiernos liberales como el de Ayuso, que han visto cómo una profesión marcadamente conservadora desplegaba sus batas por las calles en protesta por el ninguneo cuando no el insulto hacia su labor. Escenas bochornosas donde el mal perder de la presidenta de la Comunidad de Madrid acusaba de izquierdistas a profesionales que ya no depositarán su voto sobre su formación política después de años haciéndolo. Pataleta de quien siente el miedo a quedarse sin el bastón de mando, mientras se han desbordado las calles madrileñas hasta en dos ocasiones con una indignación de elevada edad media, en muchos casos poco sospechosa de tradición izquierdista.
La esperanza, pues, de un posible cambio político en nichos tradicionalmente populares viste bata blanca y enseña las garras para defender lo que es de todas, joya de la corona en esta precaria socialdemocracia que podría perder lo único envidiable: su sanidad pública y universal, la única papeleta que nos asegura aferrarnos a una vida digna para todas.
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El problema es la competencia, no se compite por ofrecer el mejor servicio público universal, sino por el más barato. Total, la burguesía se lo puede costear y si no, en el peor de los casos, confía en que la suma desgracia no le afecte, por eso denigra su utilidad y calidad, y acepta indiferente su hundimiento.