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Antimilitarismo
Un balance (2022-2024): desaprendamos la guerra
No deja de resultar sorprendente que, con ocasión del segundo aniversario de la invasión rusa de Ucrania, con el enorme coste en vidas resultante, y con un saldo de más de 30.000 vidas palestinas a manos de ejército israelí, mayoritariamente civiles, la opción bélica en tanto que defensa de las “soluciones armadas” siga teniendo tanto predicamento.
Los gobiernos occidentales continúan apoyando agresivas políticas de rearme con el archisabido y simplista argumento de que “vivimos en un mundo peligroso para el que deberíamos habernos preparado antes”: como si sus propias políticas no hubieran contribuido a crear, a manera de una autoprofecía, ese mundo lleno de peligros. Quizá ahí resida una clave explicativa, por cierto: esa imagen propia autocomplaciente que dichos gobiernos parecen proyectar de continuo, como si no hubieran roto un plato en su vida. Acusar al otro de cometer atrocidades es siempre un recurso de lo más efectivo para lavar las propias culpas. El acusador, al tiempo que logra desviar la mirada pública de las responsabilidades propias, se presenta como inveterado inocente.
Durante estos últimos años, y por referirnos únicamente a estos dos conflictos armados de la docena larga de ellos que asuelan el mundo, la cantidad de muerte producidas ha sido enorme. Las bajas mortales de soldados ucranianos y rusos superan las trescientos mil según los cálculos más prudentes. Por lo que se refiere a Palestina, las numerosas víctimas civiles contabilizadas a día de hoy superan con creces las del conflicto ruso-ucraniano: más de 30.000 en tan solo seis meses frente a diez mil desde febrero de 2022.Pese a todo ello, la opción militar -la de seguir armando a Ucrania- sigue siendo la preferida de los gobiernos estadounidense y británico, junto con la presidencia de la Comisión Europea y buena parte de los gobiernos de países de la UE. Me refiero a la OTAN, en suma, en su conjunto, ampliada por las últimas incorporaciones de Finlandia y Suecia, esta última todavía en curso. En cuanto a Palestina, semejante “ardor guerrero” -como el desplegado por el presidente Macron cuando a finales de febrero anunció que estudiaría el envío de tropas francesas a Ucrania- ha contrastado visiblemente con la reacción a la masacre israelí en progreso, empezando por las sanciones ridículas al gobierno Netanyahu y terminando con los recurrentes vetos de Estados Unidos a las diversas propuestas humanitarias de alto el fuego.
A la luz de los efectos reales y catastróficos de toda guerra en todo tiempo y lugar, mirados de frente y sin adorno épico alguno, quizá la verdadera solución de todo conflicto empiece precisamente por desaprender la guerra
Es en el marco de este planteamiento tan desigual como discriminatorio hacia los dos conflictos armados que más atención mediática están suscitando en el mundo, donde los portavoces de la UE han decidido impulsar la industria de armamento “comunitario”, mediante programas conjuntos de compras conjuntas. El discurso de la UE, como continuación de la última cumbre estratégica de la OTAN de 2022, parece ahondar en las similitudes con el periodo de la Guerra Fría, a través de la exhibición maniquea de dos poderes enfrentados a muerte: la Democracia frente a la Autocracia, la Libertad frente a la Tiranía. La propia presidenta de la Comisión Europea ha mencionado la amenaza de una guerra con Rusia, en la que estaría en juego la supervivencia de la Europa democrática defensora de los derechos humanos frente a la autocracia del Kremlin. Ya sabíamos por Leonard Lewin, el autor de aquel brillante panfleto crítico -en forma de farsa- que fue el Informe de la Montaña de Hierro de 1967, en plena Guerra de Vietnam, que…
“La posibilidad de una guerra proporciona la sensación de necesidad externa sin la cual ningún gobierno puede conservar durante mucho tiempo el poder. La historia recoge numerosos ejemplos de que el fracaso de un régimen a la hora de mantener la credibilidad de una amenaza de guerra ha llevado a su disolución, por la acción de fuerzas de intereses privados, de reacciones ante la injusticia social, o de otros elementos desintegradores. La organización de una sociedad en función de la posibilidad de una guerra es la fuente principal de su estabilidad política”.
Ante esto, quizá haríamos bien en mirar no tanto la Luna como el dedo del presunto sabio que la señala, y preguntarnos por las actuales necesidades de estabilidad política de los diferentes gobiernos y administraciones que, dos años después de la invasión rusa de 2022, continúan jaleando la guerra. Pasemos lista: gobiernos como el estadounidense, el británico y el francés llevan ya algún tiempo conociendo cotas singularmente bajas de popularidad. Lo mismo podría decirse de la propia Comisión Europea. A las críticas de toda clase que está recibiendo por sus agendas de política interna se suma el previsible ascenso de fuerzas críticas de lo más diverso en los próximos comicios parlamentarios europeos, sin olvidar un cierto resquebrajamiento del frente pro-ucraniano en su flanco oriental, con el acercamiento de los gobiernos eslovaco y húngaro. Parafraseando a Durkheim, y en un marco semejante de “anomia” en Occidente, la invocación de una grave amenaza exterior bien podría ayudar a generar esa “cohesión”” aparentemente perdida. Al fin y al cabo, una situación extremadamente parecida fue la vivida en 1947 por el gobierno Truman y los gobiernos de sus socios europeos, que desembocó en el comienzo oficial de la Guerra Fría y la fundación de la OTAN dos años después.
Pero dejando a un lado esta clase de análisis, me interesa detenerme en el automatismo de la opción armada. A la luz del balance de los dos últimos años, ¿cómo se puede seguir defendiendo la única salida de una “solución armada” y, por tanto, seguir apostando por la fabricación y comercio de armas, por cierto cada vez más sofisticadas? Esta huida hacia adelante parece remitir a una especie de reconocimiento natural de esa presunta “solución” por parte de la ciudadanía. Como si lleváramos la fórmula del Si vis pacem, para bellum impresa en nuestro subconsciente, y ello pese a que, examinados a la luz de la Historia, los procesos de rearme nunca han animado paz -justa o buena alguna. Más bien, las paces de una u otra clase siempre han llegado como a la fuerza, fruto del agotamiento mutuo de los contendientes, para, acto seguido y precisamente por medio de la invocación al rearme “en tiempo de paz”, terminar creando un nuevo ciclo bélico.
A la luz del balance de los dos últimos años, ¿cómo se puede seguir defendiendo la única salida de una “solución armada” y, por tanto, seguir apostando por la fabricación y comercio de armas?
Una buena pregunta sería la de cómo hemos llegado a “naturalizar” hasta ese punto esa “solución bélica” de los conflictos, tan evidente que incluso hoy, cuando progresivamente nuevas sensibilidades se van extendiendo entre la ciudadanía -contra la violencia de género, contra el maltrato animal, contra el deterioro del medio ambiente-, parece que conserva muy buena salud. Y digo “parece” porque es de suponer que, de no ser así, los gobiernos mencionados no estarían ahora mismo llamando de manera tan descarada y desvergonzada al rearme: antes se palparían la ropa delante de sus respectivas opiniones públicas. Quizá una respuesta sea el miedo. Históricamente, ese tipo de llamamientos han partido siempre de la presentación de una amenaza, muchas veces exagerada, cuando no disparatada. Jugando a extender el miedo entre la población, han manipulado sus emociones.
Eso también lo había dicho Lewin, pero quizá exista una razón aún más profunda, o más profundamente arraigada en nuestras almas, más allá de poderosos aparatos mediáticos públicos o privados provistos de agendas políticas y económicas propias. Pensaba en ello el otro día cuando recuperé el dibujo de un amigo mío realizado en 1970 (la imagen de portada de este artículo), cuando todavía no contaba seis años.
A mi amigo, sus padres le habían contagiado muy tempranamente su afición al cine. Es claro que las películas de indios y vaqueros le tenían fascinado, cosa que quizá explique que decidiera dibujar a los espectadores tocados con sombreros Stetson, en una curiosa confusión entre actores y público, entre el mundo irreal de la pantalla y el real de los espectadores, combinados ambos en la imaginación del niño. Pero fijémonos mejor en el marco, en el recuadro al que debía atenerse el dibujo, con la instrucción/admonición: Dibuja aquí una escena de guerra, ocupando toda la página. Quienquiera que diseñara ese cuaderno de láminas en blanco para uso infantil, esperaba ya que la mente del niño hubiera reunido ya durante su corta vida un número suficiente de imágenes sobre lo que significaba la guerra y la violencia, de forma que pudiera cumplir con aquel mandato. Había naturalizado, en suma, la guerra. A la edad de cinco años.
Tal vez, entonces, y a la luz de los efectos reales y catastróficos de toda guerra en todo tiempo y lugar, mirados de frente y sin adorno épico alguno, quizá la verdadera solución de todo conflicto empiece precisamente por desaprender la guerra. Volviendo a la Guerra de Vietnam, ese fue el mensaje lanzado en 1964 por la cantante estadounidense de origen amerindio Buffy Sainte-Marie, y que versionó el británico Donovan de manera magistral dos años después: Universal Soldier. Una canción que, desgraciadamente, resuena hoy más lúcida y necesaria que nunca.